LECTURAS Y DATOS INTERESANTES

Portada 
Otros Textos

 

C U E N T O S  y   E P I S O D I O S

A Victoria Benado R.

Cuentos y EpisodiosEL CAPO

Creo que no había cumplido los quince cuando me metí por primera vez en el gimnasio del barrio para aprender a boxear.

- Este un deporte muy sacrificado - me dijeron -, pero, si eres bueno, te sacará de la pobreza.

Mi padre, un albañil sin trabajo fijo, no se opuso a mis deseos y le dijo a mi madre:

- Eso es mejor a que ande vagabundeando por las calles; de ahí no se saca nada útil.

Yo aprendí con rapidez como debía moverme entre las cuerdas y tenía vista de lince para hacer esquives oportunos, todo, con naturalidad. En pocos meses de trabajar duro, me seleccionaron para el Campeonato de los Barrios; llegué hasta los octavos de final. Al año siguiente gané el vicecampeonato. A los 18 años fui campeón de aficionados.

Durante cinco años seguí en el box como profesional, hice una campaña bastante aceptable, gané algún dinero y una marca en el arco superciliar izquierdo. No habían mentido los que me dijeron que el box era un deporte muy sacrificado: cada vez me costaba más trabajar en el gimnasio o levantarme de madrugada para correr varios kilómetros en los parques y caminos rurales; sobre todo, si la noche anterior se había prolongado entre copas y mujeres.

Además, había conocido a Lucy, que regentaba una casa de categoría. ¡Así es la vida! Los hechos se van encadenando y no se piensa en nada si uno está a gusto, disfrutando.¡Lucy y yo nos habíamos enamorado! Ella me dijo que necesitaba un hombre para imponer respeto entre los parroquianos ariscos. También me dijo que, en el box, de recibir tantos golpes en la cabeza, podría convertirme en uno de esos sonados que andan por ahí, con orejas de coliflor y la nariz quebrada. Lucy quería que yo fuera su capo.

Me acostumbré fácilmente a mi nueva vida.

Lucy me daba de todo, desde la cama hasta el dinero. A los pocos meses de convivir con ella, una tarde, mientras retozábamos en la cama, me dijo:

- ¿Sabes? He estado pensando que tú me puedes ayudar en algo.

- ¿Qué será?

- ¿Dónde te metes en las noches antes de venir a casa?

- Te lo he dicho, Lucy; voy al café a jugar a las cartas o unas mesas de billar. Eso es lo que hago.

- ¿Nunca has ido con tus amigos a otras casas?

- ¿A otras casas? ¿Para qué, Lucy?

- No buscando romances - y me sonrió con picardía -, tú ya tienes lo tuyo, ¿o no?

- Bueno, dime, ¿qué quieres?

- Quiero que vayas a otras casas, que las recorras todas y te fijes en el material que ofrecen: ¡solo me interesan las jóvenes! La Nilda y la Escobita dicen que se van al sur; a mí me conviene porque ya están muy conocidas y quiero reemplazarlas para ofrecer novedades.Eso le gusta mucho a los hombres.

- ¿Y tú quieres que yo vaya a otras casas?

- Son cosas del negocio, mi vida. Tú me avisas si en tus correrías has encontrado algo bueno. Yo me encargo de lo demás, ¿está claro?

Elegí a Quebracho para hacer estas visitas; nos teníamos un mutua simpatía. Era un hombre joven todavía, parco al hablar, gran bailarín, firme bebedor y buen jugador. Siempre estaba disponible para todo, como invitado. Le pregunté por dónde podíamos empezar:

- Lo indicado es ir a la Metro; así yo mato dos pájaros de un tiro.

No me contó que esta casa tenía su amor. Le dije que me parecía bastante curioso el nombre de la casa.

- Todo tiene explicación - me comentó. La dueña posee un culo enorme, como para dos personas, y la llamaban la Metro Ochenta.

- ¡Vaya sobrenombre!

