Portada

Los oradores griegos     

Otros textos

 

En un país en que todos los asuntos de gobierno y de todas las causas se resolvían después de haber oído discursos, los que sabían hablar podían pedir mucho. Unos pronunciaban discursos en la Asamblea para persuadir al pueblo de que adoptasen resoluciones que aconsejaban con respecto al gobierno interior, la guerra o la paz. Por eso, los oradores fueron en Atenas personas influyentes. Eran hombres de Estado cómo Pericles, Cleón y, más tarde, Demóstenes. Juzgaban también las causas jurídicas de los ciudadanos, pero la Asamblea de justicia, llamada heliea, era mucho menos nu­merosa que la de gobierno.

Todos los años se nombraban por sorteo los miembros de ella. Eran probablemente 6.000 en total, pero no todos se reunían a la vez, ya que estaban divididos en secciones de 500 miembros cada una. Por la mañana, los miembros se reunían en la plaza pública.

Se sorteaba para saber en qué local celebraría audiencia cada sec­ción a qué día y a qué clase de causas habían de juzgar.

Un magistrado presidía el tribunal, constituido de ordinario por quinientos ciudadanos, a veces por mil y, en ocasiones especiales, la cifra podía elevarse hasta mil quinientos o dos mil.

Los dos litigantes se presentaban en persona, porque ellos mis­mos debían defenderse. Hablaban por turno un tiempo determinado. En la sala había un reloj de agua. El litigante tenía derecho a hablar todo el tiempo que caía el agua, pero no más.

Cuando habían terminado los discursos, los jueces, sin delibe­rar entre ellos, votaban depositando en una urna piedrecitas blan­cas o negras

Los más an­tiguos hablaban con sencillez, sin gritar ni gesticular. Pero, a partir de Cleón, la mayor parte de los oradores tomaron la costumbre de hablar con viveza, paseándose por la tribuna y moviéndose mucho.

Se cuenta que Demóstenes, el más famoso orador de la Asamblea , tuvo un comienzo muy pobre, porque era tartamudo y este defecto quitaba mucha fuerza a las ideas que exponía. Entonces, construyó un subterráneo en el jardín de su casa y se rapó la cabellera, en un tiempo en que la cabellera y la barba eran signos de distinción, de modo que no podía salir a la calle con esa presencia. Para mejorar su discurso, se echaba a la boca piedrecillas de la playa para obligarse a pronunciar con claridad; además utilizó sus manos y sus brazos para dar mayor fuerza a los parlamentos; por último, hizo un arte en dar el volumen a su voz cuando lo requería su discurso. De vuelta a la Asamblea , desde el primer momento conquistó a sus escuchas.

En años posteriores, porque la ley no permitía que los litigantes presentaran a un abogado que hablará por él, éste debía hacer su propia defensa. Pero nada impedía que encargase de hacer el discurso a otra persona. A partir de fines del siglo V a.C., hubo oradores que hicieron de esta modalidad un oficio y el redactar discursos para los particulares que se los pagaban a buen precio, era la forma de financiar sus vidas. El litigante se aprendía estos discursos de me­moria y lo recitaba ante los jueces. De estos fabricantes de discursos, dos sobre todo fueron célebres, Iseo y Lisias. No eran ciudadanos de Atenas ni tenían el derecho de hablar ante el tribunal ni ante la Asamblea.

Pericles y Cleón, los oradores griegos más antiguos, no escribían sus discursos, y de su elocuencia no tenemos sino lo que nos dice la fa­ma. Solamente a partir de fines del siglo V a.C. los oradores atenienses empezaron a escribir sus discursos, unas veces en el momento de componerlos, otras después de haberlos pronunciado.

Se han conservado oraciones de diez de estos oradores, que to­dos vivieron en Atenas desde fines del siglo V hasta igual período del IV a.C. Se les llama los diez oradores áticos. Atenas fue en dicho período la ciudad de la elocuencia.