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La Córdoba de Maimónides 

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Estas páginas corresponden a la autobiografía imaginaria, escrita por Herbert Le Porrier en su libro "El médico de Córdoba", transcrita aquí por la actualidad que tienen, aunque Maimónides nació en Córdoba en el año 1135 y murió en El Cairo en el 1204.

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Aún no era Córdoba, mi ciudad, pero el germen ya estaba allí. ¿Qué importa que los romanos la convirtiesen en plaza fuerte? Ellos le imprimieron su genio imperio-samente con la construcción de un puente de piedra sobre el río y de un acueducto que iba a captar el agua de la sierra para hacerla llegar hasta el corazón de la ciudad. ¿Sabes que Séneca el retórico y Séneca el filósofo proceden de nuestra Judería? El destino se había puesto en marcha; ya no iba a detenerse.
El mundo era entonces como un tamiz sacudido por la cólera. Hubo imperios de un siglo e imperios de un día. Algo intentaba nacer, algo que nadie reconocía aún y que no nace más que para morir; me refiero al hombre en tanto que criatura particular. Jerusalén estaba destruida, Atenas olvidada, Alejandría en cenizas, Ispahán sumida en su leyenda, salvo en la nostalgia de un reducido número cuyo sueño insensato era reedificar una ciudad de bienestar. ¿Quién podía prever que la suerte designaría a Córdoba?


Hubo al comienzo una gran confusión, cuando los árabes invadieron la península. Pero apenas se hubieron instalado, al abrigo de sus alcázares, y ya su ferocidad había desaparecido para dar paso a su tradicional exquisitez. Traían en sus bagajes aquel refinamiento del gusto y aquellas sutilidades del goce del cuerpo y el espíritu que habían contribuido tanto a los esplendores de Oriente y a la envidia de Europa. Cuando nací, Córdoba estaba en su tercer siglo de paz y luz. No hay equivalente en la historia de los hombres de un logro semejante debido a la fusión de tres culturas, cada una de las cuales segregaba lo mejor para una elevación en común. El genio propio de un lugar privilegiado y el genio específico de tres pueblos fundamentalmente diferentes se conjugaron sin esfuerzo para dar curso al nacimiento de una obra. La comunidad hebraica, la menor en número pero la mayor en antigüedad, había depositado todo el ingenio que poseía para el estudio y la dialéctica, y la habilidad de sus manos para modelar formas; el Islam vertió la pedregosa poesía de las amplitudes sin límite, su arte de vivir y el orgullo de su arquitectura, desafiadora del tiempo; los latinos depositaron su pragmatismo y su resistencia, su ritmo y su buen sentido. Fue un matrimonio de amor y razón, que asociaba el alma y la carne, la libertad y el respeto a los demás, las corrientes de fondo y los remolinos de superficie; eso fue el milagro cordobés.


Sabes la aversión que siento por lo irracional y cómo me choca la palabra milagro, tan empleada con respecto a ello. Una gracia que se perpetúa durante trescientos años no toma sino de si misma sus fuerzas de mantenimiento y renovación. Aceptaría la palabra prodigio, pero con la reserva de limitarla a disposiciones naturales. La obra evolucionaba. Por supuesto hubo querellas y rivalidades, enfados y reconciliaciones, mezquindades y murmuraciones, abusos y crímenes. Pero nada podía apartar la ciudad de su prodigioso destino. Ciertamente, los árabes eran los amos y señores, y Alá, el Único, reinaba en el cielo. Córdoba no tenía elección. Se hizo árabe en la lengua y el modo de vestirse. Las costumbres, las almas permanecían puras. Al fin y al cabo Dios no ocupaba necesariamente el puesto que la tradición le asignaba. Aquellos niños que jugaban a la pelota en el camino de sirga, aquellos hombres que cruzaban el puente romano o se detenían ante las cestas de mimbre de los vendedores, aquellas mujeres que caminaban con paso rápido y menudo a lo largo de las fachadas blancas ¿qué eran: judíos, cristianos o musulmanes? Nadie hubiera podido decirlo. A nadie le preocupaba. Eran cordobeses, aunque acabasen de llegar de Tetuán o Zaragoza. La ciudad dibujaba tres semicírculos concéntricos junto al río: en el contorno los mozárabes españoles, en el medio los árabes musulmanes, en el centro la Judería. Pero las calles eran parecidas, las casas idénticas, la gente intercambiable y jamás tuve la impresión de franquear una frontera cuando cruzaba la ciudad de punta a punta; nunca me sentí desterrado, fuera de mi ambiente. Todos los habitantes de Córdoba habían adoptado aquel porte altanero impuesto por los árabes, hecho que inducía a comentarios del tipo como que los hombres eran soberbios, las mujeres intratables; y no había nada más superficial que esta opinión. Córdoba había fabricado un pueblo que en momento alguno tenía por qué agachar la cabeza. En las horas de rezo todos los rostros se giraban hacia el Este, y tal vez era éste el signo de la más profunda comprensión mutua: el que todos mirasen hacia la misma dirección. Un tercio de la ciudad descansaba el viernes, un tercio el sábado y un tercio el domingo, sin que nadie tuviese nada que objetar. Incluso habíamos convenido con los castellanos que jamás nos pelearíamos durante aquellos tres días, y no recuerdo que tal acuerdo se quebrantase nunca. Con motivo de las grandes fiestas que señalaban el final de las cosechas todos los pueblos se mezclaban armoniosamente en las plazas al son de los tamboriles y las guitarras. Múltiple y una a la vez, Córdoba gozaba de su libertad.


Ni rica ni pobre, a pesar de que apurando los términos hubiese ricos y pobres. Cada uno comía según su hambre, bebía según su sed y encontraba con qué cubrir su desnudez. El dinero que se acumulaba aquí o allá se repartía inmediatamente por la ciudad. Incluso el califa guardaba tan sólo lo que necesitaba para su mantenimiento. El palacio que se había hecho construir a seis leguas de la ciudad era más una cuestión de prestigio que de necesidad, y Al-Manzor, avergonzado de tal lujo, lo mandó derribar; los pórfidos de Cartago y Numidia sirvieron para edificar la biblioteca ciudadana, que se transformó en la más rica del mundo conocido.


En una época en que los habitantes de vuestras capitales del Norte arrastraban sus pies a través del polvo o chapoteaban por el barro, no había en nuestra ciudad una sola calle que no estuviera revestida de pavimentación, y no sólo para el bienestar del pie, sino también para el placer visual: ladrillos, baldosas y piedras de lava se entremezclaban en armoniosos arabescos, dameros tableros como de ajedrez, tresbolillos o estrellas policromas que eran la admiración de nuestros visitantes extranjeros. No había tampoco una sola casa que no poseyese su patio donde murmuraba una fuente, o se abría la palma, el mirto o la buganvilla.


Los conquistadores árabes, hombres del desierto, dedicaban a los manantiales de la sierra un culto casi religioso; a partir del sistema de conducción rudimentario de los romanos habían diversificado una red que transformaba toda la ciudad en un jardín en flor. Alrededor, en los aluviones del río, crecían el olivo y el granado, el arroz y la caña de azúcar, el algodón y las especias, cuya abundancia hacía fluir ríos de oro en la ciudad; y aún no he dicho nada de las fachadas blanquísimas, de los balcones forjados en volutas, de la belleza de los edificios públicos; nada aún de nuestras innumerables escuelas, de nuestros jardines llenos de cipreses, de nuestra universidad, la más reputada del mundo, donde se reunían cada estación tres mil estudiantes procedentes de todas partes.
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