- Ahora es solo la Metro. Una de las asiladas, que es loca por las películas, convenció a las otras mujeres que podrían llamarse como las estrellas de cine, pero solo de las que trabajaban para la Metro, la del león; ahí las tienes a todas con nombre de estrellas de cine. A la dueña la rebautizaron como la Metro, por ser la empresaria.

Esa noche conocí a Lena - seguramente por la cantante y artista de cine Lena Horne -; tenía la piel de un moreno pálido, el cuerpo delgado y flexible como un junco, los ojos negros y unos dientes blanquísimos; solo sus gruesos labios y los orificios de la nariz denunciaban su etnia. Llamaba la atención por sus movimientos al bailar, llenos de sensualidad. No hizo ningún comentario sobre mi torpeza de bailarín; parecía divertirse con mis vacilaciones improvisando figuras, echando el cuerpo hacia atrás para rozarme mis partes con la firme carne de sus muslos.

Le propuse que nos fuéramos a la cama, pero me sorprendió con una negativa.

- No puede ser; tú eres el hombre de la señora Lucy.

- Sí, pero eso, ¿qué tiene que ver?

Ni siquiera pensé cómo sabía de mi relación con Lucy.

- Para tí nada, seguramente. Pero, ¡pobre de mí si ella lo llega a saber!

Me pareció que luchaba en su interior porque también lo deseaba. Me dijo:

- Aquí no. Si quieres nos ponemos de acuerdo para otro día y en otro lugar.

No tuve tiempo de contestarle, porque desde la última habitación se oyeron agudos chillidos de mujer. Sin darme cuenta de que no estaba en mi casa, por hábito, corrí hacia el fondo para poner orden. Abrí la puerta, violentamente.

Había poca luz, pero vi que alguien estaba golpeando a una mujer, caída en el suelo. Encendí la luz. Era el Quebracho. Al verme dijo, sin alterarse:

- ¡Ah, eres tú!

- Te estaba buscando - mentí-.Vamos

- ¡Mañana vendré por lo mío! - amenazó a la mujer -. ¡Ya lo sabes!

Nos fuimos a un bar próximo a beber unas cervezas negras.

- ¿Tuviste algún problema?

- El mismo de siempre, con una variante: no quería darme nada porque dijo que necesitaba comprarse unas medias, y eso no lo aguanto. ¡Puede comprarse lo que quiera, después de darme mi cuota completa!

- Le estabas dando muy firme, Quebracho.

- ¡Tengo que hacerlo! Eso sí, nada en la cara porque si le pongo un ojo en breva, estaría unos días sin trabajar. ¡Sería peor el remedio que la enfermedad!

- ¿No hay otra forma?

- Las palabras no sirven de mucho ..¡Ya lo verás! A ésta parece que le gustan las friscas. Mañana estará mansita y me dará lo que le pida.

-¡El caso es que yo no me veo pegándole a Lucy!

- Eso es algo muy distinto; ella es la dueña. ¡Te vería yo viviendo a costa de una asilada! ¡Tú eres un hombre con suerte!

- ¡Será por mi suerte que Lena me ha rechazado!

- ¿Te querías acostar con ella?

- Ganas no me faltaban.

- ¿Sabes porqué se negó?

- Ni idea.

- Duro, has de saber que ninguna asilada se acuesta con el capo o el hombre de una dueña de casa, de una patrona; es la costumbre. Además, esas cosas siempre terminan mal. Te contaré que cuando fui el capo de la Olga, me pasó.

- ¿Qué te sucedió?

- Yo era muy joven, como tú: la Olga le cortó la cara a la mujer que me aguantó el salto. Ahora la llaman la Seria, porque si se ríe se le tuerce la jeta de un modo muy feo; sigue trabajando porque dicen los que se acuestan con ella que se las sabe todas.

- Alguien me la mencionó el otro día.

