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C U E N T O S  y   E P I S O D I O S

A Victoria Benado R.

Cuentos y EpisodiosDANIEL Y LOS PERROS

Me llamó la atención desde que lo vi. Ese día hacía un nuevo recorrido de bus para ir a trabajar, porque había cambiado mi domicilio.

Más de una vez había visto a un mendigo seguido por un perro, casi como su sombra; pero jamás me había imaginado que un pobre de solemnidad se hiciera acompañar por una docena de esas innumerables razas de los perros callejeros. Se adivinaba que el jefe del grupo era un perrazo negro, con una mancha blanca que le bajaba del hocico hasta la garganta.

El mendigo había elegido un banco, sombreado por un árbol frondoso, casi en la mitad de la plazoleta hacia la que convergían dos anchas avenidas, punto de parada de varias líneas de buses. Tan pronto lo vi, pensé que era un tema original para escribir una crónica para mi diario; el Director también creyó que había tela para algo interesante.

Lo primero sería tratar de averiguar suficientes detalles del mendigo de la plazoleta La Piedad y el por qué de su oficio para tener material para elaborar el plan de la entrevista.

El domingo fui hasta la esquina para hablar con una mujer que vendía rosas y violetas; no fue mucho lo que averigué, salvo que estar borracho era casi el estado normal del mendigo. También me entrevisté con el dueño del quiosco de diarios y revistas, y me confirmó que el mendigo se pasaba el día con la botella en la mano y, de vez en cuando, voceando a los pe-rros; me dijo que él creía que los animales no tenían nombre, porque los llamaba con una sola palabra, "Caballero"; sin embargo, los animales parecían saber cuál era el llamado. Me agregó que había llegado a ese banco hacía unos cinco o seis años, solo en compañía del perro negro.

El frutero tenía más información. Cada sábado, arrimada a la entrada, el hombre dejaba una caja de cartón; ahí, él le echaba la fruta que se había golpeado en los distintos trasvasijes o la que había madurado muy de prisa, afeando su presentación.

- Me mira y se lleva la mano al calañés, al modo del saludo militar; jamás me ha dicho "gracias"; por eso, durante bastante tiempo pensé que era mudo, hasta que le oí decir "Caballero" para llamar a los perros y, créame si le digo que solo atiende al llamado el perro al que él mira, los otros ni se mueven como si supieran que el llamado no es para ellos.

- Eso es bastante curioso - le comenté.

- Hace tiempo - continuó -, vino a verme un pariente, que lo reconoció y me contó su historia: Se llamaba Daniel, apuesto hijo de una familia de clase media, algo confuso en sus posiciones políticas que, de pronto, abandonó sus estudios universitarios, proclamando que lo único verdaderamente importante para un hombre era ser libre. En sus andanzas, había conocido a María, de oficio costurera. María unos diez años mayor que Daniel, fue quien hizo posible que Daniel tuviera éxito en su empeño de juventud; ella era una mujer atractiva y fogosa, inculta, pero sabia en las cosas de la vida. Daniel, aceptó en convertirse en su pareja, porque la mujer no le exigía otra cosa que fuera su amante y, en cambio, le aseguró que ella se ocuparía del manteni-miento de la casa.

Daniel, como casi todo el mundo, bebía una copa de vino con las comidas, pero María descubrió que si lo hacía beber mucho, la bebida desataba en el joven un incontenible apetito sexual. Y fue ella quien lo empujó a la bebida hasta convertirlo en un borracho; no le importaba matarse trabajando, porque se sentía compensada con las noches de placer que le daba Daniel. Así vivieron durante quince años, hasta que María enfermó y murió.

Daniel, convertido en borracho consuetudinario, no supo cómo afrontar el problema de su subsistencia.

- El del quiosco - concluyó -, me han dicho que Ud. quiere hacerle una entrevista. Le advierto que no le resultará nada fácil. Es un solitario, no se mete con nadie.

- Así parece porque ni siquiera he podido verle la cara. A la hora que subo al bus, siempre está durmiendo.

