|
|
EL
CONVENTILLO
El conventillo
- algunos lo llamaban cité - se componía de unas quince
piezas, con un patio rectangular hacia el que se abrían todas
las habitaciones. El piso era parejo, salvo las canaletas marcadas por
las aguas lluvias de los inviernos que se escurrían del techo,
éste estaba cruzado de tablas aplastadas por piedras o pesados
ladrillos, para que no se volaran las tejas con los vientos. A trozos,
el artesonado tenía manchas de musgo.
Por las mañanas el patio se llena de olor a carbón de
espino mezclado al de humo de papeles de diarios que las vecinas utilizan
para encender los braseros en que preparan el desayuno de sus maridos.
Al poco rato, el patio huele a pan tostado y a café. Hacia las
siete y media, todos los hombres se han marchado a sus trabajos.
Cumplida la primera tarea del día, las mujeres van al pilón
del fondo para lavarse las manos y la cara, llenar sus teteras de agua
ahora para preparar el desayuno de los hijos.
Algunas disponen té y otras sacan mate y bombilla.
A mediamañana las tres artesas del pilón están
llenas de ropas remo-jándose en lavazas de jabón amarillo,
de fuerte olor. En los braseros, para hervir el agua, las mujeres han
colocado tarros parafineros manchados hasta los bordes de negro de humo.
Al pie de cada artesa, semihundidas en el barro, hay unas gruesas tablas
que prestan alguna protección a las lavanderas. Después
de hervir el agua, las mujeres cubren los braseros con secadores de
mimbre para extender camisas, calzoncillos, calcetines y pañuelos,
para aprovechar el calor del rescoldo.
Lavar ropa es un trabajo cansador.
La mayoría de las lavanderas - y casi todas empiezan de niñas
- tienen curvada la espina dorsal, como consecuencia de un trabajo de
años. Eso les sucede porque, para tener más fuerzas, se
agachan sobre la artesa empleando el peso de sus cuerpos al restregar
la ropa. Las prendas aumentan su lastre al chupar agua, especialmente
las sábanas que dan doble trabajo para moverlas, restregarlas
o torcerlas. Los brazos se cansan, los músculos de los hombros
se agarrotan y no permiten los movimientos bruscos. Horas y horas de
pie sobre terreno húmedo abren el camino a reumatismos o a várices.
Los ruidos son los habituales: el agua que corre en el pilón,
el canto de las escobillas que restriegan las prendas mojadas y las
mujeres que conversan en voz alta, sin preo-cuparse de que todos se
enteren del objeto de sus parloteos.
- Parece que el Toño jodió a mi sobrina. ¡Yo no
sé qué irá a pasar!
- Tendrá una criatura, doña María. ¡Total
no es la primera a la que le pasa...!
-¡Es que recién ha cumplido los quince, Olguita!...
El conventillo
- Bueno, a mí me desgraciaron
a los dieciséis, y no me arrepiento. El Juan está hecho
un hombrecito y me ayuda bastante. ¡Nunca se sabe, doña
María!
- Mire, no sería ná, pero el Toño ya anda en los
tragos y es rosquero; yo no anticipo nada bueno.
- Y a mí, el pálpito me dice que será un buen padre.
Creo que la quiere...Se le nota cuando la mira ...
- Sí, eso sí; pero ya sabe cómo son los hombres,
Olguita. Mientras comen triguito, están contentos. Depués,
¡si te he visto no me acuerdo! El cariño dura poco.
- Esperemos, doña María, esperemos.
- La esperanza mantiene, pero no engorda, Olguita.
- También lo decían en mi tierra; es bueno tener esperanzas,
¿qué sería de los pobres, sin esperanzas?
- ¡Ay, Olguita! - suspiró doña María -. ¡No
sé si vale la pena vivir esta vida!
- ¡Ahí sí que no, doña María! Yo prefiero
estar vivita y coleando. ¡Muerta, una ni siquiera puede hablar!
Callan, porque hay que seguir trabajando.
Al otro lado del patio, niños y niñas juegan al luche;
el juego obliga a los parti-cipantes a saltar en una pierna y, con el
pie de la misma, empujar una piedra plana o un pedazo de teja para avanzar
hasta llegar a semicírculo de cabecera llamado el Mundo.
