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C U E N T O S  y   E P I S O D I O S

A Victoria Benado R.

Cuentos y EpisodiosEl ojos verdes

No recuerdo el día exacto, pero fue a finales de mayo; en la última clase de la tarde, ocurrió un hecho insólito.El profesor había ofrecido un examen oral a los alumnos que desearan mejorar sus calificaciones; escogió a diez, pero al Nano Ferrada, le dijo: - Tú, Ferrada, no.

- ¿Por qué, señor? Creo que merezco mejor nota. - Tu calificación es suficiente - dijo el profesor.

Ferrada, pese a ser un chico de mucha personalidad, guardó silencio. Durante el interrogatorio los alumnos seleccionados no supieron contestar varias preguntas; cada vez que eso sucedía, Ferrada levantaba la mano y daba las respuestas correctas. Al terminar con la ronda, el profesor consultó su reloj, y dijo: - Quedan cinco minutos; Ferrada, me has convencido. Pasa al frente.

Entonces, el chico sacó a relucir su fuerte personalidad. Inmutable, sin levantarse de su asiento, exclamó: - ¡No, señor! Renuncio a su oportunidad. ¡Yo solo quería demostrarle que se había equivocado conmigo!

El profesor era un hombre delgado, alto, con una pronunciada calvicie en su pequeña cabeza; la boca, de labios finos, también era pequeña. Todos sabíamos que era una persona nerviosa, fácilmente irritable; por eso, sus ojos se velaron de impaciencia y de una rabia contenida. Casi gritó: - ¡Ferrada, pasa al frente; te voy a interrogar!

El chico Ferrada se puso de pie y en voz muy alta, dijo: - Señor, ya se lo he dicho y se lo repito ... ¡renuncio! Y se sentó. En ese momento sonaron los timbres anunciando el final de la clase; pero, todavía, oímos al profesor: - Ferrada, mañana tienes una cita conmigo en las oficinas del señor Inspector General. Cerró el libro de clases, se puso de pie y caminó con largos pasos, de afectada dignidad, abandonando la sala. Apenas traspuso la puerta, toda la clase estalló en comenrios. Algunos felicitaban a Ferrada. Otros comentaban la cara de sorpresa del profesor ante la negativa de su alumno, y no faltaron los que presentían que todo el curso, tarde o temprano, terminaría pagando la osadía del chico.

Al marcharme a casa vi en la esquina un grupo conversando animadamente. Pensé que seguían comentando el incidente y me acerqué a ellos. ¡Pero me había equivocado! - Hola, Martín - me saludó Oteíza. ¡Qué bueno que hayas venido! Y, sorpresivamente, me preguntó: - ¿Has ido alguna vez a casa de putas?

Era una pregunta desconcertante. Tenía que decir algo, sin darme tiempo para analizar las consecuencias de mi respuesta. Pero, desde el primer momento supe que contestaría afirmativamente, pese a que no conocía nada de mujeres. Mi tiempo lo copaban mis estudios y el deporte, especialmente, el boxeo. Alguna vez había conversado con Oteíza sobre el sexo y me molestó su aire de sábelotodo contando sus experiencias con mujeres de prostíbulo; su descripción del acto sexual me repugnó.

Era algo muy distinto a las explicaciones de nuestro profesor de Biología al hablarnos de la reproducción y de la forma de acoplarse de los seres humanos; esas descripciones solo nos despertaron una simple curiosidad, y nada más. En cambio, las descripciones de Oteíza tenían el poder de excitarnos y de clavar el deseo sexual en nuestros pensamientos. - Sí, he ido - dije - tratando de aparentar tranquilidad -. ¡Más de una vez! - agregué. - ¡Estupendo!- exclamó -. Seremos cinco; es un buen número. - ¿A qué hora nos juntamos? - preguntó Mollendo, un muchacho desgarbado y flaco, con una leve cojera. Al verle venir de lejos parecía el bamboleante palo mesana de un barco. - Temprano - respondió Oteíza, eufórico - tipo diez.

