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C U E N T O S  y   E P I S O D I O S

A Victoria Benado R.

CUENTOS Y EPISODIOS

Jorge Orellana Mora

INTRODUCCION
LA DESPEDIDA
EL PADRE NO DESEADO
DUPLEX
EL MAYORDOMO
SORTILEGIO DE DOS PALABRAS*
EL CAPO
LA MILAGRERA
PAREJAS DISPAREJAS
DANIEL Y LOS PERROS
LOS DOS HERMANOS
LAURA
EL PERIODISTA

EL OJOS VERDES

EL ABUELO
TODO UN CASO
DURA LEX
EL CONVENTILLO
EL COMETA PELTIER
LA RAZÓN DEL VINO
DON ANSELMO
NôTRE DAME
DEFENSA PROPIA
EL AMÉN
LA HONRADEZ DE CÉSAR
EL HOMBRECITO DEL TRAJE NEGRO
RATERILLOS
HOMO SAPIENS

Cuentos y EpisodiosEL CONVENTILLO

El conventillo - algunos lo llamaban cité - se componía de unas quince piezas, con un patio rectangular hacia el que se abrían todas las habitaciones. El piso era parejo, salvo las canaletas marcadas por las aguas lluvias de los inviernos que se escurrían del techo, éste estaba cruzado de tablas aplastadas por piedras o pesados ladrillos, para que no se volaran las tejas con los vientos. A trozos, el artesonado tenía manchas de musgo.
Por las mañanas el patio se llena de olor a carbón de espino mezclado al de humo de papeles de diarios que las vecinas utilizan para encender los braseros en que preparan el desayuno de sus maridos. Al poco rato, el patio huele a pan tostado y a café. Hacia las siete y media, todos los hombres se han marchado a sus trabajos.
Cumplida la primera tarea del día, las mujeres van al pilón del fondo para lavarse las manos y la cara, llenar sus teteras de agua ahora para preparar el desayuno de los hijos.
Algunas disponen té y otras sacan mate y bombilla.
A mediamañana las tres artesas del pilón están llenas de ropas remo-jándose en lavazas de jabón amarillo, de fuerte olor. En los braseros, para hervir el agua, las mujeres han colocado tarros parafineros manchados hasta los bordes de negro de humo.
Al pie de cada artesa, semihundidas en el barro, hay unas gruesas tablas que prestan alguna protección a las lavanderas. Después de hervir el agua, las mujeres cubren los braseros con secadores de mimbre para extender camisas, calzoncillos, calcetines y pañuelos, para aprovechar el calor del rescoldo.
Lavar ropa es un trabajo cansador.
La mayoría de las lavanderas - y casi todas empiezan de niñas - tienen curvada la espina dorsal, como consecuencia de un trabajo de años. Eso les sucede porque, para tener más fuerzas, se agachan sobre la artesa empleando el peso de sus cuerpos al restregar la ropa. Las prendas aumentan su lastre al chupar agua, especialmente las sábanas que dan doble trabajo para moverlas, restregarlas o torcerlas. Los brazos se cansan, los músculos de los hombros se agarrotan y no permiten los movimientos bruscos. Horas y horas de pie sobre terreno húmedo abren el camino a reumatismos o a várices.
Los ruidos son los habituales: el agua que corre en el pilón, el canto de las escobillas que restriegan las prendas mojadas y las mujeres que conversan en voz alta, sin preo-cuparse de que todos se enteren del objeto de sus parloteos.
- Parece que el Toño jodió a mi sobrina. ¡Yo no sé qué irá a pasar!
- Tendrá una criatura, doña María. ¡Total no es la primera a la que le pasa...!
-¡Es que recién ha cumplido los quince, Olguita!...