Yo estoy sentada en un banquillo y observo cómo juegan. Me llamo
Margarita y tengo nueve años. He tenido mucha fiebre durante
varios días. Estoy recién levan-tada y me siento muy débil;
mis piernas no me quieren llevar hasta dónde yo deseo, por eso,
estoy sentada.
Acuno en mis brazos la muñeca que me regaló mi mamá.
Su cara es muy bonita y tiene los ojos azules, pero una de sus piernas
está muy floja y se da vuelta al revés, como le pasa al
Pelluco, que debe usar una muleta y su pierna corta se golpea contra
ella cuando camina rápido. Yo quiero mucho a mi muñeca;
por eso, he tratado de arreglarle la pierna mala con un elástico,
pero no sirve y sigue con la pierna suelta, como la del Pelluco. La
acuno en mis brazos y cierra sus ojitos. Me gusta su boca, pequeñita
y roja; yo le doy besitos a cada momento. Todas las niñas me
piden a mi Juanita para jugar; es que ellas solo tienen muñecas
de trapo, que son muy blandas; es como si no tuvieran huesos.
Desde hace tres años voy a la escuela.
Me gusta ir a la escuela porque hay más niñas de mi edad.
Mi profesora, a la que quiero mucho, dice que tengo muy buena memoria
y que eso es bueno para mí.
Es verdad que puedo repetir, sin leer, todo lo que está en mi
libro de lectura. Lo que no me gusta son las clases de Historia, porque
siempre hay guerras y los hombres se matan con fusiles y cañones.
La señorita nos explica que las guerras se hacen para que los
pueblos sean soberanos, libres e independientes. No lo entiendo. Yo
no soy libre, pues debo obedecer a mi mamá, a mi profesora y
a Dios.
En mi libro de Lectura hay narraciones que me gustan mucho. Está
la historia de los tres hermanos, No quiero, No Puedo y Probaré.
Mi mamá gozó con este cuento.
- Es una buena historia - me dijo. Enseña que hay que tener voluntad
para hacer las cosas sin importarnos que parezcan difíciles.
Se quedó pensativa, conteniendo el deseo de suspirar. Le pregunté
qué le pasaba.
El conventillo
- Tú serás
distinta - me dijo. Yo nunca pude ir a la escuela; tenía que
cuidar a mis hermanos. Tú, ya sabes leer y puedes escribir.
- ¡Y me sé hasta la tabla del l2! - la interrumpí.
- Sí - balbuceó con tristeza. También eso te hará
falta. ¡Seguro!
Yo era muy chica cuando murió mi papá, y no lo recuerdo.
Encima de la cómoda hay una foto que miro cada noche antes de
irme a acostar. Mi mamá está sentada y un hombre con el
pelo revuelto y grandes bigotes, muy derecho y tieso, afirma un brazo
en el respaldo de la silla. ¡Es todo lo que tengo de mi papá!
A comienzos de año, ocurrió algo que cambió mi
destino, completamente. ¡Mi madre me dio un nuevo padre!
Sucedió así.
Varias veces, al despertar por las noches, mi mamá no estaba
en la cama. Nunca me asusté. Me daba la vuelta y seguía
durmiendo. Pero, una noche tuve una pesadilla horrible: soñé
que me caía de un árbol muy alto y a medida que iba cayendo
los cascajos del suelo se iban transformando en unas enormes piedras
contra las que iba a estrellarme. Me co- rría un sudor frío
por la espalda, sentía el estómago estrujado, y podía
presentir el dolor que sufriría al chocar mi cuerpo contra esas
piedras.
Desperté, gritando; en la boca tenía un regusto ácido
porque había vomitado algo tibio y espeso en la almohada. Al
darme cuenta de que mi madre no estaba a mi lado, me puse a llamarla
a gritos. Unos instantes más tarde, apareció en la puerta,
cubierta con un chal negro. Me abracé a ella.
- ¿Qué pasa, mi niñita? - me preguntó con
una voz en que se mezclaba la ternura y el sobresalto -. ¿Por
qué lloras? ¡Si yo estaba ahí, no más!
