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El mar, las profundidades y los peces.

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Todos los seres que habitan las profundidades oceánicas de la zona batipelágica son o carroñeros o predadores. Los carroñeros más pequeños son los copépodos, los anfípodos, las bacterias y otros minúsculos orga­nismos que se alimentan de la lluvia de partículas detríticas que cae de las regiones superiores. La lluvia de detritos se hunde lentamente, a razón de entre 0,30 y 3 m por día, y tarda unos 25 años en llegar al suelo de las fosas más profundas. A veces, entre el maná de pequeñas partícu­las, a los carroñeros más grandes les llegan golosinas de mayor tamaño, como una cáscara de coco o los restos de algún pez no devorado del todo por los depredadores de arriba.

Un rasgo distintivo de muchos peces de las profundidades marinas son sus grandes mandíbulas y sus pequeños cuerpos. Puesto que las oportunidades de alimentarse son pocas, su estrategia consiste en comer tanto como sea posible en cada oportunidad. En este aspecto, las cam­peonas son las anguilas voraces o peces pelícano, que parecen seres de fic­ción con cabeza de pelícano y largo cuerpo de serpiente. Sus descomu­nales mandíbulas les permiten engullir presas más grandes que ellas mismas, capacidad de la que también gozan otros peces de las aguas mesopelágicas más profundas, como los rapes o peces pescadores, que son o largo apéndice en cuyo extremo tiene un señuelo luminoso con el que atraen a sus presas capaces de tragarse presas tres veces más largas que su propio cuerpo.

Entre los peces de las aguas pelágicas más profundas y de las aguas batipelágicas superiores, los que manifiestan mayor diversidad son los rapes; unos tienen la piel lisa, otros espinosa y, por lo general, del color y la textura del terciopelo negro. Las hembras se distinguen notablemente de los machos. Por una parte, la primera espina de su aleta dorsal se ha convertido en un illicium o largo apéndice en cuyo extremo tiene un señuelo luminoso con el que atraen a sus presas; además, su tamaño es mucho mayor que el de los machos que, a su lado, parecen enanos. Además en muchas especies los pequeños machos son parásitos de las hembras, de las que se prenden clavando en ellas sus pequeños mandíbulas, hasta que la piel de ambos se funde y sus sistemas circulatorios quedan intercomunicados. El macho, así, acaba casi convertido en un simple saco de esperma.

Entre los peces de las crepusculares aguas mesopelágicas y los de las aguas batipelágicas, donde reina la más absoluta oscuridad, existen nota­bles diferencias, que responden a su adaptación a distintas condiciones ambientales. El pez mesopelágico tiene los ojos más grandes, y su reti­na, carente de conos, está compuesta sólo por bastoncillos, lo que, si bien no le permite distinguir los colores, le capacita, en cambio, para captar mayor cantidad de luz. Además, posee fotóforos, a menudo grandes y numerosos; sistema nervioso central bien desarrollado; sentido del olfa­to bastante agudo; esqueleto osificado; músculos bien formados; vejiga natatoria; branquias filamentosas, y corazón y riñones de gran tamaño.

En cambio, en el pez de las grandes profundidades batipelágicas, los ojos y los fotóforos son pequeños; el sistema nervioso central está poco desarrollado; las branquias son reducidas; la vejiga natatoria, atrofiada -cuando no carecen de ella-; el esqueleto, débilmente osificado, y el corazón y los riñones, pequeños.

Los cefalópodos -pulpos y calamares- de las aguas más profundas son más lentos y menos musculosos que los de aguas superiores. Estos últi­mos se cuentan entre los invertebrados más evolucionados, y su sistema nervioso está tan desarrollado que los científicos los analizan para com­prender mejor el sistema nervioso humano. Asimismo, sus ojos tienen gran agudeza visual y pueden detectar diferentes planos de luz polariza­da, lo cual les permite distinguir las formas. Por el contrario, el Cirro­thauma, o pulpo abisal es gelatinoso, flota como una medusa y es ciego.

Una revolución conceptual sacudió en los años sesenta los cimientos de las ciencias dedicadas al estudio de la Tierra: la teoría de las placas tectónicas, según la cual la litosfera está fragmentada en inmensas placas, que flotan a la deriva sobre un manto inestable de masas de magma o rocas fundidas. En su incesante movimiento, las placas colisionan, se rozan, se fracturan, se separan o se solapan por los bordes, modificando la configuración de la corteza terrestre.

La clave de la teoría de las placas tectónicas se halló en los suelos oce­ánicos, donde los investigadores observaron la existencia de complejas estructuras tectónicas, formadas junto a las las profundas grietas o rifts, que separan las placas. Tales estructuras orográficas submarinas son llamadas dorsales oceánicas y la más larga es la Dorsal Mediooceánica o Mesooceánica el fondo de todos los océanos, a lo largo de 64.000 kmts. El magma que aflora por las grietas forma sucesivos depósitos a ambos lados de la abertura y expande sin cesar el suelo oceánico, a razón de de unos 40 cmts. al año.

En la zona donde una placa se sumerge debajo de otra –fenómeno denominado subducción – se forman profundas fosas oceánicas, como la de las Marianas- el Pacífico, que se hunde hasta 10.920 m. Debido al calor desprendido del rozamiento de las placas y al calor procedente del magma del manto, la roca de la placa subducida se funde y forma nueva­s acumulaciones magmáticas, que presionan en la placa superior y salen en forma de erupciones volcánicas a través de los resquicios que encuentran en ella. A lo largo de las dorsales se descubrieron también chimeneas hidrotermales, por las que afloran aguas subterráneas muy calientes y cargadas de sustancias minerales, circunstancias que propician un rico entramado de vida abisal que no depende de la fotosíntesis para prosperar, lo cual asombró a los biólogos marinos.