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La fauna marina de los mares polares manifiesta sorprendentes formas
de adaptación al frío. Los cetáceos conservan
el calor del cuerpo gracias a que poseen bajo la piel una confortable
capa aislante de grasa, que en el cachalote mide hasta 20 centímetros
de grosor y en la beluga supone el 40 % del peso corporal. También
las focas y las morsas disponen de cálidos mantos subcutáneos.
La morsa goza, además, de un sistema de autorregulación
térmica: cuando se sumerge, se produce una constricción
de los vasos sanguíneos de su piel y su grasa que empuja la
sangre hacia el interior del cuerpo. Carente del calor de la sangre,
la piel de la morsa se enfría rápidamente, hasta que
su temperatura es casi igual que la del mar circundante, y por las
mismas razones, la grasa se convierte en un manto aislante. Cuando
la morsa sale del agua y entra en contacto con el aire, su sangre
recorre el camino inverso, con objeto de expulsar a través
de las venas de la piel y la grasa el calor sobreacumulado, cosa más
difícil de conseguir que el calentamiento para un cuerpo tan
bien aislado y tan macizo como el suyo. Aunque este sistema de autorregulación
térmica no es exclusivo, pues todos los mamíferos lo
utilizan, los efectos de la vasoconstricción y de la vasodilatación
son más asombrosos en la morsa, que al salir del agua tiene
color pálido, y cuando sus venas cutáneas se dilatan,
adquiere un color pardo rojizo.
Otra forma de adaptación al frío de las focas pías
y otros mamíferos marinos es la riqueza de la leche materna.
La leche de las focas pías contiene un 45 % de grasas y un
10 % de proteínas. Dos semanas después del nacimiento,
la cría pesa ya entre 27 y 35 kg. La transferencia de masa
de la madre a la cría es rápida y eficiente; en menos
de un mes le ha dado una cuarta parte de su peso, que es de 180 kilos.
El mantenimiento del calor es un problema más grave para los
animales más jóvenes, puesto que su masa corporal es
menor y tiene mayor dificultad para conservarlo. Para compensar tal
desventaja, las crías de la foca pía, por ejemplo, disponen
de otro mecanismo adaptativo: la blancura de su piel, nutrida de pelos
traslúcidos, que permiten el paso de la luz del sol para atrapar
el calor entre ellos y la piel, una forma peculiar de aprovecharse
del efecto invernadero. No obstante, tanto en el Ártico como
en la Antártida, la mayor inclemencia para la vida no es el
frío, sino la oscuridad. Ni el sistema de autorregulación
térmica, ni el espesor de la capa de grasa pueden asegurar
la supervivencia de un animal en las tinieblas del largo e improductivo
invierno polar. La estrategia común frente a la oscuridad y
el frío consiste simplemente en alejarse de ellos.
En la Antártida, a medida que los días se hacen más
cortos, los pingüinos de Adelia, los pingüinos de cara marcada
y los pingüinos juanito abandonan el casquete polar y huyen hacia
los grandes témpanos flotantes muy alejados de la costa. En
cambio los págalos y las grandes familias de petreles se van
en busca de territorios septentrionales. Los charranes árticos
emprenden la larga travesía hasta sus lugares de nidificación
en el polo opuesto, en Alaska, Groenlandia y otros territorios del
círculo polar ártico. Las aves dejan la Antártida
a los pingüinos emperador, los únicos de su clase que
invernan allí. También las focas se dispersan por los
témpanos flotantes y dejan el continente a las únicas
que permanecen en él, las focas de Weddell, que, dada su corta
capacidad de desplazamiento, no pueden alejarse y se ven obligadas
a pasar gran parte del invierno en las oscuras aguas bajo los hielos
costeros. Las temperaturas invernales llegan en la Antártida
a -90 "C, pero los gélidos vientos que soplan incesantes
sobre la gran planicie intensifican aún más la sensación
de frío. Las heladas aguas resultan agradables comparadas con
ello.
En el Ártico, cuando los días menguan, el aire se llena
de los estruendosos aleteos y continuos zumbidos de las grandes bandadas
de aves que levantan el vuelo para emigrar hacia el sur: gansos, paros
rabudos, eiders, gaviotas de Islandia, gaviotas de Delaware, gaviotas
tridáctilas, págalos árticos, págalos
pomarinos y araos, todos huyen del frío y de la oscuridad.
Los charranes árticos parten también hacia el sur, en
busca de la Antártida, para pasar en ella el verano austral.
En su portentoso viaje anual de uno a otro polo tendrán que
recorrer más de 35.000 km, lo que constituye una de las más
largas migraciones conocidas. Los charranes árticos son, sin
duda, el último símbolo de la vida polar, pues, si bien
hay otros animales que frecuentan ambos polos, éstas aves son
las únicas criaturas que emprenden migraciones estacionales
de una región polar a otra.
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