Así nos damos la fiesta como dueños de casa; las mujeres estarán nuevas, porque los viejos vienen más tarde. Los otros muchachos eran Blanco y Verdugo. - Nos encontraremos en la esquina, a las diez y algo. ¡Ah! Hay que fijar la cuota por cabeza para las copas. El que quiera cama apechuga por su cuenta; si es capaz de enamorar a la tonta solo paga la pieza y si se la puede que mate su propia gallinita, ¿está claro? Al quedarme solo, mi primer impulso fue no dejarme arrastrar por la novedad y quedarme leyendo en mi cama. Me inquietaba la posibilidad de estar con una mujer de más edad que yo, sin saber qué decir ni cómo comportarme con ella. No me gustaba improvisar; cada vez que ocurría algo nuevo, me tomaba mi tiempo antes de opinar o de actuar. Me resultaba difícil imaginar cómo era eso de entrar a un salón, bailar con una desconocida y saber que ella aceptaría meterse en la cama con un extraño y ejecutar un acto tan íntimo. Tampoco me resultaría sencillo lo de bailar, porque por mis intensos ejercicios para el box, mi musculatura, muy dura, me hacía adoptar posturas tan tiesas como un palo. Además, ¿qué podría conversar con una mujer así? ¡Tendría que mantener la mentira que le había dicho a Oteíza! ...¿Y si ella se daba cuenta?

Este pensamiento me causó un profundo malestar. Estaba a tiempo para cambiar mi decisión. Ninguno de mis compañeros se atrevería a reprochármelo, porque sabían de mis violentas reacciones y de la contundencia de mis puños. Y si era así, ¿por qué no rectificaba, por qué tenía la seguridad de que iría con ellos? Los pensamientos me asediaban, como si se reflejaran en una pantalla circular. Me encontré repasando todo lo que había oído sobre mujeres y recordaba que, cuando los muchachos hablaban de sus experiencias, les sacudía una vibración angustiosa, como si algo estuviera a punto de romperse. Yo nunca había atendido a ese llamado secreto y ahora me acicateaba con urgencia. ¡Sí, iría con Oteíza, con Mollendo, con Blanco y Verdugo! Me había convertido, sin oponer resistencia ni darme cuenta de ello, en un ser sometido a un inescrutable deseo. Más tarde, con experiencia, supe que había sido un ingenuo en toda la regla. Nos reunimos puntualmente.

Los muchachos venían recién peinados y olían a pino y a lavanda. Eso fue algo espontáneo. - Parecemos príncipes, ¡qué dirían en el colegio si nos vieran! - exclamó Verdugo. Nos reímos de buena gana para disimular nuestro nerviosismo. Luego me enteré de que, salvo Oteíza, todos éramos novatos. - Bueno - dijo Oteíza -, será mejor que me den sus cuotas. Así paga uno solo y no damos la impresión de pendejos comprando helados. Y dijo: - Voy a ordenar una ponchera; nada de pedir combinados ni tragos especiales ni acepten que lo hagan las mujeres, ¿entendido? ¡Tampoco nada de cigarrillos importados! Se fuma lo que se tiene, ¿está claro? Entonces dio unos timbrazos en la puerta. Al rato se oyeron unos pasos y se abrió una mirilla metálica. Nos miraban unos ojos de vieja. - Buenas noches, Adelina - dijo Oteíza. Somos cinco.

