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El
Abuelo
Caminó hacia
mí con pasos lentos y firmes; daba la impresión de macicez
y de una cierta torpeza de movimientos debido a la pesada manta de Castilla
que lo cubría, un buen abrigo contra el frío y una magnífica
protección contra la lluvia.
- Güenas tardes, patroncito - saludó. Y con la mano, levantó
apenas el borde de su sombrero alón.
- Ud. es Pedro, ¿verdad?
- Pedro Gutiérrez, pá servirle. ¿Tuvo buen viaje?
- El viaje en tren resulta cansador, pero aquí estoy.
Me observó unos momentos, con los ojos semicerrados, como si
mirara a la distancia, antes de decir:
- Por estos lados ha llovido hartazo. Bueno sería que nos juéramos
al tiro, no sea cosa que se ponga a chubasquear y se nos haga noche
antes de llegar a las casas.
- ¿Están muy lejos?
- Cosa de cuatro leguas, pero como vine en la cabrista hay que irse
al puro trote no más.
- ¿No hay caballos en el fundo? - pregunté irritado.
- Claro que hay, pero no sabía si Ud. era de a caballo.
- Sé montar desde niño - dije -, en tono ofendido.
Temprano esa mañana, desde que subí al tren, había
esperado este momento porque mi pasión es montar a caballo. Decidí
no decir nada más, pues me acordé de la advertencia de
mi madre: "Sea atento, no se vaya a enfurruñar".
Pedro depositó mi maleta en la parte trasera del coche. Es posible
que se diera cuenta de mi decepción, porque me dijo:
- Si quiere, patroncito, Ud. se hace cargo de las riendas.
- Gracias, Pedro - le contesté, entusiasmado.
Nos acomodamos en nuestros asientos en lo alto del coche. Al costado
derecho había una huasca.
- Huasca no hace falta con este chuzo; déle con las puras riendas
no más.
Y lanzó un grito para animar al caballo.
Avanzamos por una alameda para salir del pueblo. El camino estaba cercado,
a ambos lados, por tan altas matas de zarzamoras, que nos defendían
del sol del atardecer. La luz, por momentos, cambiaba de luminosidad
al paso de negros nubarrones.
Dediqué toda mi atención al caballo. Pedro me dijo que,
en el camino, era mejor evitar las huellas de las carretas, muy hondas,
donde podía atascarse el eje del tilburí; también,
me aconsejó cruzar los arroyos al tranco, porque a los anima-les
les gusta ir tanteando la profundidad del agua.
En el valle los terrenos estaban limitados por pircas de piedras o por
compactas filas de álamos, como protec-ción de los vientos
cor-dilleranos. En medio de los potre-ros gran-des robles solitarios
servían de sombreado refugio a los animales de pastoreo. Cada
cierto tiempo, bandadas de pájaros asaltaban los rastrojos.
El abuelo
El paisaje me sumió
en una sensación de paz, en una lasitud que anulaba mi voluntad.
Iba tan abstraído que ni siquiera me di cuenta de que la tarde
se había apagado a nuestras espaldas y que la obscuridad iba
cayendo sobre las alturas. Por eso, me sobresalté al oír
la voz de Pedro:
-¡Páseme las riendas, patroncito! Ya se nos hizo noche.
La ruta iba caracoleando por colinas y hondona-das. Al cabo de un rato,
Pedro me advirtió:
- ¡Agárrese firme, mire que hemos llegado a Las Losas!
¡Este camino está harto malito!
Las Losas era un empinado cerro, sin vegeta-ción, cortes en roca
viva y muchos desniveles que zaran-deaban el coche; el campesino, como
un marinero, cargaba su cuerpo a uno y otro lado, aguantando los vaivenes.
- ¡Ya estamos! - dijo al llegar a lo alto -. Ahora, nos vamos
de un viaje hasta las casas.
Habíamos hecho el camino en silencio y, seguramente, por eso,
me dieron ganas de conversar.
- Dígame, Pedro, ¿cuál de sus hijas es la ahijada
de mi papá?
- Ninguna, patroncito.
- Pero mi papá habla de Ud. como de su compadre.
Guardó silencio y, durante unos momentos, solo se escuchó
el trote del caballo antes de que dijera, con un tonillo de sorna:
- ¡Es que somos compadres muy especiales!
- No comprendo, Pedro.
- Yo creía que don Manolito se habría olvidado. Güeno,
es una historia de chiquillos. Ocurrió hace muchos años,
antes de que él se fuera a estudiar a la ciudad.
Sentí ganas de echarme a reír. Llamar Manolito a un hombre
imponente, serio y calmoso como era mi padre, no me cuadraba.
- Nos gustaba cazar pájaros con ligas y huachis. Una vez logramos
hacernos con dos jilgueritos nuevos y los agua-chámos, pese a
que son rebeldes a la jaula. El de don Manolito resultó un lindo
macho, de copete negro y pechuga amarilla; el mío resultó
hembra, más pequeña y descolorida. Al año, por
primave-ra, que es la época del celo, juntamos la pareja y quedamos
en repartirnos las crías. Entonces, se le ocurrió que
él sería padrino de las mías y yo de las suyas.
¡Así es como somos compadres!
El animal, oliendo ya sus pagos, trotaba a gusto y se detuvo al llegar
a las trancas sin que Pedro moviera las riendas; éste se bajó
a quitarlas, el caballo avanzó unos metros y se detuvo de nuevo.
- ¡Esta bestia conoce bien su querencia! - comentó el campesino.