El conventillo

- Bueno, a mí me desgraciaron a los dieciséis, y no me arrepiento. El Juan está hecho un hombrecito y me ayuda bastante. ¡Nunca se sabe, doña María!
- Mire, no sería ná, pero el Toño ya anda en los tragos y es rosquero; yo no anticipo nada bueno.
- Y a mí, el pálpito me dice que será un buen padre. Creo que la quiere...Se le nota cuando la mira ...
- Sí, eso sí; pero ya sabe cómo son los hombres, Olguita. Mientras comen triguito, están contentos. Depués, ¡si te he visto no me acuerdo! El cariño dura poco.
- Esperemos, doña María, esperemos.
- La esperanza mantiene, pero no engorda, Olguita.
- También lo decían en mi tierra; es bueno tener esperanzas, ¿qué sería de los pobres, sin esperanzas?
- ¡Ay, Olguita! - suspiró doña María -. ¡No sé si vale la pena vivir esta vida!
- ¡Ahí sí que no, doña María! Yo prefiero estar vivita y coleando. ¡Muerta, una ni siquiera puede hablar!
Callan, porque hay que seguir trabajando.
Al otro lado del patio, niños y niñas juegan al luche; el juego obliga a los parti-cipantes a saltar en una pierna y, con el pie de la misma, empujar una piedra plana o un pedazo de teja para avanzar hasta llegar a semicírculo de cabecera llamado el Mundo.
Yo estoy sentada en un banquillo y observo cómo juegan. Me llamo Margarita y tengo nueve años. He tenido mucha fiebre durante varios días. Estoy recién levan-tada y me siento muy débil; mis piernas no me quieren llevar hasta dónde yo deseo, por eso, estoy sentada.
Acuno en mis brazos la muñeca que me regaló mi mamá. Su cara es muy bonita y tiene los ojos azules, pero una de sus piernas está muy floja y se da vuelta al revés, como le pasa al Pelluco, que debe usar una muleta y su pierna corta se golpea contra ella cuando camina rápido. Yo quiero mucho a mi muñeca; por eso, he tratado de arreglarle la pierna mala con un elástico, pero no sirve y sigue con la pierna suelta, como la del Pelluco. La acuno en mis brazos y cierra sus ojitos. Me gusta su boca, pequeñita y roja; yo le doy besitos a cada momento. Todas las niñas me piden a mi Juanita para jugar; es que ellas solo tienen muñecas de trapo, que son muy blandas; es como si no tuvieran huesos.
Desde hace tres años voy a la escuela.
Me gusta ir a la escuela porque hay más niñas de mi edad. Mi profesora, a la que quiero mucho, dice que tengo muy buena memoria y que eso es bueno para mí.
Es verdad que puedo repetir, sin leer, todo lo que está en mi libro de lectura. Lo que no me gusta son las clases de Historia, porque siempre hay guerras y los hombres se matan con fusiles y cañones. La señorita nos explica que las guerras se hacen para que los pueblos sean soberanos, libres e independientes. No lo entiendo. Yo no soy libre, pues debo obedecer a mi mamá, a mi profesora y a Dios.
En mi libro de Lectura hay narraciones que me gustan mucho. Está la historia de los tres hermanos, No quiero, No Puedo y Probaré. Mi mamá gozó con este cuento.
- Es una buena historia - me dijo. Enseña que hay que tener voluntad para hacer las cosas sin importarnos que parezcan difíciles. Se quedó pensativa, conteniendo el deseo de suspirar. Le pregunté qué le pasaba.

