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Anticuerpos e inmunidad

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Los tejidos animales constituyen un excelente medio de cultivo para las bacterias y los virus, de modo que no es raro que se hayan desarrollado mecanismos de defensa contra la invasión de microorganismos extraños. La piel es un revestimiento prácticamente impermeable, pero no evita de una manera absoluta la entrada de gérmenes extraños. La existencia de alguna especie de mecanismo de protección interna venía indicada por hechos conocidos desde tiempos antiguos. Por ejemplo, los individuos que han padecido enfermedades infecciosas como la parotiditis o el sarampión suelen quedar inmunizados frente a un segundo ataque.


También se comprobó en el siglo XVIII que la inoculación con una cepa benigna de viruela confería inmunidad contra cepas más virulentas. En el mismo siglo, en Inglaterra, Edward Jenner prestó atención a los rumores acerca de que las lecheras de Gloucestershire eran inmunes a la viruela y realizó un experimento para averiguar si el material de las lesiones de "vacuna"era capaz de conferir inmunidad frente a dicha enfermedad. El experimento tuvo éxito y sobre él se cimentó la práctica de la vacunación contra la viruela que, con el tiempo, llevó al descubrimiento de métodos para crear inmunidad a otras afecciones.


Durante el primer período el objeto era descubrir tipos benignos de la enfermedad que pudieran utilizarse para producir inmunidad contra las formas virulentas. Por ejemplo, Pasteur, trabajando con el cólera de las gallinas (Pasteurella asepticus), observó que los cultivos muy viejos del germen, cultivados en caldo de pollo, producían una forma benigna de la enfermedad, y las aves que curaban quedaban inmunizadas contra las formas virulentas.
Transcurrido algún tiempo se intentó producir formas atenuadas de gérmenes para usarlos como vacunas. Por ejemplo, cuando los gérmenes son sometidos a la acción del calor mueren, es decir, ya no son capaces de vivir en un medio adecuado, pero estos gérmenes muertos o lesionados, a veces, son capaces de conferir inmunidad contra el tipo vivo. De un modo parecido, es posible tratar bacterias o virus con agentes químicos que causan lesiones suficientes para evitar su multiplicación, pero que todavía les dejan con capacidad para despertar inmunidad. La vacuna antipolio de Salk, obtenida tratando el virus de la polio con formalina, pertenece a este tipo.


Se plantea entonces la cuestión de cómo se confiere la inmunidad. Hacia 1880 se descubrió que la sangre del individuo inmune poseía propiedades que carecía la del no inmune. Así, cuando se mezcla con el germen o el virus causante de la enfermedad, a menudo provoca aglutinación (formación de grumos), y se observó que los microorganismos aglutinados con frecuencia eran atacados más fácilmente por los glóbulos blancos (fagocitos) de la sangre, que actúan como basureros de las células extrañas.


Las substancias existentes en la sangre que producían estos efectos recibieron el nombre de anticuerpos. Se descubrió que no era necesario introducir organismos enteros, ni partículas de virus, con el fin de producir esta respuesta. Hasta las partes de una bacteria, por ejemplo, su pared celular, eran suficientes y en muchos casos podía conseguirse dicha respuesta inyectando una proteína pura. Las substancias que determinan la formación de anticuerpos en el organismo recibieron el nombre de antígenos y se observó que siempre podían conseguirse indicios de la combinación de un antígeno con su anticuerpo. Con frecuencia esta combinación provocaba la precipitación del antígeno por su anticuerpo correspondiente (reacción de las precipitinas). Se descubrió asimismo que la reacción entre antígeno y anticuerpo era de tipo cuantitativo; es decir, el anticuerpo se combinará con una cantidad precisa de antígeno, pero no con un exceso.