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En tiempo de la alquimia

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Desde los primeros tiempos de los que tenemos noticia histórica, el hombre intentó, primero, en Egipto, transformar en metales nobles los demás metales. Al arte que pretendió conseguirlo se le denominó, ya en el siglo IV a.C., alquimia y al período que va desde este siglo hasta la primera mitad del siglo XVI, época de la alquimia.
Mediante el trabajo de los alquimistas, que intentaron obtener de todas las maneras imaginables la "piedra filosofal" y con la que pretendían producir metales nobles y alargar la vida, se ampliaron considerablemente los conocimientos químicos. Los escritos sobre alquimia del médico árabe o persa Dschabir, conocido en occidente bajo el nombre de Geber, fueron muy famosos; este alquimista vivió en el siglo VIII. La mística de Islam comportaba en esa época un elevado nivel ético. Un contemporáneo de Dschabir advirtió a éste: Guárdate y sé limpio, si te dedicas al trabajo de la alquimia. Pues que te acercas a los secretos de Dios y si no fueres limpio podrías causar graves desgracias.


El poeta místico islámico Al-Attar, que vivió en el siglo XII, explicaba que el microcosmos, el mundo de los átomos, es una imagen del macrocosmos, el mundo del sistema planetario. Al-Attar decía: "En cada átomo hay un sol aparente y en cada gota un poderoso mar. Si cortas un átomo y penetras en su interior, podrás descubrir en su corazón un sol." Alegóricamente afirmaba: "Dios mismo es el sol que ilumina todos los diminutos átomos con una luz maravillosa, como si procediera de miles de focos." Este místico designa siempre el átomo como luz, rayos, llamas, o luminosidad. Según él la transformación de un elemento en otro, que será posible mediante un elixir, se realizará en forma de radiaciones.


Resulta curioso este paralelismo entre una comprensión intuitiva y poética del átomo, propia del siglo XII, con los conocimientos experimentales del siglo XX. El famoso filósofo e investigador de la naturaleza Alberto Magno, conde de Bollstddt (1193-1280), autor de un libro sobre alquimia, siete libros sobre los animales y cinco sobre los minerales y vegetales, mencionó por vez primera el arsénico. Según él los metales constan de arsénico, azufre y agua.
Amoldo Vilanova, médico del siglo XIII, consideraba elementos constitutivos de los metales el mercurio y el azufre, y la misma opinión defendió el español Raimundo Lulio, que vivió también en el siglo XIII, y que gozaba de gran prestigio entre los alquimistas.


Los escritos atribuidos al monje benedictino Basilius Valentinas (siglo XIV o XV), de la Alta Alemania, muestran un aumento considerable de los conocimientos químicos. Basilius Valentinus fue honrado como oráculo por los alquimistas del siglo XV. Sus principales escritos fueron: "Triunfo del antimonio", "Acerca de la primitiva piedra de blanquear", "El descubrimiento de manipulaciones secretas", "Ultimo testamento" y "Últimos discursos". En ellos se explica la obtención del ácido sulfúrico. Entonces se consideraban elementos constitutivos de las substancias, en especial de los metales, el mercurio, el azufre y la sal. La palabra sal no designaba un compuesto químico determinado, como por ejemplo la sal de cocina, sino que significaba rigidez y resistencia al fuego. El azufre era la causa, según estas concepciones, de la combustión o cualquier otro tipo de modificación que sufrieran los metales sometidos a la acción del fuego; se consideraba también causa de su color. El mercurio era el que daba ligereza y carácter metálico. La opinión de que estos tres fueron los elementos básicos de todos los cuerpos, está contenida también en las teorías bioquímicas de Paracelsus.