La puerta se abrió y subimos por una escalera de dos tramos, que terminaba en un pasillo; hacia la izquierda de éste, se abría un salón color rosa, de regulares dimensiones y con varios confortables. La iluminación provenía de una lámpara de cobre de cuatro brazos, en forma de hojas tropicales, que atenuaban su intensidad. En un rincón, dos parejas bebían tragos largos. Las mujeres vestían trajes de telas brillantes y de coloridos chillones; no pude definir sus edades, porque tenían los rostros muy maquillados. Al vernos aparecer, una de ellas se levantó para hacer funcionar el tocadiscos; de paso, saludó a Oteíza. Se asomó al pasillo y gritó hacia el piso superior: - ¡Nury, baja, que llegó tu amor! La portera, se acercó. - ¿Qué se van a servir? Oteíza, ordenó. Se oyeron pasos atropellados. - ¿Quién me busca? Al reconocer a Oteíza, que la esperaba con una sonrisa, le dio un beso apasionado, y se puso a bailar con él. Entraron otras mujeres y al vernos, una, dijo: - ¡Llegó el tiempo de los exámenes, chiquillas! Oteíza satisfecho de su papel, nos gritó: - ¡No se queden parados como troncos! Elijan y bailen; pero en ese momento la música terminó y la pareja vino a nuestro rincón. Todos teníamos una copa en las manos. - ¡Salud, compañeros, por los nuevos amores!- brindó Oteíza-, sonriendo a Nury. Yo no me sentía tranquilo y observaba cómo reaccionaban las mujeres; no me había decidido por ninguna, lo que no se notó porque ellas eran tres y nosotros cuatro. Uno de los hombres del otro rincón vino hasta nuestro grupo. Con un movimiento sorpresivo, cogió a Nury de un brazo y le dijo, irónico: - ¿Así que la niña estaba enfermita cuando la llamé y se ha mejorado apenas llegó éste? Y señalaba a Oteíza con un dedo.

- ¡Déjame, tonto pesado! - exclamó Nury, con rencor. ¡Déjame, que me duele! - ¡Peor sería si te diera unos sopapos! - replicó el hombrote. Y con la mano derecha la cogió del cabello, obligándola a mirarlo a la cara. Ninguno de nosotros estaba preparado para tal incidente, y nos quedamos paralogizados. El hombre, alto y fornido, había endurecido su expresión, porque también notó el tono de desprecio en la voz de Nury. Ella miró a Oteíza, pero apenas éste inició un gesto de defensa, el hombre soltó a Nury y le dio un empujón; Oteíza, tras un cómico trastabilleo, cayó sentado en un sillón. Humillado, me buscó con la vista. Yo ya me había decidido y me encaré al hombronazo, tranquilo y muy seguro. - ¡Suelte a Nury! ¿Qué le pasa? - Y, éste, ¿de dónde sale éste? A ti nadie te ha dado velas en este entierro! ¡Por tu bien, lárgate! - ¡Dije que la soltara! - le grité. Y sentí que me nacía esa rabia sorda que invade todo mi cuerpo, se me sube a la cabeza y parece empujarme para meterme en los pleitos. - ¡No digas que no te avisaron, pajarón! - gritó.

En el gimnasio aprendí a ser disciplinado para dominar los secretos del boxeo. Primero, mantener los pies aplomados y plantar las piernas con una sepa-ración que permita corregir la distancia, en defensa y ataque. Luego, la posición de las manos y de los brazos, y mantener los ojos bien abiertos para observar los movimientos del contrario; ensayar giros de cintura, justos para esquivar sus golpes, lanzar los míos con rapidez, en forma recta, con todo el apoyo de mi cuerpo, y atacar a la menor vacilación del contrario. El hombre levantó el brazo con su manaza empuñada; con el brazo en alto pareció aumentar su estatura: se había empinado sobre el pie izquierdo para dar más fuerza a su golpe. Yo, sereno, capté sus movimientos y vi cuando descargaba el puño con gran violencia; en ese preciso instante, hice un leve desplazamiento hacia atrás y la manaza pasó a centímetros de mi nariz. Empleó tal fuerza, que se desequilibró y dobló su cuerpo: ¡era el momento que yo esperaba! Mi golpe le dio en pleno mentón con toda mi fuerza, más la que el hombre acopló con su impulso. Fue un golpe limpio. Lo había practicado a menudo en el gimnasio, pero era la primera vez que lo daba en una pelea. El hombronazo cayó al suelo en redondo.

