LECTURAS Y DATOS INTERESANTES

Portada 
Otros Textos

 

C U E N T O S  y   E P I S O D I O S

A Victoria Benado R.

Cuentos y EpisodiosLA MILAGRERA

La noticia estaba en los diarios: una niña campesina, de no más de diez años, sufría trances y aseguraba haber visto a la Virgen durante los tres días de festividades religiosas.

Todo el poblado se sintió conmovido y los vecinos no dejaban de desfilar por su choza para observarla en su lecho, aparentemente, sin respirar; yacía así durante horas antes de recobrarse y contar cómo le había ocurrido el milagro: la Virgen se le aparecía bajo un viejo sauce, junto a la pequeña vertiente que bajaba desde el cerro.

Durante la tercera aparición, la Virgen le dijo que ella tenía la misión de curar a los enfermos y lo lograría con el agua del arroyo, que se volvería milagrosa si ella la tocaba con su manos.

Ya había hecho curaciones: un muchacho, inconsciente durante dos días, tras una brutal caída de un caballo, alivió del todo tan pronto la milagrera mojó su cabeza con agua bendita; otro, que sufrió graves quemaduras, vio reconstituida su piel por efectos del agua de la Virgen.

La nueva se fue esparciendo por los campos vecinos y los atacados de males incurables peregrinaron al pueblo de la niña.

Sus padres, gente religiosa, aceptaron que su hija los atendiera con la fuerza milagrosa de sus manos y del agua, sin cobro de ninguna especie; pero, no podían evitar que los recuperados dejaran gallinas y pavos en el corral, ni que algunos dejaran billetes de distinto valor, en un poyo de ladrillos y barro que había junto al pozo. Nadie se atrevía a tocar ese dinero que era considerado sagrado y bendecido por la Virgen. ¡Solo aceptaban que la niña, y nadie más que la niña, pudiera señalar el uso al que ella quisiera destinarlo!

Ese era el ambiente que se vivía alrededor de la humilde choza en que había nacido y crecido la milagrera. Pasados unos meses, los propios enfermos regularon las visitas en una especie de reglamento para evitarle excesivas fatigas a la niña, de muy débil constitución física, dejando sus intervenciones solo para los fines de semana.

Un rábula de la zona, pensó que con todos estos elementos se podía organizar un negocio provechoso, si lograba conquistar la voluntad de los padres: un buen pretexto sería proponerles la erección de un santuario, como agradecimiento a la Virgen que había escogido a la hija de unos humildes campesinos para hacer renacer la fe de un pueblo cada vez más descreído. Redactó un escrito, firmado por el padre, que lo designaba representante legal y único autorizado para actuar en nombre de la milagrera.

El pícaro rábula recolectó, leyó y analizó todo lo concerniente a otras apariciones y, de sus lecturas, dedujo que la Iglesia, normalmente, era reacia a aceptar situaciones que escapaban a su control. En el pasado se habían librado sordas luchas en circunstancias parecidas, por considerar inaceptable que, en las mentes cristianas, se desarrollara la idea de igualar la imagen de la Virgen con la del Hijo de Dios.

Para llegar al poblado de la niña era necesario abandonar el camino principal y recorrer casi diez kilómetros por un vereda que solo había sido hollado por carretas tiradas por bueyes.

La casa de la milagrera era una construcción de tablas traslapadas, de color gris ceniciento por efectos del sol y de las lluvias, y un techo de tejas de barro colorado con manchas parduscas causadas por los hongos. Encima, a lo largo y a lo ancho, se desparramaban mazorcas de maíz, cuyos granos servirían de alimento de invierno a las aves de corral.

Toda la casa no era más que una pieza muy grande y obscura que servía de comedor, dormitorio y cocina, según hacia qué lado se mirara. La cocina de leña estaba situada junto a una puerta por la que se salía hacia los corrales. Al frente, protegido por un techo de mediagua, la casa tenía un corredor de ladrillos, alisados por los pasos, la escoba y el tiempo.

Ahí, sentado en una banqueta, el padre desayuna todos los días; siempre tiene a sus pies un brasero y una tetera para hervir agua, asentada en el rescoldo. Su desayuno es una mezcla de harina tostada, agua caliente endulzada con miel, mezcla en que remoja rebanadas de pan de grasa; lo masca sin prisas, como lo hacen las personas que ya no tienen muelas.

Miraba el camino enmarcado por matas de zarzamoras, el mismo que había estado silencioso, desde que él podía recordar, y que ahora bullía con el paso de docenas de personas. Ya no era el horizonte tranquilo que antes oteaba en busca de no sabía qué.