El conventillo

- Tú serás distinta - me dijo. Yo nunca pude ir a la escuela; tenía que cuidar a mis hermanos. Tú, ya sabes leer y puedes escribir.
- ¡Y me sé hasta la tabla del l2! - la interrumpí.
- Sí - balbuceó con tristeza. También eso te hará falta. ¡Seguro!
Yo era muy chica cuando murió mi papá, y no lo recuerdo. Encima de la cómoda hay una foto que miro cada noche antes de irme a acostar. Mi mamá está sentada y un hombre con el pelo revuelto y grandes bigotes, muy derecho y tieso, afirma un brazo en el respaldo de la silla. ¡Es todo lo que tengo de mi papá!
A comienzos de año, ocurrió algo que cambió mi destino, completamente. ¡Mi madre me dio un nuevo padre!
Sucedió así.
Varias veces, al despertar por las noches, mi mamá no estaba en la cama. Nunca me asusté. Me daba la vuelta y seguía durmiendo. Pero, una noche tuve una pesadilla horrible: soñé que me caía de un árbol muy alto y a medida que iba cayendo los cascajos del suelo se iban transformando en unas enormes piedras contra las que iba a estrellarme. Me co- rría un sudor frío por la espalda, sentía el estómago estrujado, y podía presentir el dolor que sufriría al chocar mi cuerpo contra esas piedras.
Desperté, gritando; en la boca tenía un regusto ácido porque había vomitado algo tibio y espeso en la almohada. Al darme cuenta de que mi madre no estaba a mi lado, me puse a llamarla a gritos. Unos instantes más tarde, apareció en la puerta, cubierta con un chal negro. Me abracé a ella.
- ¿Qué pasa, mi niñita? - me preguntó con una voz en que se mezclaba la ternura y el sobresalto -. ¿Por qué lloras? ¡Si yo estaba ahí, no más!
Vio que había vomitado y me limpió la cara con un paño húmedo; eso me despertó totalmente y me sorprendí mucho, porque al emplear ambas manos para atenderme, el chal negro se le escurrió por la espalda ¡y estaba completamente desnuda!
Apagó la luz y se puso un camisón. A obscuras terminó de limpiarlo todo, me tomó en brazos y se acostó a mi lado. Me apretujé contra su cuerpo y no tardé en quedarme dormida.
Al día siguiente, mientras íbamos a la escuela, la Clara, hija de nuestros vecinos de habitación, me dijo:
- Así que anoche te pusiste a llorar porque no estaba tu mamá.
- Sí - le contesté -. Tuve una pesadilla muy fea.
- Yo sé dónde estaba tu mamá - comentó Clara.
- Me dijo que estaba ahí no más.
- Tú no lo sabes, pero yo lo sé. Mi papá le dijo esta mañana a mi mamá: Parece que la vecina se arregla los zapatos dos noches a la semana. ¿Qué te parece?
- Eso es muy raro. Nunca supe de nadie que arregle sus zapatos de noche.
-¡Bueno que eres tonta! No se levanta para eso; se acuesta con el zapatero, y mi papá dijo que algún día se les va a desarmar el catre.
Seguimos nuestro camino, calladas.
Me pasaban muchas preguntas por la cabeza, pero no quise hablar con Clara, que decía todo con una intención que me causaba mucha vergüenza. Toda la mañana estuve inquieta, sin llegar a comprender lo que Clara me había querido decir.
La profesora notó mi turbación.
El conventillo

- Margarita, ¿tienes algún problema?
- No, señorita; es que anoche dormí mal, y vomité.
A la hora de almuerzo, se lo conté a mi madre.
- La Clara me ha dicho que al zapatero y a ti se les va a desar mar el catre. Eso es lo que le dijo su padre.
La cara de mi madre se puso blanca como un papel:
- ¡Eso pasa por vivir en un conventillo! - exclamó. No hagas caso de lo que dice esa gente, Margarita. Algún día te lo contaré o tú misma te darás cuenta. Ahora no lo enten-derías. ¡No es nada malo!
No hizo ningún otro comentario. Nuestra vida siguió igual, pero si desper-taba por las noches, mi madre estaba a mi lado.
Y llegó lo que sería mi Sábado de Gloria. Ese sábado, después de almorzar, mi madre se vistió con su traje color concho de vino y se puso medias obscuras, se peinó cuidadosamente el moño, sujetándolo con una peineta de carey, limpió y lustró sus zapatos y su cartera de cuero marrón. A mí me hizo vestirme con mi traje azulino y zapatos negros.
Caminamos por el pasillo y golpeó con los nudillos en la segunda puerta, según se entraba; abrió el zapatero. Parecía una persona distinta a la que yo veía todos los días al salir hacia la escuela: traje azul, camisa blanca, corbata azul con lunares blancos, zapatos amarillos con suela de goma y un sombrero de algo que parecía terciopelo.
- Margarita, vas muy elegante y te ves muy bonita - me dijo.
- Gracias - contesté -. Lo mismo digo de Ud.
Era bastante más alto que mi mamá y tenía un curioso modo de caminar, porque primero apoyaba la planta de los pies y luego dejaba caer su peso sobre los talones.
Su cara era de tez tan blanca que hacía resaltar su tupida barba; los ojos pequeños se escondían trás unas pobladas cejas, negras como su abundante bigote. Al abrir la boca para hablar o sonreír, le relucía un incisivo de oro puro. Mi madre se veía muy contenta y al zapatero le brillaban los ojos de alegría.
Fuimos al Parque de Diversiones, en un taxi; en el camino íbamos dejando atrás los viejos y ruidosos tranvías. Me faltaban ojos para ir mirando; yo nunca había salido de mi barrio, y creo que cruzamos la ciudad.
En el Parque, lo primero que vi fue una gran rueda mecánica, que subía más alto que la copa de los árboles; en una especie de cajones iban sentadas personas que reían.
Un hombre, vestido de blanco, junto a un buquecito montado sobre ruedas con llantas de goma, soplaba un cuerno de buey, de sonido áspero y chillón, para anunciar las clases de helados que vendía.
- ¿De cuál quieres, Margarita? - me preguntó el zapatero.
- ¡Déle uno de granadina! - intervino mi madre. Yo quiero uno de frambuesa.
- ¡Que sean dos de granadina! - dijo el zapatero. Y, al sonreírme, vi que le relucía su diente de oro.
En el fondo del buquecito había una barra de hielo y un rallador metálico. El hombre raspaba el hielo hasta llenar la medida y la vaciaba en un cucurucho de papel. En la cubierta del buquecito habían tres botellas con líquidos de colores; cada una, en el corcho, tenía incrustada una gruesa pluma de ganso. Agitó la botella y dejó caer varios chorritos del líquido en el hielo, que se tornó de color rojo.
- ¡Listo el pescado! - exclamó, agregando -, y otro más, igual.