Vio que había vomitado y me limpió la cara con un paño
húmedo; eso me despertó totalmente y me sorprendí
mucho, porque al emplear ambas manos para atenderme, el chal negro se
le escurrió por la espalda ¡y estaba completamente desnuda!
Apagó la luz y se puso un camisón. A obscuras terminó
de limpiarlo todo, me tomó en brazos y se acostó a mi
lado. Me apretujé contra su cuerpo y no tardé en quedarme
dormida.
Al día siguiente, mientras íbamos a la escuela, la Clara,
hija de nuestros vecinos de habitación, me dijo:
- Así que anoche te pusiste a llorar porque no estaba tu mamá.
- Sí - le contesté -. Tuve una pesadilla muy fea.
- Yo sé dónde estaba tu mamá - comentó Clara.
- Me dijo que estaba ahí no más.
- Tú no lo sabes, pero yo lo sé. Mi papá le dijo
esta mañana a mi mamá: Parece que la vecina se arregla
los zapatos dos noches a la semana. ¿Qué te parece?
- Eso es muy raro. Nunca supe de nadie que arregle sus zapatos de noche.
-¡Bueno que eres tonta! No se levanta para eso; se acuesta con
el zapatero, y mi papá dijo que algún día se les
va a desarmar el catre.
Seguimos nuestro camino, calladas.
Me pasaban muchas preguntas por la cabeza, pero no quise hablar con
Clara, que decía todo con una intención que me causaba
mucha vergüenza. Toda la mañana estuve inquieta, sin llegar
a comprender lo que Clara me había querido decir.
La profesora notó mi turbación.
El conventillo
- Margarita, ¿tienes
algún problema?
- No, señorita; es que anoche dormí mal, y vomité.
A la hora de almuerzo, se lo conté a mi madre.
- La Clara me ha dicho que al zapatero y a ti se les va a desar mar
el catre. Eso es lo que le dijo su padre.
La cara de mi madre se puso blanca como un papel:
- ¡Eso pasa por vivir en un conventillo! - exclamó. No
hagas caso de lo que dice esa gente, Margarita. Algún día
te lo contaré o tú misma te darás cuenta. Ahora
no lo enten-derías. ¡No es nada malo!
No hizo ningún otro comentario. Nuestra vida siguió igual,
pero si desper-taba por las noches, mi madre estaba a mi lado.
Y llegó lo que sería mi Sábado de Gloria. Ese sábado,
después de almorzar, mi madre se vistió con su traje color
concho de vino y se puso medias obscuras, se peinó cuidadosamente
el moño, sujetándolo con una peineta de carey, limpió
y lustró sus zapatos y su cartera de cuero marrón. A mí
me hizo vestirme con mi traje azulino y zapatos negros.
Caminamos por el pasillo y golpeó con los nudillos en la segunda
puerta, según se entraba; abrió el zapatero. Parecía
una persona distinta a la que yo veía todos los días al
salir hacia la escuela: traje azul, camisa blanca, corbata azul con
lunares blancos, zapatos amarillos con suela de goma y un sombrero de
algo que parecía terciopelo.
- Margarita, vas muy elegante y te ves muy bonita - me dijo.
- Gracias - contesté -. Lo mismo digo de Ud.
Era bastante más alto que mi mamá y tenía un curioso
modo de caminar, porque primero apoyaba la planta de los pies y luego
dejaba caer su peso sobre los talones.
Su cara era de tez tan blanca que hacía resaltar su tupida barba;
los ojos pequeños se escondían trás unas pobladas
cejas, negras como su abundante bigote. Al abrir la boca para hablar
o sonreír, le relucía un incisivo de oro puro. Mi madre
se veía muy contenta y al zapatero le brillaban los ojos de alegría.
Fuimos al Parque de Diversiones, en un taxi; en el camino íbamos
dejando atrás los viejos y ruidosos tranvías. Me faltaban
ojos para ir mirando; yo nunca había salido de mi barrio, y creo
que cruzamos la ciudad.
