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Palestina antigua

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En los albores del período histórico, en la franja situada al sur de Siria, atravesada por el valle del Jordán, estaban establecidos los cananeos. Allí se hallaba uno de los más antiguos focos de civilización conocidos: Jericó, cuyos habitantes venían desempeñando el papel de intermediarios en las relaciones comerciales entre el mundo mesopotámico y el valle del Nilo. Pero el verdadero protagonista de la historia palestina es el pueblo hebreo, semita, cuyas creencias, recogidas en la Biblia, se cuentan entre las doctrinas religiosas y morales que mayor influencia han ejercido a lo largo de la historia.
Al parecer, en torno a 1200 a.J.C. los israelitas, cruzaron el río Jordán e irrumpieron en el país de los cananeos - que los llamaron hebreos, que quiere decir extranjeros o gente de la otra orilla -, lo hicieron aprovechándose de la debilidad de Egipto, que se iba replegando progresivamente de Asia.
Pero apenas establecidos, el reflujo de los llamados pueblos del mar alcanzó a Palestina. Pertrechados ya con armas de hierro, uno de estos pueblos, los filisteos (de cuyo nombre deriva el de Palestina) acabó por someter toda la región, subyugando a cananeos e israelitas.


Hacia el año 1000 a.C., con el rey David, los israelitas modificaron a su favor la situación, y los filisteos desaparecieron de la historia. David fijó la capital en Jerusalén e Israel entró en una fase imperialista que le llevó a dominar una amplia región entre el Mediterráneo y el alto Eufrates. Pero los pueblos conquistados (moabitas, edomitas, ammonitas) no tardaron en sublevarse, y el reino de Israel, tras la muerte de Salomón (922 a.C.), hijo y sucesor de David, se escindió en dos Estados: Israel, al norte, centrado en la región de Samaría, y Judá, al Sur, con capital en Jerusalén. La presencia del poderío asirio en el escenario palestino en el siglo IX a.C., obligó a Israel a aliarse con Judá y con los Estados sirios.
Tras la derrota de Asiría, reinando Acab (o Ajab) en Jerusalén, y en tanto este imperio recobraba fuerzas, Israel hubo de enfrentarse con sus anteriores aliados sirios antes de lanzarse a la recuperación del perdido esplendor de los tiempos de David.


El resurgir asirio bajo Sargón II (sigloVIII a.C.) se tradujo en la destrucción de Israel. Los asirios habían adoptado la costumbre de deportar las oligarquías de los pueblos conquistados, a fin de que éstos, privados de jefes, fuesen fácilmente sometidos. La clase dirigente de Israel sufrió esta suerte.
En cuanto a Judá, Senaquerib, sucesor de Sargón, sitió Jerusalén (701 a.C.), pero no consiguió expugnarla, pues la amenaza egipcia y los desórdenes internos le aconsejaron levantar el asedio. Judá reconoció un vasallaje formal respecto de Asiría, y ello le permitió conservar su identidad, pero en cuanto esa potencia empezó su declive, los judíos reafirmaron su independencia - 640- 609 a.C. Incluso se lanzaron a una política expansiva, posible por el vacío que había dejado en la región la decadencia de Asiría. Pero cuando emergió el Imperio neobabilónico, hacia 600 a.C., Judá volvió a entrar en la esfera de influencia de un poder extranjero.


Nabucodonosor II, en 609, conquistó Jerusalén, destruyó el templo de Salomón y deportó a la aristocracia judía a Babilonia. Este período, conocido como de cautividad, inició el fenómeno de la diáspora y representó, paradójicamente, un momento de auge de la cultura hebrea, con la compilación de la Biblia y la sistematización de otras doctrinas tradicionales. Cuando el Imperio neobabilónico fue destruido por los persas, éstos permitieron a los judíos deportados regresar a la patria a condición de reconocer su vasallaje. No todos retomaron, pero los que lo hicieron constituyeron un foco cultural y religioso cuya máxima expresión fue la reconstrucción del templo de Salomón (completada hacia 515 a.C.).
El prolongado período de paz bajo la dominación persa, en cuyo transcurso el arameo desplazó al hebreo como lengua de uso, dio paso, sin sobresalto alguno, a la incorporación de Judea al imperio de los sucesores de Alejandro Magno (siglo III a.C., Tolomeos de Egipto primero, Seléucidas de Siria después).


El nuevo ámbito político facilitó aún más la diáspora judía, y se inició un provechoso contacto con el mundo cultural helenístico. La traducción de la Biblia al griego en Alejandría (versión de los Setenta) significó un paso decisivo en la difusión universal de las doctrinas hebreas.
Sin embargo, los Seléucidas, rompieron la tradición de tolerancia de la que se habían beneficiado los judíos hasta el momento, y trataron de imponer una helenización forzosa en la cultura y la religión. La resistencia quedó plasmada en los libros bíblicos de Daniel y Ester y en la rebelión capitaneada por los hermanos Macabeos (160 a.C.). El debilitamiento del Imperio seléucida, carcomido por las luchas internas, devolvió a los judíos cierta tranquilidad e incluso la independencia durante un siglo, gobernados por unos sacerdotes-reyes descendientes de los Macabeos, hasta la anexión por Roma a mediados del s. I a.C.


Roma ya había conquistado Siria y aprovechó las luchas dinásticas que sacudían Jerusalén. Los romanos reconocieron como rey a Herodes (73-4 a.C.), hijo de Antípatro, un alto dignatario judío favorable a Roma. Herodes, muy helenizado aunque cumplidor de la ley mosaica, llevó el orden y una relativa prosperidad a su pueblo, pero se ganó la enemistad de los celosos de la ortodoxia. Éstos alimentaron un clima apocalíptico y de expectativas mesiánicas, que convirtieron Palestina en un hervidero de rebeliones que los reyes, siempre sostenidos por Roma, no consiguieron superar, arrostrando ellos mismos una gran impopularidad con independencia de lo acertado de su gestión.


Esta atmósfera de deterioro estalló en 66 d.C. en una rebelión que culminó en el año 70, siendo Tito emperador en Roma, con la toma de Jerusalén y la destrucción definitiva del templo. Tras este episodio, puede darse por concluida la historia de una Palestina judía.