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Profundidad de los mares

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Miles de flotas recorrieron los mares desde muy antiguo y a pesar de que el conocimiento humano de las profundidades oceánicas iba avanzando, durante el primer milenio de la navegación, sólo se logró un conocimiento superficial de los océanos y, desde luego, de lo que sabía menos era de sus profundidades. La historia nos dice que fue Fernando de Magallanes el primero que intentó un sondeo en mar abierto. Después de salvar los peligros del estrecho que lleva su nombre y alcanzar las aguas del océano que llamó Pacífico, en mar abierto, lanzó al agua una plomada con toda la cuerda que tenía, que era de un largo de 180 metros. Fue la primera medida de la profundidad del mar; esta cifra forma parte del legado del gran navegante. Y en éste, hay que anotar que descubrió el estrecho que lleva su nombre y que, cruzarlo, lo llevó a la mayor extensión marina a la que dio el nombre de Océano Pacífico y que Magallanes fue el primero que circunnavegó la completa redondez de la Tierra.


El viaje científico más importante, después del que efectuó Darwin en el Beagle, fue el del Challenger, que zarpó en 1872, recorrió 69.000 millas marinas en 42 meses y puso por primera vez al mundo frente a la realidad de las profundidades oceánicas. Por eso, resulta curioso anotar que sir Wyville Thoamson, pasó de la creencia infantil de un mar estratificado, con esqueletos flotando en un nivel y doblones de oro en otro, a la convicción adulta de que por debajo de 300 brazas la vida era imposible.

Las razones eran tan evidentes para él como para la mayoría de los biólogos de su época, pues creían que por debajo de lo 550 metros no penetraba la luz, y que el agua era viscosa y densa, y mantenía una presión hidrostática espantosa. "A 2.000 brazas -escribió Thomson-, el cuerpo de una persona soportaría un peso equivalente al de veinte largos trenes de mercancías cargados de barras de acero". En sus cálculos físicos sobre las profundidades marinas, Thomson y sus contemporáneos tenían gran parte de razón. Sin embargo, sobre la capacidad de adaptación de la vida a las condiciones del medio oceánico estaban equivocados, como lo comprobó la propia expedición del Challenger, cuyas redes extrajeron miles de extrañas criaturas de las profundidades donde la vida se creía imposible. Los hallazgos llenaron 50 gruesos volúmenes. La moderna ciencia de la oceanografía nació en la cubierta de aquel pequeño barco.


Hasta bien entrado el siglo XX, las herramientas de la época del Challenger,- dragas y termómetros-, seguían siendo los mismos medios técnicos en la exploración de las profundidades marinas. En 1930 se estrenó la batisfera, de Barton y Beebe, que se sumergía colgada de un cable, pero en 1948 Aguste PIccard, construyó el primer batiscafo - dos palabras griegas que significan "profundidad" y "barco ligero", perfeccionaopara que en 1959 su hijo Jacques y Dan Walsh, descendieron a 10.910 metros de profundidad en la fosa de las Marianas. Si alguna forma sirvió de modelo a la batisfera, fue la bala de cañón. En los más de sesenta años trascurridos desde la inmersión precursora de Beebe, esta sencilla forma se modificó rápidamente.

Los modelos para las nuevas generaciones de sumergibles oceánicos. Thomson y otros precursores de la oceanografía del siglo XIX destruyeron el mito del abismo como vacío. Pero aunque desterraron la vieja creencia de la inexistencia de vida abisal, dejaron intacta la no menos arcaica noción de la inmutabilidad de los suelos marinos. Ha correspondido a los oceanógrafos del siglo XX el dar una respuesta a esta cuestión pendiente. Las exploraciones realizadas en los años setenta en el fondo de grandes fosas oceánicas por sumergibles de inmersión profunda tripulados, como el Alvin, no sólo descubrieron fuentes de vida propias en los suelos abisales (las chime-neas hidrotermales), sino también lugares donde esos suelos se expanden sin cesar debido a la acumulación de la lava que brota por las grietas que se abren entre las placas tectónicas en contacto (las dorsales mediooceánicas). El viejo abismo estático es hoy un abismo en permanente transformación.