Supe, después, que el golpe le hizo perder una prótesis dental, que saltó bajo un sillón. Todo fue cosa de pocos segundos. Su compañero, furioso, salió en su defensa. Los gritos de las mujeres llenaron el salón y subieron hasta los dominios de la dueña. El segundo hombre también tenía una fortaleza de animal. Me lanzó un golpe buscando mi mentón; con un leve movimiento del torso, lo dejé fuera de distancia. Lo amenacé con mi derecha mientras él recogía su brazo. Mi propósito era hacerle sacar el otro brazo de su guardia: lo hizo, instintivamente, y quedó sin protección. Mi golpe de izquierda le dio de lleno en la nariz, con tal fuerza, que saltó la sangre. Se la quebré. Los malos boxeadores, al sentirse heridos, se enfurecen, arremeten y lanzan golpes a destajo, es una telegrafía muy conocida; basta con mantenerse sereno y usar los puños sobre seguro. El gordo arremetió. Yo, con un movimiento al costado, lo hice pasar de largo hasta chocar contra la pared.

Mis compañeros reaccionaron y lo sujetaron, retorciéndole el brazo por la espalda e inmovilizándolo. Se quedó quieto al comprender que no podía contra todos nosotros; casi no podía respirar y, además, contemplaba a su amigo, tendido en el suelo. Entonces, se oyó una voz de mujer, de tono grave e imperativo: - ¿Qué está pasando aquí? - preguntó, examinando el grupo. Estaba de pie, en el umbral.

Era un hermosa mujer, distinta a las que estaban con nosotros. ¡Para mí fue como una aparición! La piel, muy blanca, sin afeites, contrastaba con su vestido de lanilla obscura. En su rostro, de facciones regulares, destacaba una naricilla respingada, amén de una boca carnosa y unos ojos negros, bordeados de largas pestañas. La estatura era más bien mediana, pero debido a sus acentuadas curvas parecía más pequeña; el escote de su traje dejaba adivinar el inicio de sus pechos y, finalmente, el grácil cuerpo terminaba rematado en dos hermosas piernas. - ¿Es que nadie me va a contestar? - insistió -, mirando a las mujeres, que se habían quedado mudas tras el griterío. Nury fue la que habló. - Señora Sussy - dijo, todavía nerviosa por la agresión -. ¡Éste viejo carajo la tomó conmigo y me pegó! Y con el mismo desprecio de antes, agregó: - ¡Éste tipo es una bestia que siempre anda armando peleas en las casas! - Lo sé - dijo la señora Sussy -. ¿Le pegaron entre todos? Nos observaba, uno a uno, deteniéndose en Oteíza, el más alto, que ya había recuperado su actitud de hombre decidido y audaz. - No, señora Sussy, fue el Ojos Verdes - dijo Nury.

¡El solo los machucó a los dos! Ni yo ni nadie lo supo en ese momento, pero, desde esa noche, el apodo con que me bautizó Nury, me ha seguido por todas partes. La señora Sussy nos contempló otra vez y sentí que poseía un extraño imán, que me obligaba a mirarla, pero no bajé la vista, ni pestañee cuando avanzó hacia mí, sus ojos fijos en los míos, entreabriendo sus labios para dedicarme una sonrisa subyugante. - ¿Así que lo hiciste tú solo?, me preguntó, riendo. - Sí, señora - le contesté. ¡Tuve suerte! - ¡No todo habrá sido suerte! - exclamó, y me cogió del antebrazo, dándome un pequeño apretón. Siempre que alguien me toca un brazo, instintivamente, pongo los músculos en tensión. Ella lo notó. - ¡Tienes una musculatura estupenda! Después, ordenó a Nury que trajera un jarro de agua fría. El gordo aprovechó para hablar. - Sussy, dile a estos cabros que me suelten. - ¿Cabros, porque son jóvenes? Entonces, por ser más viejo, tú serás cabrón. ¿Y por qué no se lo dices tú mismo? Yo no tengo nada que ver contigo ni con tu amigote.

