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¿Qué es lo que se transmite de generación en
generación para hacer que los hijos se parezcan a los padres?
Seguramente ésta es una de las cuestiones más fundamentales
de la biología, y una a la cual se han dado muy diversas clases
de respuestas. En los siglos pasados, los biólogos dedicaban
esfuerzos considerables al intento de calificar y definir los principios
metafísicos de la vida capaces de guiar el desarrollo y la
diferenciación; esto, ahora, puede parecemos bastante inútil,
pero era más cuerdo que algunas de las proposiciones que se
han hecho en relación con la base física de la herencia.
Entre ellas era notable la teoría que llevó el título
de preformación, pero incluso aplicando la mayor simpatía
histórica, hoy, es de maravillarse ante los extremos de absurdidad
a que fue llevada esta teoría. Y, con todo, gozó de
amplia aceptación por gran parte del relativamente moderno
e intelectualmente maduro siglo XVIII. Según los preformacionistas,
el desarrollo de un individuo no implicaba la formación de
estructuras corporales nuevas, sino que sólo admitían
el aumento de tamaño de las previamente existentes.
El origen de esta teoría cabe atribuirlo en parte a un accidente.
Sucedió que durante los calores del agosto italiano, Malpighi,
el gran biólogo del siglo XVII, realizó un estudio sobre
el desarrollo del pollo. Sus observaciones, efectuadas con un microscopio
sencillo, fueron admirables en muchos sentidos, pero la elevada temperatura
pudo muy bien haber incubado los huevos rápidamente llevándolos
a un inusitado estadio de su desarrollo, y por desgracia, Malpaghi,
no se preocupó de examinar los huevos antes de la puesta. De
este modo no consiguió descubrir ningún punto germinal
que le presentase signos de desarrollo y concluyó que vemos
una continua aparición de partes, pero nunca su primer origen.
A los filósofos la idea les pareció intrigante. El francés
Malebranche escribió: "Hemos de suponer que todos los
cuerpos de los hombres y de los animales que han de nacer hasta la
consumación de los siglos habrán sido productos directos
de la creación original; dicho en otras palabras, que las primeras
hembras fueron creadas con todos los subsiguientes individuos de sus
propias especies en su interior".
El holandés Swammerdam, también experto en el manejo
del microscopio, pero con inclinaciones místicas, vio en la
preformación una explicación del pecado original. "En
la naturaleza -escribió- no hay generación, sino solamente
el desarrollo de partes. Así se explica el pecado original,
pues todos los hombres estaban contenidos en los órganos de
Adán y Eva. Cuando su depósito de óvulos se agote,
la raza humana dejará de existir."
A comienzos del siglo XVIII, la doctrina de la preformación
gozaba de la aceptación casi general y la principal causa de
controversia era si los embriones en miniatura preformados estaban
en los óvulos de las hembras o en los espermatozoos de los
machos. Este punto de vista era apoyado por investigadores tan entusiastas
que proclamaban haber visto al microscopio formas humanas diminutas,
completas con brazos, piernas y cabezas, en el interior de los espermatozoos
humanos. Gautier llegó a publicar un dibujo de un caballo microscópico
en el semen equino y también observó las grandes orejas
del animálculo correspondiente en el semen de un asno.
Los microscopistas fácilmente pueden ser inducidos a error
por una imaginación vivida, lo que también ha ocurrido
en épocas más recientes. Lo realmente absurdo de la
doctrina de la preformación era el inmenso número de
huevos o semillas con que habían de estar dotados los animales
ancestrales. En 1772 se hizo el cálculo de que, incluso tomando
como base la edad atribuida al mundo en la Biblia, de alrededor de
seis mil años, el número de conejos contenidos por el
primer conejo debía estar alrededor de los cien mil. Ni siquiera
esta consideración bastó para disuadir a muchos biólogos
prominentes de aquel tiempo.
A medida que los investigadores dispusieron de mejores instrumentos,
y de una disciplina intelectual más rigurosa, los informes
acerca de los animálculos fueron sustituidos por informes sobre
los núcleos y sus cromosomas.
Los especialistas en genética desarrollaron la idea de las
unidades hereditarias o genes dispuestos en filas en los cromosomas.
Pero solo desde alrededor de 1940 ha sido posible impulsar el análisis
hasta el nivel molecular. Desde luego, esto es precisamente lo que
los bioquímicos desean hacer con cuantos fenómenos biológicos
sea posible. Por otra parte, también es un progreso acerca
del concepto de cromosoma, porque abarca el gran número de
microorganismos que carecen de un aparato nuclear y cromosómico
bien definido morfológicamente, pero a pesar de ello consiguen
transmitir caracteres hereditarios a su descendencia, y se trabaja
con microorganismos, los cuales, como material de experimentación,
ofrecen la enorme comodidad de ser capaces de producir muchas generaciones
entre el comienzo y el final de la jornada de un investigador.
Actualmente se cree, con justificaciones experimentales excelentes,
que el material genético posee el carácter químico
de ácido desoxirribonucleico (en forma abreviada ADN). En la
estructura del ADN están los factores que determinan la herencia
de la prole. La forma del futuro adulto está contenida allí;
sin embargo, no está en forma simplemente comprimida en un
pequeño espacio, sino transformada en un tipo distinto de forma.
Un progenitor no produce un embrión pequeñísimo
que simplemente ha de crecer para hacerse mayor, sino un conjunto
de instrucciones descriptivas precisas sobre el modo de hacer un embrión.
Las instrucciones están englobadas en una clave lineal, como
una cinta de alfabeto morse; tienen que ser descifradas o leídas
para ponerlas en obra antes de que surja una forma que sea reconocible
como un organismo vivo en embrión.
Además, como es absurdo suponer que todas las instrucciones
genéticas que existen en la actualidad han existido desde el
principio del mundo, debe de existir un buen mecanismo para copiar
o duplicar las instrucciones con considerable fidelidad.
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