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C U E N T O S  y   E P I S O D I O S

A Victoria Benado R.

Cuentos y EpisodiosEL MAYORDOMO

El muchacho buscó cobijo en un rancho abandonado.

Llovía como si toda el agua del cielo se hubiera arrejuntado y caído en pocas leguas, tanto que la senda se había transformado en un pequeño arroyo.

Era así en el Sur. El agua, en tantas tierras del Norte siempre bienvenida, por estos lados, muchas veces, era causa de perjuicios con los ríos desbordados arrastrando árboles, animales y hasta algunos ranchos, si estaban encimados en las orillas de los cauces.

El muchacho sentía frío. Se quitó la pequeña manta, sacudiéndola enér-gicamente para aliviarla del agua que había acumulado; luego, la extendió sobre unos restos de paja y buscó algunas briznas para encender un fuego. Había hecho una larga caminata y sintió ganas de comer.

Sacó del zurrón un trozo de pan de grasa y con el cuchillo cortó una ración de queso; mascó despaciosamente, revolviendo con la lengua el bolo de pan y queso para extraerle todos su poderes alimenticios. Estaba escaso de provisiones y no sabía de seguro cuánto camino debería hacer antes de reabastecerse.

La vida no se forma con improvisaciones; todo lo que ocurre en un instante se ha venido formando en momentos anteriores.

Se puso a pensar en lo que había pasado esa mañana.

Sus hermanos habían salido con la buena estatura del padre; él, en cambio, salió a la madre, una mujer pequeña, aunque de ella heredó un carácter firme y fuerza de voluntad, que ayuda mucho a quien la tiene.

Eran frecuentes las peleas con sus hermanos, que querían imponérsele, y él solo ofrecía obediencia al padre.

El enfrentamiento de la mañana había terminado al propinarle con un palo un feroz golpe en la cabeza a su hermano mayor. Sintió tal pavor al ver a su hermano caído en el suelo, con cabeza cubierta de sangre que, casi sin pensarlo, corrió a la casa, preparó el zurrón, y se alejó rápidamente.

No imaginó, entonces, que nunca más volvería por esos pagos.

Llevaba casi diez años trabajando de afuerino, en el valle central contratado como peón estable, con derecho a una pequeña puebla. Era un buen trabajador y solo bebía una copa de vino con las comidas; había estado economizando gran parte de su jornal y lo mantenía depositado en su libreta de ahorro, porque su afán era progresar en la vida.

El mayordomo, que lo vio serio y responsable, lo eligió como ayudante.

Y, entonces, tuvo un golpe de suerte: don Nieves, al regresar de una trilla, bastante bebido, fue despedido de la montura y aplastado por su caballo; se rompió dos costillas y sufrió graves lesiones internas. Asumió las tareas porque don Nieves lo recomendó a los patrones. El mayordomo, empeoró y murió.

Así fue su historia.

Ese año fue de buenas cosechas; con su gratificación compró a Lucero y unos arreos de primera. Lucero era un magnífico caballo de tres años, de cuerpo vigoroso y bonitas formas, con patas largas, fuertes y musculosas, rematando su estampa con una cabeza proporcionada. Tenía muchos puntos de contacto con su amo, por su ánimo tranquilo y por su vigor para el trabajo de día. Además, tenía valor para avanzar sin espantarse por los ruidos repentinos de la noche, con sus grandes ojos bien abiertos observando todos los obstáculos. Su jinete jamás le metía espuelas ni le daba castigo con el rebenque, él mismo le secaba el sudor, le ponía abundante comida y le daba unas palmadas en las ancas antes de irse a la cama.

Cada sábado, de madrugada, salía silenciosamente; nadie sabía hacia adónde, ni se lo preguntaban, aunque todos sospechaban que iba en busca de mujer. Tomaba precauciones; galopaba hacia el sur, cruzando potreros y caminos perdidos, antes de enfilar por el rumbo verdadero. Eran media docena de leguas hasta llegar al rancho que era su destino.

La mujer, viuda con dos hijos, lo esperaba en el pequeño corredor. Hablaban poco. Ella se iba a la cocina y lo dejaba cebando unos mates para entretener el paladar. Tenía buena mano y ya le conocía los gustos: el caldo bien caliente, la carne a la vuelta y vuelta, las papas bien doradas igual que las cebollas. Y, de carminativo, una humeante taza de bailahuén para disolver las grasas. Al rato, como hombre agradecido que era, eructaba, dos o tres veces.

- ¿Hay alguna novedad?- El Pello tiene un dedo hinchado.- ¿Le ha hecho curaciones?- Le amarré un emplasto de higos.

En el campo se producen extrañas enfermedades, pero más extrañas son las curaciones.

Si alguien bebía mucha agua fría después de comer chancho aliñado con ají, se le podía hinchar la cabeza y tener abundantes vómitos; se curaba el mal con cataplasmas de tierra negra mezclada con boñiga de caballo.

El dolor de riñones se aliviaba colgando un buche de pavo lleno de orines del afectado; a medida que se evaporaban los orines desaparecía la dolencia. Las heridas rebeldes, que no querían cerrar, se curaban practicando una incisión en la corteza de una higuera; la herida y la corteza se cerraban por igual. Un dolor artrítico se combatía envolviendo la parte dolorida con hojas de palto y pan centeno remojado en leche de cabra, apretando muy firme con juncos de la laguna. El dolor de cabeza requería un rodaja de papa, untada en manteca, colocada en las sienes, o papel de cigarrillos, mojado en vino nuevo. También es importante que cada región cuente con un componedor de huesos, especialista en torceduras o en huesos zafados de su lugar. Tampoco faltan las yerbateras, que llaman meicas.