El conventillo

- Antes prepare el de frambuesa - pidió el zapatero.
El Parque de Diversiones cubría una extensión enorme y todos los caminos nos llevaban a alguna atracción. Nosotros nos fuimos al juego de las argollas. Tras una pequeña verja había muchas botellas; ganaba premio quien embocaba la argolla en el gollete de una botella.
El zapatero quiso jugar; por su oficio tenía muy buen pulso. Levantó la argolla a la altura de sus ojos, entrecerrados, y la lanzó. Acertó con la primera y con la segunda. El hombre de los juegos gritó los premios y dijo que, si embocaba la tercera, ganaría una preciosa muñequita, negra como el betún.
- ¡Vamos a hacerle empeño, Margarita! - exclamó sonriendo. Y le oí murmurar, muy bajito: "Esta te pido María, y cobra por tu trabajo!".
Yo no quise mirar, y me volví de espaldas. Sentí el choque de la argolla contra botella y, al mismo tiempo que mis ilusiones se venían abajo, oí el grito de alegría de mi madre: alcancé a ver a la argolla bajando por el gollete de la botella, meneándose, como la cola de un pato al caminar.
- ¡La ganamos, Margarita! - exclamó entusiasmado el zapatero.
¡Nunca he olvidado el momento en que la tuve en mis brazos por primera vez! Era una muñeca preciosa y no me cansaba de mirarla.
Mi madre quería ir a otros juegos, pero yo solo pensaba en volver a casa. Casi no dormí en toda la noche, con mi muñeca a mi lado.
Mi madre hacía siesta en la tarde de los domingos, pero esta vez se puso a conversar conmigo.
- ¿Hija, qué tal te pareció, Angel? - me preguntó.
Yo estaba distraída y, además, no conocía a nadie con ése nombre. Le dije que no sabía de quién me hablaba.
- ¿No sabes quién te regaló la muñeca?
- Eso sí que lo sé, mamá, el zapatero. ¿Se llama Angel?
- No hables de él como el zapatero, ése es su oficio; debes llamarlo Angel, que es su nombre.
- Fue muy bueno conmigo, mamá - dije, confundida.
Y, entonces, como obedeciendo a un súbito impulso, me preguntó si me gustaría que don Angel ocupara el lugar de mi padre.
Mi padre para mí era sólo una fotografía descolorida que no me decía mucho, que no tenía vida. Y mi madre me proponía como padre a una persona que había sido buena conmigo, que estaba viva, con quien podría conversar, caminar, reír.
En un momento tan especial no supe qué decir, vacilante. Tenía en brazos a mi nueva muñeca y en ese momento me acordé de Juanita que había olvidado por completo y estaba en un rincón del cuarto. Posiblemente, el recuerdo de Juanita fue lo que me impusló a decir:
- Sí, mamá; me gustaría que don Angel fuera como mi papá.
- Gracias, hija, gracias. ¡Me quitas un gran peso de encima, una preocupación muy grande!
Me abrazó y me dio un beso en la frente, y salió de la pieza para ir a ver a don Angel. Así se completó de nuevo la familia.
Al sábado siguiente comenzamos a acarrear nuestras pocas cosas.