En el Parque, lo primero que vi fue una gran rueda mecánica,
que subía más alto que la copa de los árboles;
en una especie de cajones iban sentadas personas que reían.
Un hombre, vestido de blanco, junto a un buquecito montado sobre ruedas
con llantas de goma, soplaba un cuerno de buey, de sonido áspero
y chillón, para anunciar las clases de helados que vendía.
- ¿De cuál quieres, Margarita? - me preguntó el
zapatero.
- ¡Déle uno de granadina! - intervino mi madre. Yo quiero
uno de frambuesa.
- ¡Que sean dos de granadina! - dijo el zapatero. Y, al sonreírme,
vi que le relucía su diente de oro.
En el fondo del buquecito había una barra de hielo y un rallador
metálico. El hombre raspaba el hielo hasta llenar la medida y
la vaciaba en un cucurucho de papel. En la cubierta del buquecito habían
tres botellas con líquidos de colores; cada una, en el corcho,
tenía incrustada una gruesa pluma de ganso. Agitó la botella
y dejó caer varios chorritos del líquido en el hielo,
que se tornó de color rojo.
- ¡Listo el pescado! - exclamó, agregando -, y otro más,
igual.
El conventillo
- Antes prepare el de frambuesa
- pidió el zapatero.
El Parque de Diversiones cubría una extensión enorme y
todos los caminos nos llevaban a alguna atracción. Nosotros nos
fuimos al juego de las argollas. Tras una pequeña verja había
muchas botellas; ganaba premio quien embocaba la argolla en el gollete
de una botella.
El zapatero quiso jugar; por su oficio tenía muy buen pulso.
Levantó la argolla a la altura de sus ojos, entrecerrados, y
la lanzó. Acertó con la primera y con la segunda. El hombre
de los juegos gritó los premios y dijo que, si embocaba la tercera,
ganaría una preciosa muñequita, negra como el betún.
- ¡Vamos a hacerle empeño, Margarita! - exclamó
sonriendo. Y le oí murmurar, muy bajito: "Esta te pido María,
y cobra por tu trabajo!".
Yo no quise mirar, y me volví de espaldas. Sentí el choque
de la argolla contra botella y, al mismo tiempo que mis ilusiones se
venían abajo, oí el grito de alegría de mi madre:
alcancé a ver a la argolla bajando por el gollete de la botella,
meneándose, como la cola de un pato al caminar.
- ¡La ganamos, Margarita! - exclamó entusiasmado el zapatero.
¡Nunca he olvidado el momento en que la tuve en mis brazos por
primera vez! Era una muñeca preciosa y no me cansaba de mirarla.
Mi madre quería ir a otros juegos, pero yo solo pensaba en volver
a casa. Casi no dormí en toda la noche, con mi muñeca
a mi lado.
Mi madre hacía siesta en la tarde de los domingos, pero esta
vez se puso a conversar conmigo.
- ¿Hija, qué tal te pareció, Angel? - me preguntó.
Yo estaba distraída y, además, no conocía a nadie
con ése nombre. Le dije que no sabía de quién me
hablaba.
- ¿No sabes quién te regaló la muñeca?
- Eso sí que lo sé, mamá, el zapatero. ¿Se
llama Angel?
- No hables de él como el zapatero, ése es su oficio;
debes llamarlo Angel, que es su nombre.
- Fue muy bueno conmigo, mamá - dije, confundida.
Y, entonces, como obedeciendo a un súbito impulso, me preguntó
si me gustaría que don Angel ocupara el lugar de mi padre.
Mi padre para mí era sólo una fotografía descolorida
que no me decía mucho, que no tenía vida. Y mi madre me
proponía como padre a una persona que había sido buena
conmigo, que estaba viva, con quien podría conversar, caminar,
reír.
En un momento tan especial no supe qué decir, vacilante. Tenía
en brazos a mi nueva muñeca y en ese momento me acordé
de Juanita que había olvidado por completo y estaba en un rincón
del cuarto. Posiblemente, el recuerdo de Juanita fue lo que me impusló
a decir:
- Sí, mamá; me gustaría que don Angel fuera como
mi papá.