- Me voy a acostar un rato - decía él - por fin.

Era casi la rutina, pero ella esperaba ése momento con cierto temor hasta que se producía; era la misma angustia que la asaltaba en sus años de viudez en que no estuvo con hombre alguno y sufría esas oleadas de deseos sin poder satisfacerlos. Él había llegado en el momento justo, cuando ella se sentía como una fruta madura, que cae sin que la agite el viento.

Se había detenido ante la vara para pedir un poco de agua. Ella lo hizo desmontarse y le ofreció asiento al fresco del corredor. Caminó hacia el interior de la casa a buscar un jarro de agua y una copa grande. Bebió con ansias y, entonces, le preguntó si podría comer algo.

Ella le preparó una sencilla comida que comió con apetito y cuando dijo que acostumbraba a dormir una siesta, ella lo llevó a su habitación.

Así fue el comienzo, simple, sin esfuerzo. Y su vida se llenó otra vez. Al amanecer se vistió y solo le dijo: - Hasta otro día.

Había sucedido hacía varios años. Por entonces, a los pocos meses se embarazó y él le dio dinero para que fuera al pueblo a ver a la comadrona.

- Dígale que la arregle.

Así lo hizo sin protestar y había sido una buena cosa.

La vida era fácil teniendo un hombre como él. A veces pensaba si no sería mejor tenerlo todo el tiempo en casa, pero se había acostumbrado y estaba contenta; muchos, que vivían juntos, terminaban discutiendo y peleándose. Lo importante para ella es que no tenía que pedir, ni rogar, ni humillarse: solo servirle, ajustarse a sus gustos y agradecer cálidamente todo lo que el hombre le daba. Otros podrían decir que no era mucho, pero ella estaba contenta; era un hombre tranquilo, que no bebía y estaba en la plenitud de su vigor.

Los hijos también parecían contentos con los pequeños regalos que les traía y mucho más si les permitía dar una vuelta por los potreros montando a Lucero.

Al regresar al fundo, una noche, lo desconoció un perro y, en su furia, arrastró a los demás. Le fue difícil defenderse porque la manta le impedía movimientos rápidos. Alguien había dejado una pala junto al pozo, logró asirla y con un violento golpe le rompió el espinazo al guía, que cayó aullando; los otros perros sintieron la furia del hombre, y enmudecieron. Tiró la pala entre ellos y huyeron en busca de refugio.

Ya en la cama, repasó el incidente.¡Bastó que un perro le hiciera la desconocida para que los otros lo siguieran en el asalto! Así era la vida. Todo podía cambiar en un momento.

En muchos campos, desde hacía algún tiempo, algo estaba sucediendo. Los de la ciudad, que nada sabían de la tierra, les mandaban unos jovencitos muy vestidos, que pretendían conocer más que él sobre siembras, rindes y riegos. Se llevaban saquitos de tierra para analizarla y volvían diciendo que en el potrero del norte había que plantar frutales y no sembrar maíz, pese a que ahí él obtenía buenos rindes. ¡El plantar frutales era para sentarse a esperar años sin recibir nada!

Además lo criticaban todo. Decían que la tierra debía ser para quien la trabaja, que las casas de los trabajadores eran insalubres, que hacían sus necesidades en pozos negros, que se alumbraban con carburo y como no tenían electricidad ni siquiera podían escuchar la radio y que la única diversión era beber y beber vino, hasta embrutecerse.

De todo eso hablaban los futres de la ciudad sin haber vivido nunca en el campo. Lo peor era que algunos campesinos se interesaban por esas ideas, pensando que podrían conseguir algunas hectáreas de tierra.

En fundos de la vecindad ya empezaban a tener problemas. ¡No los podía entender! Los patrones eran los dueños de las tierras, del ganado, de los enseres de trabajo y, por eso, podían hacer lo que se les antojara con lo que era de su propiedad. Los campesinos estaban para trabajar la tierra y no andar asistiendo a reuniones para formar sindicatos.

Él estaba contento con sus patrones, tenía buenos ahorros y en un par de años más podría independizarse.

Había visitado las tierras de un señor, ya viejo, cuyos hijos no querían nada con el campo. En cambio, él contaba con una buena mujer y dos entenaos en edad de comenzar a trabajar.

Esos eran sus planes y los cumplió.

Compró al anciano caballero y con la ayuda de los dos muchachos y de su mujer, trabajando duro, año tras año, mejoró todo, desde la casa hasta las cercas. El tiempo fue pasando y se sentía feliz.

Le gustaba montar a Lucero y recorrer sus tierras oteando hacia el bosque que señalaba el término de sus propiedades. ¡Solo un hombre nacido y crecido en el campo puede apreciar lo que vale contemplar sus pertenencias!

Pero, también el campo está lleno de cambios y acechanzas. ¡No todo es gloria en las tierras del Señor, el mismo que castiga sin que se sepa nunca por qué!

Vinieron varios años seguidos de sequía y los ahorros se hicieron agua. Debió recurrir a los préstamos bancarios, y fue para peor: las malas cosechas no daban ni para pagar los intereses, ni siquiera para semillas. Era como una bola de nieve que crece al rodar cuesta abajo.

El banco sacó a remate su propiedad. No hubo postores.

La institución se vio envuelta en el problema de administrar tierras sin tener personal capacitado.

Entonces, le ofrecieron nombrarlo mayordomo. Aceptó volver a sus viejas tareas, alentado por la idea de recuperarse y ser otra vez propietario.

En eso, los campesinos se parecen bastante a los mineros: ¡jamás pierden la esperanza! Y, aunque lo conocen, prefieren olvidarse de lo que el viejo refrán les advierte:

"No todo el monte es orégano".