Nury volvió con la jarra. La señora Sussy vació toda el agua en la cabeza del hombronazo, que reaccionó de inmediato. Noté que la inquietud se apoderaba de mis compañe-ros; ellos no conocían los efectos de un fuera de combate. Algunos boxeadores, pese a estar inconscientes, siguen de pie, dando golpes; pero este gigante no estaba preparado para recuperar sus facultades. Yo, muy calmado, le ayudé a levantarse; tenía la mirada extraviada y, mecánicamente, se llevó la mano a la boca al notar la ausencia de la prótesis delantera. - ¿Cuánto deben éstos? - Tienen pendiente dos botellas, señora Sussy. - ¿Quién va a pagar? - Yo, Sussy, yo pago - dijo, el gordo, buscando el dinero con el brazo libre -. ¡Toma, es todo lo que tengo! - ¡Faltan quinientas! Tu amigo tendrá, ¿no? Luego de pagar, los hombres enfilaron hacia el pasillo. Todavía, la señora Sussy les advirtió: - ¡No quiero verlos más por aquí! ¿Entendido? Pasados algunos momentos, abajo, se cerró la puerta. - ¡Negra, pónele candado! - gritó Sussy -. Esta noche se cierra la casa. ¡Nos vamos a divertir nosotras! Y apenas sonó la música, me dijo: - Ojos Verdes, baila conmigo. La música era suave y melancólica. La miré a los ojos y ella me sonreía. Al rodearla con mis brazos me invadió la tibieza de su cuerpo, del que se desprendía un perfume cálido, embriagante. - Apriétame un poco más - murmuró muy bajito. Yo estaba tan absorto en medio de tales sensaciones que ni siquiera oía la música; solo sabía que la tenía en mis brazos. Sus largos dedos jugueteaban en mi nuca y sus uñas me arañaban el cuero cabelludo; me había doblado el brazo derecho para que rozara el nacimiento de sus pechos.

Tenía la sensación de ir caminando por un sendero de nubes; mi cuerpo se había independizado de mi voluntad y solo obedecía a esos nuevos y extraños efluvios. La voz de Sussy me trajo a la realidad. - Bailas bastante mal, Ojos Verdes - dijo. Es mejor que vengas conmigo, a ver si te comportas. - Sí, señora; lo que Ud. diga. - No me digas señora. Me llamo Sussy. - Es un nombre que me gusta muchísimo. Abandonamos el salón. Mi compañeros dejaron de bailar y cuchichearon algo que no pude oír, pero tampoco volví la cabeza para mirarlos. Sussy me había cogido de una mano, y yo me sentía como un globo flotante. Cruzamos el guardarropas, el comedor y seguimos por el pasillo hasta su dormitorio; apenas entramos en la habitación buscó una llave en un bolsillo de su vestido y cerró la puerta. Entonces, se volvió para abrazarme y darme un beso tan largo que me cortó el aliento; su lengua, tibia y húmeda, se movía sobre la mía con una suave succión. La estreché con fuerza, y se quejó: - Brutito mío, no me aprietes tanto. Demoré un momento antes de obedecerle; es que mis impulsos no eran míos y me habían obligado a estrecharla así, como si quisiera que su cuerpo penetrara en el mío. Mi animal se había despertado hasta el punto de causarme dolor. Ella lo notó y bajó su mano para palparlo; sus dedos ágiles se abrieron camino rápidamente, en medio de mi confusión. - Espérame un momento; ya vuelvo. Fue hasta una puerta que había al fondo de la habitación y encendió una luz. Sentado en un sillón yo observaba sus movimientos, que se reflejaban en el piso, como una sombra. Pude oír un pequeño crujido, como si se despegara un papel engomado y a sus pies se formó un pequeño montículo, seguramente, su enagua. Traté de descifrar otros pequeños ruidos: la tapa de un frasco, adiviné, porque me llegó el olor a perfume; oí que se frotaba brazos y manos,"està usando crema"- pensé. La sombra me dijo que estaba eligiendo alguna prenda liviana para cubrirse y al imaginar que estaba desnuda se avivó mi excitación. Los brazos se alzaron y otra sombra cubrió la sombra. Luego, silencio: estaría observándose en el espejo.

