LECTURAS Y DATOS INTERESANTES

Portada 
Otros Textos

 

C U E N T O S  y   E P I S O D I O S

A Victoria Benado R.

Cuentos y EpisodiosEl Abuelo

Caminó hacia mí con pasos lentos y firmes; daba la impresión de macicez y de una cierta torpeza de movimientos debido a la pesada manta de Castilla que lo cubría, un buen abrigo contra el frío y una magnífica protección contra la lluvia.
- Güenas tardes, patroncito - saludó. Y con la mano, levantó apenas el borde de su sombrero alón.
- Ud. es Pedro, ¿verdad?
- Pedro Gutiérrez, pá servirle. ¿Tuvo buen viaje?
- El viaje en tren resulta cansador, pero aquí estoy.
Me observó unos momentos, con los ojos semicerrados, como si mirara a la distancia, antes de decir:
- Por estos lados ha llovido hartazo. Bueno sería que nos juéramos al tiro, no sea cosa que se ponga a chubasquear y se nos haga noche antes de llegar a las casas.
- ¿Están muy lejos?
- Cosa de cuatro leguas, pero como vine en la cabrista hay que irse al puro trote no más.
- ¿No hay caballos en el fundo? - pregunté irritado.
- Claro que hay, pero no sabía si Ud. era de a caballo.
- Sé montar desde niño - dije -, en tono ofendido.
Temprano esa mañana, desde que subí al tren, había esperado este momento porque mi pasión es montar a caballo. Decidí no decir nada más, pues me acordé de la advertencia de mi madre: "Sea atento, no se vaya a enfurruñar".
Pedro depositó mi maleta en la parte trasera del coche. Es posible que se diera cuenta de mi decepción, porque me dijo:
- Si quiere, patroncito, Ud. se hace cargo de las riendas.
- Gracias, Pedro - le contesté, entusiasmado.
Nos acomodamos en nuestros asientos en lo alto del coche. Al costado derecho había una huasca.
- Huasca no hace falta con este chuzo; déle con las puras riendas no más.
Y lanzó un grito para animar al caballo.
Avanzamos por una alameda para salir del pueblo. El camino estaba cercado, a ambos lados, por tan altas matas de zarzamoras, que nos defendían del sol del atardecer. La luz, por momentos, cambiaba de luminosidad al paso de negros nubarrones.
Dediqué toda mi atención al caballo. Pedro me dijo que, en el camino, era mejor evitar las huellas de las carretas, muy hondas, donde podía atascarse el eje del tilburí; también, me aconsejó cruzar los arroyos al tranco, porque a los anima-les les gusta ir tanteando la profundidad del agua.
En el valle los terrenos estaban limitados por pircas de piedras o por compactas filas de álamos, como protec-ción de los vientos cor-dilleranos. En medio de los potre-ros gran-des robles solitarios servían de sombreado refugio a los animales de pastoreo. Cada cierto tiempo, bandadas de pájaros asaltaban los rastrojos.

El abuelo

El paisaje me sumió en una sensación de paz, en una lasitud que anulaba mi voluntad. Iba tan abstraído que ni siquiera me di cuenta de que la tarde se había apagado a nuestras espaldas y que la obscuridad iba cayendo sobre las alturas. Por eso, me sobresalté al oír la voz de Pedro:
-¡Páseme las riendas, patroncito! Ya se nos hizo noche.
La ruta iba caracoleando por colinas y hondona-das. Al cabo de un rato, Pedro me advirtió:
- ¡Agárrese firme, mire que hemos llegado a Las Losas! ¡Este camino está harto malito!
Las Losas era un empinado cerro, sin vegeta-ción, cortes en roca viva y muchos desniveles que zaran-deaban el coche; el campesino, como un marinero, cargaba su cuerpo a uno y otro lado, aguantando los vaivenes.
- ¡Ya estamos! - dijo al llegar a lo alto -. Ahora, nos vamos de un viaje hasta las casas.
Habíamos hecho el camino en silencio y, seguramente, por eso, me dieron ganas de conversar.
- Dígame, Pedro, ¿cuál de sus hijas es la ahijada de mi papá?
- Ninguna, patroncito.
- Pero mi papá habla de Ud. como de su compadre.
Guardó silencio y, durante unos momentos, solo se escuchó el trote del caballo antes de que dijera, con un tonillo de sorna:
- ¡Es que somos compadres muy especiales!
- No comprendo, Pedro.
- Yo creía que don Manolito se habría olvidado. Güeno, es una historia de chiquillos. Ocurrió hace muchos años, antes de que él se fuera a estudiar a la ciudad.
Sentí ganas de echarme a reír. Llamar Manolito a un hombre imponente, serio y calmoso como era mi padre, no me cuadraba.
- Nos gustaba cazar pájaros con ligas y huachis. Una vez logramos hacernos con dos jilgueritos nuevos y los agua-chámos, pese a que son rebeldes a la jaula. El de don Manolito resultó un lindo macho, de copete negro y pechuga amarilla; el mío resultó hembra, más pequeña y descolorida. Al año, por primave-ra, que es la época del celo, juntamos la pareja y quedamos en repartirnos las crías. Entonces, se le ocurrió que él sería padrino de las mías y yo de las suyas. ¡Así es como somos compadres!
El animal, oliendo ya sus pagos, trotaba a gusto y se detuvo al llegar a las trancas sin que Pedro moviera las riendas; éste se bajó a quitarlas, el caballo avanzó unos metros y se detuvo de nuevo.
- ¡Esta bestia conoce bien su querencia! - comentó el campesino.
Habíamos subido desde el fondo del valle hasta las primeras estribaciones montañosas que van formando pequeñas vaguadas a medida que se asciende el cerro Tequel, avanzadilla de la cordillera de los Andes.
En el cielo se vislumbraba la luz naciente de la luna; la atmósfera era fría, el aire quieto. Solo resonaban los cascos del caballo y los chirridos del eje del coche.
De pronto, al girar un recodo del camino, como suspendida en el aire, una luz avanzaba hasta diluirse en las sombras y, al mismo tiempo, oímos voces juveniles pese a que estábamos, todavía, casi a un kilómetro de nuestro destino.
El abuelo