El conventillo

Don Angel disponía de tres piezas: la primera era el taller de trabajo, daba a la calle y tenía un ventanal protegido por una reja, pintada de un fuerte color verde; luego, había una habitación arreglada como comedor; la última era el dormitorio y ahí estaba el catre que la Clara decía que iba a desarmarse. Era un catre con figuras forjadas en el respaldar y cuatro perillas de bronce, como candelabros, que brillaban en los extremos.
No fue mucho trabajo acomodar lo que traíamos. La mesa rectangular se corrió hacia la pared del taller para dar lugar a nuestro catre. Don Angel armó un marco de madera y lo clavó contra el techo, afirmándolo en la pared.
- Aquí, Margarita quedará muy cómoda. Hay que comprar unos metros de percala, le hace una cortina y la cuelga de ganchitos - dijo don Angel a mi madre.
- Eso se hará el lunes - respondió ella -. Ha quedado muy bien.
- Tendré que hacerle un hueco al estante de los zapatos - comentó don Angel.
Era un estante angosto. En los casilleros, cubiertos de polvo, había zapa-tos de hombre y de mujer, que llevaban meses sin ser retirados por los clientes.
En el centro de la pieza que servía de taller había una mesa baja; la su-perficie estaba dividida en pequeñas secciones en las que se apilaban tachuelas, estaquillas, lez-nas, escofinas, cerdas, ovillos de hilo de yute, pedazos de lija de distintos aglomerados, cuchillos cortos con mangos forrados en badana; en el suelo, al lado de cada banqueta, martillos de mango corto y cabeza ancha, y planchas de esas que se calentaban en las brasas para el planchado, pero tenían cortadas las orejas y sus superficies planas servían para batir las suelas a martillazos.
El suelo estaba cubierto de pequeños recortes de suelas y de badanas de colores; los pedazos sobrantes de badana que podía ser aprovechados los ensartaban en unos clavos, en la pared; un poco más arriba, en unos ganchos, colgaban las badanas completas. Las suelas, según sus calidades, estaban amontadas sobre un mesón adosado a la pared.
Aquí trabajaba don Angel con dos jóvenes.
No supe nunca cuales eran sus verdaderos nombres.
El mayor, un gordo de cara rendonda y muy sonriente, de unos 20 años, al que llamaban "Güentono", seguramente por la marca de cigarrillos que fumaba, era el ayudante; el otro, el aprendiz, era un muchachito de pelo negro y tieso, cortado al estilo económico, lo quería decir que les dejaban un solo un mechón a la altura de la frente; a éste, lo llamaban el Chascas.
El trabajo seguía un orden establecido.
Don Angel era quien elegía y hacía los cortes de suela y badana; también fijaba el clavo central en la suela y, entonces, Güentono se colocaba el tirador ajustándolo bajo su pie derecho y hacía pasar la correa por encima del zapato que debía reparar, afirmándola en su muslo.
Si se trataba de una media suela empezaba a clavar las estaquillas, si era de suela cosida, el maestro marcaba con el cuchillo el trazo exterior y, en éste, Güentono calaba un pequeño canal, valiéndose de un pequeño fierro al que llamaban el perro.
Era el momento de preparar el hilo de yute; se lo hacía pasar por una pelota de cerote y, así untado, el hilo adquiría consistencia; entonces, en cada punta se le agregaba una cerda. Luego, el ayudante introducía la lezna en la suela, tratando de ajustarla con la marca que había en el cerquillo del zapato; entreabría el hilo con la lezna, cruzaba la cerda para devolver la puntada y apretaba el nudo con ambas manos.