Al aparecer en la puerta, la sangre se me agolpó en la cabeza como un sordo sonido en mis oídos. Antes de que ella apagara la luz, pude adivinar la perfección de su cuerpo que se dibujaba como un borde más obscuro debajo de la tela. ¡Sentí el loco deseo de estrujarla en mis brazos! Se acercó en la penumbra como una gata, sin hacer ruido. -Tontito - me dijo - ¿qué estás esperando? Seguramente, en ése momento la idea cruzó por su mente; su voz traslucía una inquietud ansiosa al hablar. - ¿Es la primera vez? ¿Eres virgo? Bajé la cabeza sin decir nada. Todo el tiempo había erstado pendiente de este momento tan temido, y no sabía qué responder. No me moví de mi sitio. - ¡Tesoro! - dijo, con una voz indefinible, separando cada sílaba al repetir - ¡Mi tesoro! Y empezó a desnudarme, prenda por prensa, al tiempo que no dejaba de besarme. El contacto de sus manos y la dulzura de sus besos me envolvió y sentí el hondo deseo de responder con pasión a sus caricias. Ella, suavemente, me iba empujando contra el lecho. Me tendí en la cama arrastrando a Sussy, que iba dejando una estela de perfume. Se arrodilló y sus manos iban acariciando mi piel hasta llegar al sexo: se inclinó y lo besó con dulzura. El contacto de sus labios me impulsó a iniciar un movimiento, aunque no sabía bien qué debía hacer. Sussy me contuvo. Subió sobre mí y con sus propias manos me puso en el camino.

¡Nunca he olvidado ese momento! Se movía con una rítmica suavidad y eso despertaba mis ansias de penetrarla cada vez más hondo. Me cogió la manos y las colocó sobre sus pechos; estaban tibios como todo su cuerpo, los acaricié y sentí que sus pezones se endurecían. Sus movimientos se iniciaban en las caderas y se transmitían a todo el organismo; también se había apoderado de ella la excitación y se movía con más rapidez; por momentos, hacía una brevísima pausa, pero era solo para estrecharse más contra mi sexo y reanudarlos de inmediato. No supe por qué ni en qué momento comencé a moverme, siguiéndola; tal vez, por instinto. Me acoplé a su ritmo y una fuerza desconocida me obligó a tratar de alcanzar algo que no sabía qué era.

Tenía mis ojos bien abiertos y en la penumbra podía ver a Sussy con su cabeza echada hacia atrás y sus largos cabellos, cual hilos de seda, que le caían por la espalda como entrejiéndose al compás de una rueca invisible que tejía un manto que me cubría de sensaciones. Sussy tenía los ojos cerrados y dejaba escapar pequeños quejidos que salían por su nariz, porque también mantenía la boca cerrada, anhelante, esperando que todo terminara. ¡Así me hice hombre! Y comprendí que había algo que me obligaría a luchar por tener mujer, porque la vida no completaba su sentido si no se alcanzaba esa otra mitad. Nos quedamos quietos largo rato. Sussy se había acurrucado en mis brazos, sin hablar, lejana; pero le molestaba su larga y sudorosa cabellera, que se le pegaba al cuerpo desnudo. Se sentó y con ágiles movimientos se hizo un moño, trabándolo con horquillas que cogió de la mesita de noche. Luego, se volvió de costado y con la mano libre me acariciaba el mentón y rozaba mis labios con la yema de sus dedos, lo que me producía un grato cosquilleo. - Este será un buen año - dijo -. Tengo asegurado un año de buenas cosas. Y al surgirle la sombra de una duda, me preguntó: - ¿Era la primera vez, verdad? - Sí - murmuré apenas y con la voz quebrada.