- Ahí están las chiqüelas chacoteando - explicó Pedro.
Por fin, asomaron las casas.
La principal, al frente, tenía un corredor y, asentada en troncos sin desbastar, una larga vara para ama-rrar caballos. Una zalagarda de perros vino a nuestro encuen-tro; en la cocina, las voces callaron.
Una sombra se acercó hasta nosotros.
- Este es Armando - dijo Pedro, y agregó - ¡Saluda, pú hombri!
- Güenas noches, patrón - le oí decir al muchacho.
- Dale una buena secá al caballo, que viene muy sudáo, y ponéle una ración de avena en el forraje - le ordenó.
Armando se alejó llevando el caballo de las bridas. Yo seguí a Pedro que subía por las escalones hacia el corredor.
¡Al fin me encontraba en la casa de mi abuelo!
El abuelo había llegado a esa edad en que ya no se tienen deseos de discutir; por eso, se sometía a la volun-tad de su único hijo. Todos los años, con la llegada de los primeros fríos de invierno, mi padre se lo traía a la ciudad.
Yo lo recordaba como un anciano de espaldas encorvadas, alto y flaco, luciendo un calañés de ancha ala que le sombreaba su piel terrosa, ocultándole sus ojos de mirar cansado. Lo más atractivo de su figura era su barba blanca, que le daba un aire de dignidad. Pero, yo nunca mantuve una conversación con él.
El anciano no disfrutaba de su permanencia en la ciudad. Se perdía en las calles en medio del gentío ruidoso y el barullo de tranvías y automóviles, ni mostraba agrado si lo llevábamos a ver una película; tampoco le gustaba escuchar los programas de la radio.
La única actividad que hacía a gusto era ir a la compra en el mercado cer-cano. Se quedaba mirando la pilas de verduras y de frutas que los comerciantes disponían combi-nando los colores de lo que vendían. Además, el local estaba saturado de olores familiares su olfato: cebollas, zanahorias, repollos, tomates o manzanas, peras de agua, melones, fresas, etc.
El abuelo desorienta-ba a los vendedores con sus coment-arios; al comprar una merluza, le decía al pescadero:
"Oiga, por el precio, este pescado debe tener escamas de plata y espinazo de oro".
Mi padre trataba de explicarle el mecanismo del mercado, de los precios y el juego de la oferta y la demanda, de los costos de distribución y las ganancias legítimas de los comer-ciantes.El abuelo no se dejaba convencer y afirmaba que quién hacía el trabajo más pesado, campesino o pescador, debía ser el mejor remunera-do; que todo lo demás era simple abuso.
El viejo, una vez que exponía su opinión, se encerraba en un largo mutismo y se ponía a fumar. Le gustaba fumar unos pitillos hechos con sus propias manos aunque le tomaba bastante tiempo el prepararlos, porque no le resul-taba fácil liar el tabaco y el papel; luego de encenderlo, le daba unas chupadas tan largas que el papel se tostaba, formando estrías obscuras en la punta.
Al promediar el invierno, hace ya más de tres años, mientras desayunaba con mi padre, le dijo:
- Quiero regresar al campo hoy mismo. Mande a que me compren el pasaje.
- Pero, ¿qué dice?


El abuelo

Mi padre se opuso, diciéndole que solo estábamos a mitad del invierno y que, en la radio, el hombre del tiempo había anunciado muy bajas temperaturas para las próximas semanas. Ninguno de estos argumento logró convencer-lo. El abuelo se mostró obsti-na-do.
- Se me está poniendo muy porfiado, caballero.
- No es porfía, hijo. Todos los años he pasado aquí el invierno completo, como Ud. quiere. Ahora, es distinto. Debo irme al campo, hoy mismo, sin falta.
- ¿Qué hay de distinto? Pedro se bastará para las pocas faenas que habrá que hacer en estos días. Me parece que Ud. se me está poniendo caprichoso y porfiado.
- No es capricho ni porfía, hijo; pero, tengo que irme hoy. ¡Tú no lo entiendes!
- ¡Claro que no lo entiendo!
- Ni falta hace que yo lo entienda, pero, ya te digo, tengo que irme hoy mismo.
No hubo manera de hacerle desistir de su idea, de modo que mi padre para evitar que el anciano se alterara envió a un empleado para que
comprara el pasaje de vuelta.
El abuelo regresó al campo en el tren de mediodía.
Al día siguiente, murió.
- Parecía muy cansado cuando llegó - me contó Pedro. Se metió en la cama y durmió toda la noche, muy tranquilo.
Al despertar le pidió a la Mercedes que lo sentara en la cama y que abriera las ventanas para ver el cielo.
Era una mañana fría y la Mercedes lo arrebozó con una manta. Una hora más tarde, o cosa así, le llevó un ulpo de harina con leche caliente, que le gustaba para desayunar.
¡Estaba muerto!