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Desde que la ciencia emprendió la tarea de aportar conocimientos
que ayudarán a un número cada vez mayor de personas
a entender cómo es nuestro mundo, han quedado millones que
viven sin las preocupaciones de los científicos y viven libres
de ellas. Pero para hablar del mundo en que vivimos, es necesario,
primero, hablar del átomo.
Hace más de 24 siglos que los filósofos griegos discutieron
la posibilidad de dividir las sustancias en fragmentos más
pequeños y cada vez más pequeños. Por entonces,
razonaron que sí se continuara este proceso de división,
llegaría un momento en que una partícula que ya no podría
ser dividida. Y a este pequeña partículas le dieron
el nombre de átomo y que, por lo tanto, creyeron que cada sustancia
debía tener un átomo característico.
Hoy sabemos que únicamente hay como 100 clases de átomos.
Estos átomos se combinan para formar lo que podemos ver, tocar,
gustar y oler, pero no podemos ver los átomos individuales,
porque son increíblemente pequeños. Por ejemplo, varios
cientos de billones de átomos de carbono, forman el punto con
que termina esta frase.
Los átomos no son indivisibles, sino que están compuestos
de varias partes. Los científicos modernos representan a cada
uno como un sistema solar en miniatura, con un núcleo en el
centro. Los electrones giran rápidamente alrededor del núcleo,
en una forma parecida como la Tierra y los demás planetas giran
alrededor del Sol.
El núcleo está formado de dos clases de partículas.
Una posee una carga eléctrica positiva, que equivale exactamente
a la carga negativa de un electrón y se le da el nombre de
protón. La otra no tiene carga eléctrica alguna y se
llama neutrón. Por ejemplo, en el lito, en el núcleo
de este átomo hay tres electrones y éstos tres electrones
giran rápidamente alrededor del núcleo.
Cerca del 99.95 por ciento del peso del átomo se encuentra
en su núcleo, porque los electrones pesan, solamente, como
unas dos milésimas partes del peso del protón o del
neutrón. Aun estas partículas nucleares, pesan menos
de una quinienta trillonésima parte de un kilo, pero como son
tan minúsculas, un centímetro cúbico de ellas,
bien comprimidas, pesaría más de cien millones de toneladas.
Esta conclusión nos ofrecen los científicos, pero el
hombre común no puede imaginar tal cosa.
Los átomos consisten, en su mayor parte, de espacio vacío.
Por ejemplo, si el núcleo de un átomo de hidrógeno
fuera tan grande como una pelota de basquetbol, su electrón
giraría a más de un kilómetro de distancia y,
esto mismo, pero dicho en otra forma, si todos los electrones, protones
y neutrones de nuestro cuerpo se comprimieran lo más posible,
cada uno de nosotros podría esconderse bajo un grano de arena.
El único planeta con agua conocido es el nuestro. Ningún
otro planeta acuoso azul-verdoso órbita alrededor de nuestro
Sol.
El océano es, pues, lo que nos distingue. Su respiración
arremolina y jaspea la superficie planetaria con el incesante cambio
de forma de las nubes. Su capacidad calorífica controla el
clima planetario, estabilizando las temperaturas de la superficie
de la Tierra y aislando la vida en el océano. Es en éste
donde el planeta vive, un habitat con un volumen inmensamente mayor
para la vida que la tierra firme.
Los océanos de la Tierra están interconectados todos
en uno. El océano es una sola realidad, pero con miles de humores
variables, con miles de caras. Brama, frío y montañoso,
en el canal circumplanetario de los Cuarenta Rugientes, es decir,
los dos sectores del océano situados entre los cuarenta y los
cincuenta grados de latitud norte o sur; refleja tranquilamente las
nubes en las calmadas aguas a lo largo del ecuador. Levanta calor
dos veces al día sobre las raíces aéreas de los
manglares de Indonesia; estalla como disparos de rifle sobre el hielo
ártico. Sombrea de verde los bordes de los continentes, donde
las corrientes de afloramiento y la acumulación de nutrientes
impulsan el florecimiento del fitoplancton; es azul en los desiertos
marinos del océano abierto y turquesa sobre los fondos de blanca
arena de las lagunas de los atolones. A lo largo de las barreras de
arrecifes de los trópicos, la monotonía azul del océano
abierto termina repentinamente en un estallido de colores violentos,
y su esterilidad da paso a las colonias de corales, uno de los ecosistemas
más ricos. En los gélidos fondos del mar hay oasis de
calor y vida. En la total oscuridad de las mayores profundidades se
encienden las luces de los organismos bioluminiscentes.
El océano es una sola realidad, pero con miles de humores variables,
con miles de caras. En el agua, la magia es maravillosamente simple
En una molécula de
agua, dos átomos de hidrógeno -el elemento más
ligero y abundante del universo- se unen a un átomo de oxígeno,
el elemento más abundante en la corteza planetaria. Los dos
átomos de hidrógeno y el átomo de oxígeno
forman una molécula en forma de V, produciendo una asimetría
eléctrica, dado que una molécula de agua es bipolar;
tiene una ligera carga positiva en el extremo del hidrógeno
y una ligera carga negativa en el extremo del oxígeno. De esta
bipolaridad depende en gran parte el comportamiento del océano,
porque es necesario comprender que por estas la bipolaridad, las moléculas
de agua se enlaza unas con otras. La carga positiva en el extremo
del hidrógeno de una molécula atrae a la negativa en
el extremo del oxígeno de otra. Esta atracción -el enlace
de hidrógeno- es lo que mantiene unidos a los mares. En el
límite aíre-agua el enlace de hidrógeno crea
la tensión superficial que, podríamos decir, forma una
piel que permite a los objetos más pesados que el agua flotar
sobre ella.
El enlace de hidrógeno influye sobre la viscosidad del agua
y esta vicosidad es una medida de la fuerza necesaria para separar
las moléculas de un líquido y permitir el paso a través
de ella; simultáneamente es esta viscosidad la que permite
flotar a las criatura del mar y entorpece su desplazamiento. Lo mismo
ocurre cuando nadamos en el mar, solo que los habitantes del mar para
luchar contra la densidad y viscosidad del agua, emplean aletas para
este propósito, es decir, utilizan sus aletas para romper el
enlace de hidrógeno.
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