- Yo sí le he visto la cara. Tiene unos grandes ojos de color azul muy claro, escondidos trás unas cejas muy tupidas; lo que le afea la cara es su tremenda narizota, roja como una fresa, llena de pequeñas venitas hinchadas, como si su sangre fuera muy espesa. ¡Será por el vino!, digo yo.

En su primera salida a la calle, Daniel se encontró con el perrazo negro, que le meneó la cola en señal de amistad, y lo siguió. Y luego vinieron los otros perros vagaundos.

El mendigo, posiblemente,se había percatado de que yo rondaba por su zona, desde hacía varios días; no lo sé.

Una mañana, me senté en una punta de su banca y le dije: - Daniel, tengo que proponerle un negocio.

Me miró, dudando de que mis palabras estuvieran dirigidas a él, que era un mendigo y es sabido que los mendigos no tienen nunca nada para vender, ni mucho menos para comprar.

Fue la primera vez que vi su cara; el frutero la había descrito muy bien, incluso con el detalle de su narizota. El hombre estaba tan sucio que desprendía un olor rancio y ácido, de piel sudada y resudada, mezcla de vino tinto, cebollas y ajos.

- Creo que es algo que le conviene - dije en voz muy alta, como si así mi proposición adquiriera más fuerza.

- ¿Qué es lo quiere? - preguntó, por fin.

- Hacerle una entrevista para mi diario. Quiero que Ud. me cuente cosas de su vida, ¡saldrá en el periódico!

- ¿Dónde está el negocio? - Durante un mes, cada día, le dejaré una botella de vino y dos marraquetas de pan, jamón y queso. ¿Qué le parece, Daniel?

- Poco. - Bueno, le hago el trato por dos meses.

- ¿Y qué quiere que le cuente?

- Las cosas que le han pasado en su vida. Dígame, Daniel, ¿qué piensa de la vida?

- Tal como la vive la gente, es una buena mierda, porque convierte a los hombres en esclavos, los hace trabajar hasta que llegan a viejos y no valen más que un desperdicio; pero lo peor es que les priva de su libertad, algo esencial para poder vivir. ¡Mire! Dirá Ud. que parezco o que soy un piojoso y no le faltará razón, pero yo poseo, téngalo presente, algo que Ud. no tiene, ¿me entiende?

- ¿Qué es eso que Ud. tiene y que a mí me falta?

- ¡Libertad! Yo no tengo que trabajar para nadie ni obedecer a nadie. Desde que murió mi mujer, que me daba de todo, voy por ahí pidiendo comida; sé que me dan son sobras, y las recibo: si me gustan, me las como; si no me gusta las sobras que me dan, se las doy a mis perros, y pido en otras casas hasta que consigo algo que me guste.

- Pero, eso no es vida.

- Ya sé que no es servicio de restaurante, pero también sé que no pago ni una miserable moneda. A Ud. nadie le da nada gratis en un res-taurante: alguien tiene que pagar la consumición, Ud. o un amigo.

- En eso tiene razón.

- Y en muchas cosas más.

- ¿En que más?

- En todo lo que le contado.

- ¿En qué, Daniel?

- Dígame, ¿se ha dado cuenta ahora porqué me considero un hombre libre? ¿Que a veces paso hambre? Es verdad, pero nunca me falta para mi botellón; el vino, alimenta. ¿Conoce a alguien que sea tan libre como yo?

- Pero Ud. lleva una vida muy sacrificada.

- Y Ud., ¿no tiene que sudarla para vivir?

- ¡El trabajo ennoblece, Daniel!

- Eso sólo es la propaganda del sistema, nada más. Yo me ocupo de mis perros y no lo hago por eso que llaman caridad cristiana, ni por ser noble ni para salvar mi alma, porque yo lo hago a mi aire, libremente. Ellos, mis perros, sí que saben ser agradecidos; me cuidan y me abrigan. ¡Venga una de estas noches y lo comprobará!

- Muy interesante, lo que me cuenta, Daniel, muy interesante.

- Oiga, señor, ¡escúcheme! Lo único interesante de verdad de todo esto, es que soy Daniel, un hombre libre. ¿Entendió?