- Gracias, hija, gracias. ¡Me quitas un gran peso de encima, una
preocupación muy grande!
Me abrazó y me dio un beso en la frente, y salió de la
pieza para ir a ver a don Angel. Así se completó de nuevo
la familia.
Al sábado siguiente comenzamos a acarrear nuestras pocas cosas.
El conventillo
Don Angel disponía
de tres piezas: la primera era el taller de trabajo, daba a la calle
y tenía un ventanal protegido por una reja, pintada de un fuerte
color verde; luego, había una habitación arreglada como
comedor; la última era el dormitorio y ahí estaba el catre
que la Clara decía que iba a desarmarse. Era un catre con figuras
forjadas en el respaldar y cuatro perillas de bronce, como candelabros,
que brillaban en los extremos.
No fue mucho trabajo acomodar lo que traíamos. La mesa rectangular
se corrió hacia la pared del taller para dar lugar a nuestro
catre. Don Angel armó un marco de madera y lo clavó contra
el techo, afirmándolo en la pared.
- Aquí, Margarita quedará muy cómoda. Hay que comprar
unos metros de percala, le hace una cortina y la cuelga de ganchitos
- dijo don Angel a mi madre.
- Eso se hará el lunes - respondió ella -. Ha quedado
muy bien.
- Tendré que hacerle un hueco al estante de los zapatos - comentó
don Angel.
Era un estante angosto. En los casilleros, cubiertos de polvo, había
zapa-tos de hombre y de mujer, que llevaban meses sin ser retirados
por los clientes.
En el centro de la pieza que servía de taller había una
mesa baja; la su-perficie estaba dividida en pequeñas secciones
en las que se apilaban tachuelas, estaquillas, lez-nas, escofinas, cerdas,
ovillos de hilo de yute, pedazos de lija de distintos aglomerados, cuchillos
cortos con mangos forrados en badana; en el suelo, al lado de cada banqueta,
martillos de mango corto y cabeza ancha, y planchas de esas que se calentaban
en las brasas para el planchado, pero tenían cortadas las orejas
y sus superficies planas servían para batir las suelas a martillazos.
El suelo estaba cubierto de pequeños recortes de suelas y de
badanas de colores; los pedazos sobrantes de badana que podía
ser aprovechados los ensartaban en unos clavos, en la pared; un poco
más arriba, en unos ganchos, colgaban las badanas completas.
Las suelas, según sus calidades, estaban amontadas sobre un mesón
adosado a la pared.
Aquí trabajaba don Angel con dos jóvenes.
No supe nunca cuales eran sus verdaderos nombres.
El mayor, un gordo de cara rendonda y muy sonriente, de unos 20 años,
al que llamaban "Güentono", seguramente por la marca
de cigarrillos que fumaba, era el ayudante; el otro, el aprendiz, era
un muchachito de pelo negro y tieso, cortado al estilo económico,
lo quería decir que les dejaban un solo un mechón a la
altura de la frente; a éste, lo llamaban el Chascas.
El trabajo seguía un orden establecido.
Don Angel era quien elegía y hacía los cortes de suela
y badana; también fijaba el clavo central en la suela y, entonces,
Güentono se colocaba el tirador ajustándolo bajo su pie
derecho y hacía pasar la correa por encima del zapato que debía
reparar, afirmándola en su muslo.
Si se trataba de una media suela empezaba a clavar las estaquillas,
si era de suela cosida, el maestro marcaba con el cuchillo el trazo
exterior y, en éste, Güentono calaba un pequeño canal,
valiéndose de un pequeño fierro al que llamaban el perro.
Era el momento de preparar el hilo de yute; se lo hacía pasar
por una pelota de cerote y, así untado, el hilo adquiría
consistencia; entonces, en cada punta se le agregaba una cerda. Luego,
el ayudante introducía la lezna en la suela, tratando de ajustarla
con la marca que había en el cerquillo del zapato; entreabría
el hilo con la lezna, cruzaba la cerda para devolver la puntada y apretaba
el nudo con ambas manos.
