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El agua es un elemento mágico, una sustancia que, en la Tierra,
se encuentra en tres estados distintos: sólido, líquido
y gaseoso. Entre todos los líquidos que existen de manera natural
en nuestro planeta, el agua es el que tiene mayor capacidad calorífica,
si se exceptúa el amoníaco. Teniendo en cuenta que el
peso de la molécula de agua es bastante bajo, sus puntos de
congelación, fusión y ebullición son anormalmente
altos. Asimismo, salvo el mercurio- otro líquido mágico
-, el agua es el fluido que tiene la tensión superficial más
alta. La afinidad del agua con otras sustancias y su capacidad para
disolverlas son incomparables. El agua es menos densa en estado sólido
que en estado líquido, y en ello se basa la mayor parte de
la creación. El agua es el medio en que tiene su origen la
vida, y en el que residen las sustancias químicas que la sustentan.
Casi toda el agua de nuestro planeta -el 97 %, es decir, alrededor
de 1.370 millones de kilómetros cúbicos- se encuentra
en los océanos, y por lo tanto, si el agua es un elemento mágico,
la mayor parte de la magia se halla contenida en el océano.
Sin duda, hay agua en otras partes del universo, como en el hielo
sucio del cometa Halley, pero ni en el mismo Halley, ni en ningún
otro cometa o cuerpo celeste conocido hay una fuente de agua tan profunda,
fría y azul como en la Tierra. Puede haber océanos en
algunos lugares, como en Titán, la luna gigante de Saturno,
que al parecer tiene un océano de etano con una profundidad
de 1.000 metros. Es probable que sea un océano de gran belleza,
sobre todo durante las maravillosas puestas de sol que deben producirse
al reverberar la última luz del día en la atmósfera
de nitrógeno del satélite. Pero el océano de
Titán no es un medio idóneo donde pueda subsistir la
vida que conocemos.
En algún momento hubo océanos y ríos de agua
en Marte, como lo revelan las fotografías de erosionados cañones
y de depósitos aluviales tomadas en el planeta, pero hace ya
mucho tiempo que el agua se evaporó. Marte es ahora un planeta
desértico en cuyos polos hay pequeños casquetes de hielo
de dióxido de carbono. El único planeta con agua conocido
es el nuestro; ningún otro planeta azul gira alrededor de nuestro
Sol. Para las formas de vida que dependen del carbono, la tercera
de las esferas de nuestro sistema planetario es el único oasis
conocido.
Durante el primer milenio de la navegación, sólo se
logró un conocimiento superficial del océano. Fernando
de Magallanes fue el primero que intentó un sondeo en mar abierto.
Después de salvar los peligros del estrecho que lleva su nombre
y alcanzar las aguas del océano que llamó Pacífico,
lanzó al agua una plomada con toda la cuerda que tenía.
Fue parte del legado del gran navegante: el estrecho de Magallanes,
las nubes de Magallanes, el pingüino de Magallanes, la circunnavegación
de la Tierra, el nombre del Pacífico y la demostración
de que éste, el mayor de los océanos, tenía más
de 180 m de profundidad.
El viaje científico más importante, después del
que efectuó Darwin en el Beagle, fue el del Challenger, que
zarpó en 1872, recorrió 69.000 millas marinas en 42
meses y puso por primera vez al mundo frente a la realidad de las
profundidades oceánicas. "Nunca una expedición
costó tan poco y produjo tantos resultados trascendentales
para el conocimiento humano", afirmó sir William Herdman.
El comandante en jefe de la expedición del Challenger, sir
Wyville Thomson, pasó de la creencia infantil de un mar estratificado,
con esqueletos flotando en un nivel y doblones de oro en otro, a la
convicción adulta de que por debajo de 300 brazas la vida era
imposible. Las razones eran tan evidentes para él como para
la mayoría de los biólogos de su época, pues
creían que por debajo de los 550 metros no penetraba la luz,
el agua era viscosa y densa, y la presión hidrostática
espantosa. "A 2.500 metros -escribió Thomson-, el cuerpo
de una persona soportaría un peso equivalente al de veinte
largos trenes de mercancías cargados de barras de acero".
En sus cálculos físicos sobre las profundidades marinas,
Thomson y sus contemporáneos tenían gran parte de razón.
Sin embargo, sobre la capacidad de adaptación de la vida a
las condiciones del medio oceánico estaban equivocados, como
lo comprobó la propia expedición del Challenger, cuyas
redes extrajeron miles de extrañas criaturas de las profundidades
donde la vida se creía imposible. La fauna marina de los mares
polares manifiesta sorprendentes formas de adaptación al frío.
Aparte de la capa de grasa que los cubre, la morfa, además,
goza de un sistema de autorregulación térmica cuando
se sumerge; en su cuerpo se produce una constricción de los
vasos sanguíneos de su piel y su grasa empuja la sangre hacia
el interior del cuerpo; entonces la piel se enfría rápidamente
casi hasta la temperatura del mar y la grasa juega su papel de aislante.
Cuando la morfa sale del agua, se produce el proceso contrario y a
través de las venas corre el calor acumulado durante la inmersión.
Un sistema parecido tienen todos los mamíferos, por efectos
de vasoconstricción y vaso dilatación. Hasta bien entrado
nuestro siglo, las herramientas de la época del Challenger-dragas
y termómetros- seguían siendo los principales medios
técnicos en la exploración de las profundidades marinas.
Luego, en 1930, llegó la batisfera de Otis Barron y William
Beebe, una esfera de acero con escotillas de observación que
se sumergía colgada de un cable.
En 1948, el físico suizo Auguste Picard construyó el
F.N.R.S. 2, el primer batiscafo (denominación procedente de
las palabras griegas que significan "profundidad" y "barco
ligero"). En 1959, Picard ideó el Trieste, en el que su
hijo Jacques, acompañado de Don Walsh, de la Marina de USA,
descendieron a 10.910 metros de profundidad en la fosa de las Marianas.
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