- Es muy conocida. Mira, Duro, tú me caes bien y eres un buen amigo; por eso, yo te aconsejo que soluciones el problema en un hotel de otro pueblo donde no existan casas, porque si no es lo mismo; la noticia corre.

- Bueno, ya veré qué hago.

- Sigue mi consejo, no te metas en honduras. Cuando lo largan a uno, la vida se hace muy difícil. Ya ves a lo que yo estoy reducido, y a la Crawford ya le están tocando la campana. Las putas envejecen pronto con tanta cama, tanto trago y tanta trasnochada.

- ¿Cuántos años tiene la Crawford?

- ¿Años? ¡Está en las diez de últimas, casi 30!

- No me pareció avejentada.

- ¿Lo crees de verdad? A veces ni tengo ganas de estar con ella, pero tengo que cumplir. Por eso, te decía que tú tienes suerte.

- ¿Tú lo piensas, lo piensas de verdad?

- No he tenido que pensarlo. ¡Salta a la vista! Ahí estás bien colocado, es una buena casa, para mí es la mejor. Creo que la puta más vieja no tendrá más de dos patitos, ¿cierto?

- ¿Veintidós, dices? No lo sé, pero son muy jóvenes.

- Es que la puta añosa no sirve. A veces, algún viejo sentimental viene por echar la película para atrás; pero, son pocos, aunque pagan bien si la mujer lo sabe trabajar.

- Bueno, Quebracho, dejemos esto, ¿qué te parece si vamos a echar una manito de póquer?

- Me gustaría, pero estoy casi limpio; por eso fue la bronca.

- Mira, yo te financio; si ganamos vamos a medias y si nos va mal, yo pierdo, ¿te parece bien?

- Hombre, así, a la segura, sería para jugar horas y horas. ¡Vamos!

En los juegos siempre he tenido suerte, especialmente con los naipes. Saber jugar las cartas, también, me lo enseñó don Carlos, que fue mi entrenador en mis tiempos de boxeador. El fue quien me bautizó con el sobrenombre de Duro, porque nadie logró tirarme a la lona ni nunca perdí por fuera de combate.

Sonaba bien: Duro Durán.

Don Carlos me dio un consejo que nunca he olvidado: "Hay que saber colocar las cartas. Un buen jugador con malas cartas, se defiende".

Era muy cierto.

Además, aprendí a observar a los jugadores y a recordar sus tics. Todos se denuncian de algún modo, desde los que dan una gran chupada al cigarrillo apenas ven su juego, hasta los que lo apagan, aunque re- cién lo hallan encendido; los hay que se acomodan en sus asientos y se recuestan en los respaldos; otros se apresuran a poner el dinero al frente. Incluso, a los que se conoce como caras de palo o caras de póquer, se denuncian por una carraspera, un rápido pestañeo o por fruncir la boca. Si uno observa bien, a las pocas manos reconoce a quien maneja bien las cartas o las fichas, según a lo que se juegue.

La mayoría tiene la obsesión de ganar. A mí también me gusta vencer, pero lo bueno es triunfar, divirtiéndose.

Entre los jugadores nocturnos - como toda la gente que vive la noche y de la noche - solo un novato se atreve, por ignorancia, a hacer trampas. La noche tiene reglas no escritas, que se aplican a quienquiera que se atreva a saltárselas y van desde el ostracismo más severo hasta la misma muerte, porque en la noche no solamente la letra entra con sangre. Esa noche ganamos varias manos substanciosas.

Los que ocupamos la mesa somos casi siempre los mismos y todos saben que, ganando o perdiendo, luego de jugar un par de horas, abandono porque tengo obligaciones que cumplir al llegar la medianoche.

Así, más o menos, han transcurrido ya casi diez años de mi vida con Lucy. Soy un hombre respetado en el ambiente.

Muchos me vieron en el cuadrilátero y saben que sigo siendo, a mi modo, el Duro Durán, capo de la casa de la señora Salgado, a quien todos conocen como Lucy.