El conventillo
Chascas batía las
suelas a martillazos, ajustando la plancha en el muslo, que protegía
con una almohadilla; con la mano izquierda sostenía la suela
y la hacía girar, luego de cada golpe; a veces, si era suela
del lomo del animal, más dura y más cara, era necesario
mojarla. La suela iba cambiando de color, de amarillo débil hasta
llegar a un marrón obscuro.
A diferencia de otros oficios, los zapateros acostumbran a conversar
mientras están trabajando.
- ¿Y ganaron ayer? - preguntó don Angel.
- ¡Qué íbamos a ganar con un árbitro saquero.
¡Terminamos jugando nueve! Y pá más custión,
ésa cancha es muy chica y no nos acomoda...
- El cojo siempre le echa la culpa al empedrado.
- No, don Angel. Yo jugué bien y quedé contento. Pero
a la cancha le faltan 10 metros para ser reglamentaria.
- Cuando yo jugaba, marcábamos la cancha, a nuestro gusto ...
- ¡Psh, ahí se cayó, don Angel! ¿Qué
me dice del Reglamento? Las medidas deben ser reglamentarias.
- Ya sabes que nunca me han gustado los reglamentos. Los reglamentos
solo sirven para que las cosas no caminen. ¿Te diste cuenta el
otro día, en la Federación?
- ¿En la cuestión de la votación?
- ¿Te fijaste? El presidente quiso contar los votos, uno a uno.
¡Era más rápida la votación económica!
- Me acuerdo.
- Es cierto que el reglamento pedía votación por cédula,
pero se pierde mucho tiempo, la gente se cansa y se aburre; sólo
el Presi quedó contento porque hizo respetar el reglamento.
- Se veía claro que todos estábamos de acuerdo.
- Lógico. Una vez le oí decir a un futre que no hay peor
cosa que un tonto con un reglamento. Es la pura verdad. Y, a propósito,
hoy hay reunión.
- ¿No quiere convidar al Chascas-?
- Muy bien. ¡Ya va siendo tiempo de que éste aprenda de
qué lado sopla el viento! ¿No te parece, cabrito?
- Gustoso iría, don Angel; pero tengo que entrenar.
- Mira, con aprender a pegarle a un gallo, no se va a ninguna parte.
¡Aprende mejor la pelea de la clase obrera!
- Es mi último entrenamiento; la pelea es el viernes, en el club
México.
- ¿A qué hora terminas?
- Como a las diez, jefe.
- ¡No me digas jefe! - dijo con voz dura. ¿No sabes cómo
me llamo?
- Perdone - balbuceó el muchacho - es la costumbre; en la fábrica
se habla así.
- ¡Ya te he dicho que aquí no! ¡Parece que las malas
costumbres se pegan muy firmes! - dijo, más suavemente.
- ¡Pásame el cemento! - interrumpió Güentono.
De un pequeño tarro de conservas, con la punta del cuchillo,
sacó una substancia ligosa y con el dedo del medio la aplicó
a lo largo de toda la hendidura que había estado cosiendo; luego,
con el mango del martillo, aplastó el desbaste contra la suela.
- Bueno - dijo, mirando el zapato - ¡éste está listo!
El conventillo
Mi madre apareció en el umbral diciendo que era la hora de almorzar.
- ¡Caramba! - exclamó don Angel, consultando su reloj -,
el tiempo pasó volando; ya son las doce y media.
Se puso de pie y se quitó el delantal pechero; sus ayudantes
lo imitaron y caminaron por el pasillo hasta el fondo del patio. En
el pilón se lavaron las manos y la cara. El último fue
el Chascas: solo se mojó las manos.
Mi madre empezó a servir.
Se la veía feliz y en muchos detalles se notaba que había
renacido su coquetería de mujer al darse, ahora, colorete en
las mejillas. Estaba pendiente de los deseos de mi nuevo padre y se
esmeraba para que todo estuviera bien dispuesto y a la mano; ella se
sentaba a su lado y yo en la otra cabecera de la mesa.
A mí me hacía mucha gracia el modo de comer de Güentono
que agachaba la cabeza hasta el mismo plato, y más parecía
tragar que masticar. Un día, don Angel se lo hizo notar y él
le contestó:
- Me agacho para no manchar mi <veintiúnico> y masco poco
porque tengo todos mis alcachoferos y mis muelas. Y sonrió abiertamente
para demostrarlo. ¡Era el único!