Habíamos subido desde el fondo del valle hasta las primeras estribaciones
montañosas que van formando pequeñas vaguadas a medida
que se asciende el cerro Tequel, avanzadilla de la cordillera de los
Andes.
En el cielo se vislumbraba la luz naciente de la luna; la atmósfera
era fría, el aire quieto. Solo resonaban los cascos del caballo
y los chirridos del eje del coche.
De pronto, al girar un recodo del camino, como suspendida en el aire,
una luz avanzaba hasta diluirse en las sombras y, al mismo tiempo, oímos
voces juveniles pese a que estábamos, todavía, casi a
un kilómetro de nuestro destino.
El abuelo
- Ahí están
las chiqüelas chacoteando - explicó Pedro.
Por fin, asomaron las casas.
La principal, al frente, tenía un corredor y, asentada en troncos
sin desbastar, una larga vara para ama-rrar caballos. Una zalagarda
de perros vino a nuestro encuen-tro; en la cocina, las voces callaron.
Una sombra se acercó hasta nosotros.
- Este es Armando - dijo Pedro, y agregó - ¡Saluda, pú
hombri!
- Güenas noches, patrón - le oí decir al muchacho.
- Dale una buena secá al caballo, que viene muy sudáo,
y ponéle una ración de avena en el forraje - le ordenó.
Armando se alejó llevando el caballo de las bridas. Yo seguí
a Pedro que subía por las escalones hacia el corredor.
¡Al fin me encontraba en la casa de mi abuelo!
El abuelo había llegado a esa edad en que ya no se tienen deseos
de discutir; por eso, se sometía a la volun-tad de su único
hijo. Todos los años, con la llegada de los primeros fríos
de invierno, mi padre se lo traía a la ciudad.
Yo lo recordaba como un anciano de espaldas encorvadas, alto y flaco,
luciendo un calañés de ancha ala que le sombreaba su piel
terrosa, ocultándole sus ojos de mirar cansado. Lo más
atractivo de su figura era su barba blanca, que le daba un aire de dignidad.
Pero, yo nunca mantuve una conversación con él.
El anciano no disfrutaba de su permanencia en la ciudad. Se perdía
en las calles en medio del gentío ruidoso y el barullo de tranvías
y automóviles, ni mostraba agrado si lo llevábamos a ver
una película; tampoco le gustaba escuchar los programas de la
radio.
La única actividad que hacía a gusto era ir a la compra
en el mercado cer-cano. Se quedaba mirando la pilas de verduras y de
frutas que los comerciantes disponían combi-nando los colores
de lo que vendían. Además, el local estaba saturado de
olores familiares su olfato: cebollas, zanahorias, repollos, tomates
o manzanas, peras de agua, melones, fresas, etc.
El abuelo desorienta-ba a los vendedores con sus coment-arios; al comprar
una merluza, le decía al pescadero:
"Oiga, por el precio, este pescado debe tener escamas de plata
y espinazo de oro".
Mi padre trataba de explicarle el mecanismo del mercado, de los precios
y el juego de la oferta y la demanda, de los costos de distribución
y las ganancias legítimas de los comer-ciantes.El abuelo no se
dejaba convencer y afirmaba que quién hacía el trabajo
más pesado, campesino o pescador, debía ser el mejor remunera-do;
que todo lo demás era simple abuso.
El viejo, una vez que exponía su opinión, se encerraba
en un largo mutismo y se ponía a fumar. Le gustaba fumar unos
pitillos hechos con sus propias manos aunque le tomaba bastante tiempo
el prepararlos, porque no le resul-taba fácil liar el tabaco
y el papel; luego de encenderlo, le daba unas chupadas tan largas que
el papel se tostaba, formando estrías obscuras en la punta.
Al promediar el invierno, hace ya más de tres años, mientras
desayunaba con mi padre, le dijo:
- Quiero regresar al campo hoy mismo. Mande a que me compren el pasaje.
- Pero, ¿qué dice?
El abuelo
Mi padre se opuso,
diciéndole que solo estábamos a mitad del invierno y que,
en la radio, el hombre del tiempo había anunciado muy bajas temperaturas
para las próximas semanas. Ninguno de estos argumento logró
convencer-lo. El abuelo se mostró obsti-na-do.
- Se me está poniendo muy porfiado, caballero.
- No es porfía, hijo. Todos los años he pasado aquí
el invierno completo, como Ud. quiere. Ahora, es distinto. Debo irme
al campo, hoy mismo, sin falta.
- ¿Qué hay de distinto? Pedro se bastará para las
pocas faenas que habrá que hacer en estos días. Me parece
que Ud. se me está poniendo caprichoso y porfiado.
- No es capricho ni porfía, hijo; pero, tengo que irme hoy. ¡Tú
no lo entiendes!
- ¡Claro que no lo entiendo!
- Ni falta hace que yo lo entienda, pero, ya te digo, tengo que irme
hoy mismo.
No hubo manera de hacerle desistir de su idea, de modo que mi padre
para evitar que el anciano se alterara envió a un empleado para
que
comprara el pasaje de vuelta.
El abuelo regresó al campo en el tren de mediodía.
Al día siguiente, murió.
- Parecía muy cansado cuando llegó - me contó Pedro.
Se metió en la cama y durmió toda la noche, muy tranquilo.
Al despertar le pidió a la Mercedes que lo sentara en la cama
y que abriera las ventanas para ver el cielo.
Era una mañana fría y la Mercedes lo arrebozó con
una manta. Una hora más tarde, o cosa así, le llevó
un ulpo de harina con leche caliente, que le gustaba para desayunar.
¡Estaba muerto!
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