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El oso fue un animal totémico en las culturas paleolíticas
y neolíticas del hemisferio norte, y continúa siendo
un animal emblemático en la cultura occidental. Por su gran
tamaño y su aspecto casi humano cuando se yergue sobre sus
patas posteriores, ocupa un lugar indiscutible en la heráldica,
la historia y la leyenda.
Con su cuerpo pesado y su andar plantígrado, el oso parece
un animal torpe y de movimientos lentos; sin embargo, posee una gran
agilidad: es capaz de trepar, nadar y emprender fulgurantes carreras.
Es un animal de reacciones imprevisibles, en especial cuando se siente
acorralado, y puede ser peligroso, sobre todo por las particularidades
de su conducta reproductora. Las hembras defienden como un tesoro
su escasa progenie contra cualquier intruso -y en este caso los hombres
son considerados una gran amenaza-, y los machos se enfrentan a sus
oponentes en lucha feroz por el apareamiento. Pero dado que las osas
están en celo durante un breve período y son promiscuas,
los machos intentan copular con el máximo número de
hembras y, para evitar el peligro, a veces
mortal, de enfrentamiento con otros machos de la misma talla, expulsan
de sus dominios o matan a los más jóvenes. Si durante
esta época algún ser humano penetra en el territorio
del macho -cosa que sucede a menudo en las regiones donde los osos
son aún abundantes, como los parques nacionales estadounidenses
de Glacier y Yellowscone-, cabe la posibilidad de que el animal, con
su acusada miopía, lo confunda con uno de sus congéneres
de menos edad y lo ataque sin contemplaciones. En este sentido, no
hay que olvidar la descomunal fuerza de sus brazos ni sus terribles
garras. La mayoría de los ataques sufridos por el hombre son
consecuencia de su intrusión en los dominios del oso, ya que
por lo general este animal suele evitar la presencia humana.
El oso pardo (Ursus arctos) es una especie relativamente reciente,
que sólo desde hace unos pocos millones de años se diferenció
de su especie hermana, el oso polar. Su origen es euroasiático,
y su presencia en América, donde sólo ocupa la zona
noroeste del continente, es reciente.
En Estados Unidos y Canadá, el oso pardo americano recibe el
nombre de grizzly, epíteto que alude no sólo a su pelaje
pardusco, sino también al horror que inspiraba a los primeros
colonos, que a menudo se topaban con él cuando entraban en
sus vastos territorios. Los indios también temían y
respetaban al grizzly, y los jóvenes de algunas tribus daban
prueba de su valor matando un oso; si conseguían tal proeza,
hacían un collar con las garras de la fiera y lo llevaban con
orgullo.
El naturalista estadounidense George Ord se basó en el segundo
significado de grizzly cuando puso a este particular oso pardo el
nombre científico de Ursus horribilis. Durante años,
se consideró que el horribilis era una especie exclusiva de
América del Norte, pero luego se clasificó como una
simple subespecie del pardo (U. arctos horribilis), el oso de mayor
difusión en el planeta. En América del Norte cambien
vive otra subespecie de oso pardo, el oso Kodiak (U. a. middendorffi),
cuyos machos pueden alcanzar 800 kg de peso. Antiguamente, el grizzly
vivía en toda la parte occidental de América del Norte,
pero en la actualidad se concentra en Alaska y el noroeste de Canadá
(con una población de unos 50.000 ejemplares), y, en menor
grado, en las áreas protegidas del oeste de Estados Unidos:
Idaho, Wyoming y Washington (entre 600 y 900 ejemplares). Por su parte,
el oso Kodiak vive en la isla homónima y en las adyacentes
Afognak y Shuyak, frente a la península de Alaska.
John Muir, naturalista y explorador californiano, decía que
para el grizzly casi todo sirve de alimento, salvo el granito. Y,
en efecto, el grizzly no sólo consume enormes cantidades de
raíces, tubérculos, setas y bayas, sino también
animales de todo tamaño, desde insectos, ardillas y demás
roedores hasta grandes uapitíes y alces. En verano, cuando
los salmones remontan los ríos para desovar, los osos de las
zonas costeras de Alaska se congregan en los rápidos y en los
saltos de agua y, dejando de lado su carácter solitario por
unas semanas, forman grupos de hasta 80 individuos. Tan pronto como
llegan a la orilla del río, se distribuyen según una
estricta jerarquía: los machos dominantes se apropian de los
mejores territorios de pesca; a continuación, eligen las madres
con crías, luego las hembras sin oseznos, los machos no dominantes
y, por último, los osos solitarios de menor tamaño.
Esta jerarquía permite una sociedad estable en la que las peleas
son mínimas, pero aun así los conflictos son inevitables,
sobre todo por parte de las hembras, que protegen celosamente a sus
cachorros. A pesar de este celo protector, a veces los oseznos se
confunden de madre y siguen a otra hembra. En estos casos, la madre
adoptiva se ocupa de todos los cachorros y, cuando la estación
de pesca termina, les deja elegir entre quedarse con ella o regresar
junto a su verdadera madre.
A fines de verano, la abundancia de arándanos y otras bayas
distrae la atención de los osos y éstos se alejan de
los ríos. Los grupos que se habían formado se disgregan
y los plantígrados reemprenden su vida en solitario. A partir
de entonces comienzan a atiborrarse de bayas, setas y otros alimentos
hasta que, al llegar el invierno, se refugian en su osera y entran
en un profundo letargo que durará hasta la primavera siguiente.
El letargo invernal del oso no es una hibernación verdadera
porque, si bien el ritmo cardíaco se hace cinco veces más
lento durante las primeras semanas, la temperatura interna apenas
disminuye. Así se explica que el animal se mantenga vigilante
durante el sueño y que, cuando alguien camina sobre su osera,
lo advierta de inmediato. En verano, cada tres años, la hembra
se aparea, pero el óvulo fertilizado no se implanta de inmediato
en el útero, sino que entra en una fase diferida que se prolonga
hasta bien entrado el otoño. Esta demora de la gestación
permite a la osa acumular la grasa necesaria para invernar en su cubil
y amamantar a sus cachorros. La gestación dura unos dos meses,
y la hembra da a luz, por lo general en enero, entre dos y tres crías,
que nacen ciegas, sordas, recubiertas de un pelo escaso y completamente
desvalidas. Los diminutos oseznos, que apenas pesan 300 o 400 gramos,
son alimentados con una leche que contiene hasta un 33% de grasas,
pero, dado su tamaño y la lentitud de su crecimiento, la merma
que producen en las reservas de la madre es insignificante. Al llegar
la primavera, la madre abandona con frecuencia la osera para alimentarse,
dejando a los cachorros expuestos al ataque de los depredadores. Poco
después, entre abril y mayo, cuando cesa la lactancia, que
dura unos cuatro meses, la osa permite a los cachorros salir del cubil
y empieza a enseñarles las técnicas de recolección
y caza. Los oseznos presentan ya un pelaje suave y abundante. Con
la llegada del verano, su crecimiento se acelera, pero la madre continuará
ocupándose de ellos y los defenderá con fiereza hasta
los dos años. Las hembras alcanzan la madurez sexual entre
los 3 y los 3,5 años de edad, y los machos, entre los 4 y los
5 años.
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