El conventillo

Chascas batía las suelas a martillazos, ajustando la plancha en el muslo, que protegía con una almohadilla; con la mano izquierda sostenía la suela y la hacía girar, luego de cada golpe; a veces, si era suela del lomo del animal, más dura y más cara, era necesario mojarla. La suela iba cambiando de color, de amarillo débil hasta llegar a un marrón obscuro.
A diferencia de otros oficios, los zapateros acostumbran a conversar mientras están trabajando.
- ¿Y ganaron ayer? - preguntó don Angel.
- ¡Qué íbamos a ganar con un árbitro saquero. ¡Terminamos jugando nueve! Y pá más custión, ésa cancha es muy chica y no nos acomoda...
- El cojo siempre le echa la culpa al empedrado.
- No, don Angel. Yo jugué bien y quedé contento. Pero a la cancha le faltan 10 metros para ser reglamentaria.
- Cuando yo jugaba, marcábamos la cancha, a nuestro gusto ...
- ¡Psh, ahí se cayó, don Angel! ¿Qué me dice del Reglamento? Las medidas deben ser reglamentarias.
- Ya sabes que nunca me han gustado los reglamentos. Los reglamentos solo sirven para que las cosas no caminen. ¿Te diste cuenta el otro día, en la Federación?
- ¿En la cuestión de la votación?
- ¿Te fijaste? El presidente quiso contar los votos, uno a uno. ¡Era más rápida la votación económica!
- Me acuerdo.
- Es cierto que el reglamento pedía votación por cédula, pero se pierde mucho tiempo, la gente se cansa y se aburre; sólo el Presi quedó contento porque hizo respetar el reglamento.
- Se veía claro que todos estábamos de acuerdo.
- Lógico. Una vez le oí decir a un futre que no hay peor cosa que un tonto con un reglamento. Es la pura verdad. Y, a propósito, hoy hay reunión.
- ¿No quiere convidar al Chascas-?
- Muy bien. ¡Ya va siendo tiempo de que éste aprenda de qué lado sopla el viento! ¿No te parece, cabrito?
- Gustoso iría, don Angel; pero tengo que entrenar.
- Mira, con aprender a pegarle a un gallo, no se va a ninguna parte. ¡Aprende mejor la pelea de la clase obrera!
- Es mi último entrenamiento; la pelea es el viernes, en el club México.
- ¿A qué hora terminas?
- Como a las diez, jefe.
- ¡No me digas jefe! - dijo con voz dura. ¿No sabes cómo me llamo?
- Perdone - balbuceó el muchacho - es la costumbre; en la fábrica se habla así.
- ¡Ya te he dicho que aquí no! ¡Parece que las malas costumbres se pegan muy firmes! - dijo, más suavemente.
- ¡Pásame el cemento! - interrumpió Güentono.
De un pequeño tarro de conservas, con la punta del cuchillo, sacó una substancia ligosa y con el dedo del medio la aplicó a lo largo de toda la hendidura que había estado cosiendo; luego, con el mango del martillo, aplastó el desbaste contra la suela.
- Bueno - dijo, mirando el zapato - ¡éste está listo!