Ella adivinó lo que quería pedirle. - Es un secreto para nosotros dos, solo para nosotros. No tienes que decírselo a nadie para que yo tenga un año estupendo. ¿Me lo prometes, Ojos Verdes-? - Sí, Sussy, será solo entre nosotros dos. Comprendí que debía decir algo más. Ella lo había dicho casi todo. Y, entonces, agregué: - ¡Tienes que decirme por qué! - Tesoro - dijo -, siempre ha sido así. Para nosotras, desvirgar a un hombre nos asegura un buen año, pero hay que mantener el secreto. Por eso, porque eras virgo, te lo besé; no creas que se hace siempre, ¿contento? Su voz, en el tono confidencial, tenía gratas acentuaciones; podía alcanzar sonidos graves sin esfuerzo, lo que daba gran convicción a sus palabras. Hablaba con seguridad, lentamente; su dicción no tenía nada de vulgar. Todo en ella imponía y nada parecía discordante. No había dejado de acariciarme mientras hablaba y, otra vez, sentí que mi animal quería recorrer el camino del placer. Lo notó y me besó con pasión mientras sus manos ponían en alerta todos mis sentidos. - ¿Quieres? - le pregunté. - Siempre quiero, pero ahora lo haremos como Dios manda. Y se tendió de espalda, abriendo sus piernas para dejarme lugar, pero apenas la penetré, las flectó sobre mis riñones. Luego del éxtasis, quedé exhausto y con la respiración agitada. Permanecí encima de ella, dándole pequeños besos en el cuello y en todo el busto. Abrió sus hermosos ojos y sonriente, me dijo: - Ojos Verdes, ¡tú serás mi hombre por toda la vida!

En ese momento se oyeron discretos golpes de la puerta. No pude menos que notar el cambio que experimentó Sussy. Pese a que pronunció sólo dos palabras, su voz traslució su desagrado: - ¿ Qué hay ...? - Señora - oí decir a la mujer que servía las copas -, los jóvenes quieren otra corrida, ¿qué hago? ¿cobro primero? - ¡Dáselas, dale todo lo que pidan! ¡Esta moche el Ojos Verdes paga todo! Y mirándome a los ojos, sonriente, me dijo: - Ya está todo pagado ¡y con creces!

Pasado el sobresalto que me produjeron las palabras de la vieja, al oír la contestación de Sussy, comprendí inmediatamente que había establecido una superioridad ante mis camaradas de juerga; hasta Oteíza ten-dría que reconocerlo. Sussy encendió una pequeña lámpara de velador y prendió dos cigarrillos; no quise decirle que no fumaba. Había un reloj despertador que señalaba casi la medianoche. Eso me trajo a la realidad."¿Qué iba a decir en mi casa?" - Sussy - comencé a decir ... - No me digas que quieres irte - me interrumpió. Parecía que ella era capaz de adivinar mis pensamientos; era la segunda vez que sucedía en pocos minutos. - Sabes, Sussy - dije. Tengo clases nocturnas de inglés; por eso he podido venir. Hoy falté; pero si me pillan tendré un lío en casa. Sussy captaba todo con rapidez. - Bueno - dijo -, te espero mañana, ¿vendrás? - Sí, faltaré a otra clase. Recogí mis ropas y pasé al baño para lavarme la cara, peinarme y terminar de vestirme.

Me miré al espejo mientras me acicalaba y me sonreí a mí mismo: - me dije - alisándome los cabellos. Entonces, fui hasta la cama y me despedí de Sussy con un largo beso.

En el salón todo era alegría. Oteíza se acercó para decirme que faltaba dinero. - ¡Todo está pagado! - grité. ¡Si quieren más lo piden! ¡Está todo pagado! ¿Lo entienden? Ellos dudaron en dar crédito a mis palabras, creyendo que fanfarroneaba; en realidad, mi voz sonaba como la de un fanfarrón. Pero, la vieja de las copas, confirmó mis palabras: - ¡Está todo pagado, incluso, si piden más! Estallaron largos gritos de júbilo y las señales de contento de mis com-pañeros no dejaron de acompañarme y de oírse mientras, yo, - el Ojos Verdes - iba bajando por la escala para ir a casa.

¡Había empezado una nueva forma de vivir!