Don Angel tenía su incisivo de oro y, como a mi madre, apenas
le queda-ban muelas; el Chascas tenía feas caries a la vista
en los dientes delanteros.
Los sábados por las tardes, don Angel tomó la costumbre
de conversar conmigo; yo le contaba cómo me iba en mi en la escuela,
de mis progresos, y le mostraba mis cuadernos para que supiera lo que
me enseñaban.
- Es importante que estudies, hija; muy importante. Así uno puede
enterarse del mundo en que vive, cómo está formada esta
sociedad de explotadores. Es importante aprender a defenderse, pero
no se debe ir por ahí, repitiendo como un loro lo que te enseñan;
lo que importa es entender las cosas. ¡Fíjate! Dice nuestra
Constitución que la educación es una actividad preferente
del Estado; sin embargo, los gobiernos gastan más en armas, buques
y aviones que en construír escuelas y hospitales. Los ricos tiene
dos aliados: Dios y la Ignorancia. La religión dice a los pobres
que no importa sufrir en esta tierra, porque serán recompensados
en el Cielo. A los ricos la ignorancia les sirve para que los pobres
sigamos igual, trabajando como burros solo para puro comer, sin tiempo
para aprender y menos para pensar. Los pobres somos lo que sopor-tamos
la carga social más pesada.
Yo entendía lo que él decía de su lucha contra
las injusticias sociales, pero me parecía mal que siempre estuviera
en contra de mi religión. Me daba la idea de que él no
sabía apreciar lo bueno que era ir a misa a escuchar los sermones:
nunca el señor cura nos hablaba de la explotación, lo
que sí nos repetía siempre era que Cristo fue muerto por
los judíos y que ÉL había sacrificado su vida para
redimirnos a nosotros, los pecadores. Pero no podía contradecirle;
mi madre me había pedido que fuera obediente con él. Además,
en unos pocos meses, llegué a quererle como si fuera mi propio
padre. Así que le escuchaba atentamente, sin hacerle comenta-rios
ni preguntas.
Un día, al volver de la escuela, mi madre, después de
escuchar lo que don Angel había conversado con sus ayudantes,
me dijo:
- ¡Este Angel tiene sus ideas! Me gusta cuando dice que algún
día tendremos una casita y una pequeña huerta. ¡Ojalá,
Dios mío! ¡No es mucho lo que pide un pobre para ser feliz!
- Mamá, aquí estoy contenta, ¡somos los únicos
que tenemos tres piezas!
El conventillo
- Hija, no estoy descontenta;
es algo distinto. ¡No sabes cuánto me gustaría tener
un pedazo de tierra propio en el que me pudiera morir a gusto!
Esta etapa de mi vida, dos años más tarde, acabó
de un modo trágico. Hubo una huelga de varias semanas. El hambre
se apoderó de los habi-tantes del conventillo. Los niños
no jugaban en el patio y las mujeres se arrinconaban en las piezas para
llorar, sin ser vistas. Los hombres, que temían una dura represión,
hacían guardia en el local del sindicato. Don Angel era de los
dirigentes más comprometidos en la lucha.
La represión fue brutal, las cargas contra los obreros se sucedían
como en una guerra de guerrillas. En la Plaza de la Independencia se
registraron las primeras muertes, entre ellos varios dirigentes: se
trataba de descabezar la movilización; al aumentar el número
de las víctimas, se rompió la fuerza de la huelga.
Los pobres se agruparon junto a sus muertos.
El conventillo se llenó de gente que no conocía.
¡Yo no podía creer que el cuerpo que nos entregaron fuera
el cadáver de don Angel! Los golpes lo habían desfigurado
completa-mente: solo pude reconocerlo, porque entre sus labios, hinchados
y ensan-grentados, brillaba su diente de oro.
La mayoría de las mujeres, cubiertas con velos negros, rezaban
el rosario, atropelladamente, implorando la misericordia del Todopoderoso.
Yo tenía doce años.
|