El conventillo
Mi madre apareció en el umbral diciendo que era la hora de almorzar.
- ¡Caramba! - exclamó don Angel, consultando su reloj -, el tiempo pasó volando; ya son las doce y media.
Se puso de pie y se quitó el delantal pechero; sus ayudantes lo imitaron y caminaron por el pasillo hasta el fondo del patio. En el pilón se lavaron las manos y la cara. El último fue el Chascas: solo se mojó las manos.
Mi madre empezó a servir.
Se la veía feliz y en muchos detalles se notaba que había renacido su coquetería de mujer al darse, ahora, colorete en las mejillas. Estaba pendiente de los deseos de mi nuevo padre y se esmeraba para que todo estuviera bien dispuesto y a la mano; ella se sentaba a su lado y yo en la otra cabecera de la mesa.
A mí me hacía mucha gracia el modo de comer de Güentono que agachaba la cabeza hasta el mismo plato, y más parecía tragar que masticar. Un día, don Angel se lo hizo notar y él le contestó:
- Me agacho para no manchar mi <veintiúnico> y masco poco porque tengo todos mis alcachoferos y mis muelas. Y sonrió abiertamente para demostrarlo. ¡Era el único!
Don Angel tenía su incisivo de oro y, como a mi madre, apenas le queda-ban muelas; el Chascas tenía feas caries a la vista en los dientes delanteros.
Los sábados por las tardes, don Angel tomó la costumbre de conversar conmigo; yo le contaba cómo me iba en mi en la escuela, de mis progresos, y le mostraba mis cuadernos para que supiera lo que me enseñaban.
- Es importante que estudies, hija; muy importante. Así uno puede enterarse del mundo en que vive, cómo está formada esta sociedad de explotadores. Es importante aprender a defenderse, pero no se debe ir por ahí, repitiendo como un loro lo que te enseñan; lo que importa es entender las cosas. ¡Fíjate! Dice nuestra Constitución que la educación es una actividad preferente del Estado; sin embargo, los gobiernos gastan más en armas, buques y aviones que en construír escuelas y hospitales. Los ricos tiene dos aliados: Dios y la Ignorancia. La religión dice a los pobres que no importa sufrir en esta tierra, porque serán recompensados en el Cielo. A los ricos la ignorancia les sirve para que los pobres sigamos igual, trabajando como burros solo para puro comer, sin tiempo para aprender y menos para pensar. Los pobres somos lo que sopor-tamos la carga social más pesada.
Yo entendía lo que él decía de su lucha contra las injusticias sociales, pero me parecía mal que siempre estuviera en contra de mi religión. Me daba la idea de que él no sabía apreciar lo bueno que era ir a misa a escuchar los sermones: nunca el señor cura nos hablaba de la explotación, lo que sí nos repetía siempre era que Cristo fue muerto por los judíos y que ÉL había sacrificado su vida para redimirnos a nosotros, los pecadores. Pero no podía contradecirle; mi madre me había pedido que fuera obediente con él. Además, en unos pocos meses, llegué a quererle como si fuera mi propio padre. Así que le escuchaba atentamente, sin hacerle comenta-rios ni preguntas.
Un día, al volver de la escuela, mi madre, después de escuchar lo que don Angel había conversado con sus ayudantes, me dijo:
- ¡Este Angel tiene sus ideas! Me gusta cuando dice que algún día tendremos una casita y una pequeña huerta. ¡Ojalá, Dios mío! ¡No es mucho lo que pide un pobre para ser feliz!
- Mamá, aquí estoy contenta, ¡somos los únicos que tenemos tres piezas!

El conventillo

- Hija, no estoy descontenta; es algo distinto. ¡No sabes cuánto me gustaría tener un pedazo de tierra propio en el que me pudiera morir a gusto!
Esta etapa de mi vida, dos años más tarde, acabó de un modo trágico. Hubo una huelga de varias semanas. El hambre se apoderó de los habi-tantes del conventillo. Los niños no jugaban en el patio y las mujeres se arrinconaban en las piezas para llorar, sin ser vistas. Los hombres, que temían una dura represión, hacían guardia en el local del sindicato. Don Angel era de los dirigentes más comprometidos en la lucha.
La represión fue brutal, las cargas contra los obreros se sucedían como en una guerra de guerrillas. En la Plaza de la Independencia se registraron las primeras muertes, entre ellos varios dirigentes: se trataba de descabezar la movilización; al aumentar el número de las víctimas, se rompió la fuerza de la huelga.
Los pobres se agruparon junto a sus muertos.
El conventillo se llenó de gente que no conocía.
¡Yo no podía creer que el cuerpo que nos entregaron fuera el cadáver de don Angel! Los golpes lo habían desfigurado completa-mente: solo pude reconocerlo, porque entre sus labios, hinchados y ensan-grentados, brillaba su diente de oro.
La mayoría de las mujeres, cubiertas con velos negros, rezaban el rosario, atropelladamente, implorando la misericordia del Todopoderoso.
Yo tenía doce años.