Lo estaba sucediendo eran trastornos que lo obligaban a pensar sobre cosas de las que no tenía ninguna experiencia y, como pensar no era su fuerte, se sentía desorientado. Por eso, no podía asimilar de buenas a primeras todo lo que le estaba sucediendo a la familia; no era lo suyo entender las cosas que se presentan así, de repente.

Sus saberes se referían solo a las cosas del campo. Mirando la floración de los árboles, por ejemplo, él podía predecir cómo sería la cosecha; primero, estaba lo de conocer a los árboles añeros, luego había observar el tallo de la flor: si era blando indicaba mucha pérdida de flores sin cuajar o la abundante caída de los frutos apenas cuajados; los tallos duros eran los de los buenos anuncios, salvo que se sucedieran fuertes lluvias o granizadas fuera de tiempo. El campo no tenía secretos para él: si el arado iba dejando una estela de lombrices, era señal de que la tierra estaba fuerte y recibiría la semilla para germinarla bien.

Eran cosas que había aprendido, poco a poco, desde muy niño y en todos sus años las había ido poniendo en práctica para lograr la buena cosecha para alimentar a la familia y, ojalá, con algún sobrante para semillas y también otro poco para venderlo y obtener algo de dinero.

Tenía solo una hija, nacida en un matrimonio tardío.

Su mujer, trabajando desde su primera infancia, estaba envejecida; a su magro cuerpo se le echaban más años de los que había vivido. El parto, largo y trabajoso, había dejado señales en la criatura, endeble desde sus primeros días.

A la niña, desde el verano pasado, la afligían unas calenturas que la hacían difariar, debía estar en cama, sin poder ayudar en nada; muy por lo contrario, su mujer debía dedicarse a atenderla, de día y de noche. Llegó a pensar que Dios era injusto con él, castigándolo demasiado, con pobreza y enfermedades juntas.

Pero el cura decía que estaba en las Escrituras: "antes pasaría un camello por el ojo de una aguja a que un rico entrara en su reino".

La religión, era el consuelo de los pobres y les enseñaba que esta vida era solo un tránsito sin importancia y una prueba a la que nos somete el buen Dios, si queremos ganar el Cielo. Además, decía el cura: sin religión, libres del temor, los hombres harían la vida imposible; por eso, había que ser humilde porque los rebeldes no son gratos al corazón de Dios.

Todo eso lo explicaba el señor cura en sus sermones.

El aceptaba lo que había sucedido a su hija, una niña que había sido siempre callada y que ahora hacía milagros. como si fuera una santa. Y eso lo atormentaba bastante por no saber cuál debía ser el tratamiento adecuado que debía dar a su hija, ahora que había sido señalada por la Divina Providencia.

Todavía no se había cumplido un año desde el momento en que la niña hizo el primer milagro; sin embargo, ahora, su casa se había transformado en un centro de ebullición.

En los terrenos en el que solía guardar sus dos vacas paridas, se habían instalado negocios para vender refrescos, meriendas y toda clase de envases porque muchas personas los compraban para llevarlos llenos con el agua que había sido tocada por las manos de la milagrera.

El dueño del fundo, en que él trabajaba como mediero, donó un potrero junto al arroyo y ahí los arquitectos habían levantado el santuario, porque el rábula y el cura llegaron a un acuerdo en la distribución de las ganancias.

Los milagros de la niña eran conocidos en todo el país.

Pero, las autoridades del mundo médico predecían que se trataba de una psicosis colectiva; pese a ello, el Municipio quiso estar presente e hizo acarrear toneladas de ripio para mejorar el polvoriento camino, porque los peregrinos no dejaban de venir.

Y así transcurrió un año más.

Todos opinaron que las sesiones debían espaciarse y tener solamente una reunión mensual, porque la niña se veía cada vez más débil y sus fuerzas se agotaban a ojos vista.

Tanto fue así que ni siquiera el agua bendita pudo salvarla de la muerte.

No sé cuántos años han pasado desde que ocurrieron estos hechos. Sin embargo, todavía, el santuario es visitado por centenares de creyentes en los poderes del agua milagrosa. ¿Por qué necesitará la gente necesita dar pábulo a hechos como éste? ¿Serán las dudas de la rectitud de sus comportamientos vitales o sus íntimos modos de pensar?. Pero, lo cierto es que, con sucesos así, hace ya muchos años, se han construido santuarios como los de Fátima con la Virgen portuguesa, de Lourdes con la Virgen francesa o de Ciudad de México con la Virgen de Guadalupe.

Tal vez, en este caso, la creencia en el agua milagrosa de la Niña solo terminará cuando se seque la vertiente que baja de la montaña.