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C U E N T O S  y   E P I S O D I O S

A Victoria Benado R.

Cuentos y EpisodiosLA DESPEDIDA

Estuve pensando que mi entrevista con el Presidente saliente debía ser breve y, aunque protocolaria, de un tono humano.

Camino al Palacio iba repasando las palabras que no debía pronunciar para evitar susceptibilidades. Tal vez, si se daba la ocasión, podría insinuar mi disposición para hacerme cargo de la publicidad de la siguiente campaña política.

Las calles céntricas, como en cualquier día de trabajo, estaban repletas de gente y, como siempre, los comercios y los bancos eran los principales puntos de atracción; el gentío me obligaba a avanzar lentamente.

En la plazoleta del Palacio había pocos automóviles estacionados. Los soldados de guardia de la puerta principal, aunque mantenían su postura tradicional, parecían distraídos. Al cruzar por el patio de entrada y entrar en el edificio mismo, me recibió el gran silencio que recorría los pasillos y llenaba las antesalas vacías; tampoco había nadie en la sala de espera del despacho presidencial, salvo el secretario privado, que se sorprendió al oír mi saludo. Me dijo:- Hola, ¿cómo estás?

- Bien, gracias. Quería ver al Presidente.

Se puso de pie, abrió la puerta, diciendo:

- Pasa, pasa, tú conoces el camino.

El Presidente estaba sentado en su magnífico sillón, con una silla arrimada en la que descansaba las piernas. Se veía serio, pero sereno.

- Hombre, ¿cómo te va? ¡Me alegro de verte!

Se habían hecho amigos durante la campaña y se tuteaban; hasta recordaba que, en alguna oportunidad, le corrigió el modo de pronunciar ciertas palabras; pero, desde que asumió el poder, se acostumbró a dirigirse a él utilizando solo el vocativo de presidente.

- Yo también me alegro, Presidente. Me he permitido venir para despedirme de Ud.

- Siéntate. Perdona que no cambie de postura: me duelen un poco las piernas y se me hinchan los tobillos; parece que es cosa de mala circulación. ¡Cuéntame! ¿Y tú?

- Trabajando, Presidente, trabajando.

- Al revés que aquí. Ya no debo tomar ninguna medida importante, solo debo esperar hasta que se cumpla el plazo para la transmisión del mando. Ellos ya han venido para hacerse cargo del buque. Me mandaron un tipo que no conocía, algo groserote; no le dije nada porque no estoy para hacerme mala sangre. ¡Así están las cosas!

Suspiró y, como si quisiera arrancarse algún mal pensamiento, se acarició la cabeza con ambas manos. Su voz se oía amortiguada por el silencio que venía de todas partes, cercando el Palacio; aunque, muy atenuado, desde lejos llegaba el ruido exterior. Me llamó la atención su voz, tan tenue, apagada. Este detalle me intrigó, porque recordaba que su voz era po- derosa, vibrante, que podía llegar al grito sin quebrarse, cuando buscaba el aplauso de las multi-tudes. Ahora, en esta conversación íntima, hablaba como si tuviera dificultades para articular los sonidos. Miró al secretario y le preguntó:

- ¿Espera alguien más?

- No, señor Presidente, no hay nadie más. Perdone, quería su autorización para ocuparme de sus archivos personales; me han anunciado que vendrán esta misma tarde para llevarlos a su casa.

Y salió.

El Presidente miró al publicista:

"Buen hombre, este viejo; ha venido a despedirse. Por lo menos, es agradecido".

- Oye, no te quedes ahí, callado. Cuéntame: ¿qué dice la gente en la calle?

La gente no decía nada. Ya habían transcurrido casi dos meses desde las elecciones y todos estaban dedicados a sus propios asuntos.

- Nada, especial Presidente; como siempre, trabajan, sufren, sueñan, discuten y, a veces, se ponen de acuerdo.

- Debe ser así. Mira, a ti puedo contarte que recién elegido, más de una vez, tuve la tentación de mezclarme con ellos, disfrazado, para oír lo que opinaban de mí, directamente, y no depender solo de lo que me decían mis colaboradores. Nunca lo hice y me arrepiento, porque eso pudo ser una buena ayuda. Un Presidente puede estar mal informado o ser informado de un modo intencionado por su gente de confianza. Uno está amarrado al aparato que le rodea y se pierde algo de independencia; si hasta te vigilan los sueños y casi siempre hay alguien tras tus pasos. Al comienzo te sientes importante: ¡Eres el primer ciudadano del país! Pero, a poco andar, te conviertes en un ser voluntarioso, lleno de rabietas; pierdes espontaneidad y te cansas porque, todo lo que haces o lo que dices, generalmente, los medios de comunicación le dan interpretaciones torcidas o lo deforman. Además, te cae encima una enorme responsabilidad.

Me ofreció un cigarrillo y él mismo se puso a fumar, dando largas chupadas a un pitillo de doble filtro, mientras sus ojos recorrían las paredes del despacho, observando las pinturas que las adornaban.

Había pasado un largo minuto y, entonces, retomó el hilo de sus palabras como si no se hubiera interrumpido.

- De ti dependen millones de ciudadanos a los que afectan tus de-cisiones. ¡Eso es algo tremendo! Te digo que tienes que deshumanizarte un po-co. Además, no puedes evitar las influencias de tu grupo, de tu círculo, a los que tratas como si fueran de tu familia, sin exigirles que sean los mejores. Tampoco tienes mucho tiempo para pensar ni para establecer prioridades en la solución de los problemas. ¡Sé que he cometido errores! Y, peor que eso, dejé que otros los cometieran en mi nombre. Dime, amigo mío, ¿nunca te equivocaste al elegir a un creativo, a un dibujante, a un redactor, o qué sé yo?

- Sí, Presidente, más de una vez. No es fácil conocer a fondo a la gente; incluso, se tienen sorpresas con alguno que hemos conocido por años.

- ¡Imagínate! La administración pública es un barco enorme. Estás obligado a elegir a cientos y miles de colaboradores, a la gran mayoría de ellos, sin haberlos visto nunca. Por otra parte, te contaré que hasta me fallaron unos cuantos de los míos. No lo comprendí a tiempo y me dejé envolver por la máquina. Te amarran con el protocolo y pierdes tiempo con gente que viene del exterior; todos quieren entrevistarse contigo, aunque saben que son los ministros los que deben resolver sus propuestas. Eso te hace perder contacto con las realidades que vive el pueblo y sus organizaciones representativas. No te sirven de mucho las inauguraciones de escuelas, hospitales, caminos o puentes, porque eso no es suficiente para saber lo que piensa el ciudadano. ¡Tarde lo comprendí!

Es posible que si me hubiera preocupado de esas actividades, habríamos podido enjugar esa pequeña diferencia de votos por la que hemos sido derrotados. A ti te lo puedo decir: las rencillas dentro del partido son fatales y también te sacan de la realidad. ¿No lo crees?

- ¡Claro que le creo, Presidente!

- ¡Fíjate! Había pensado reunirme cada día con un ministro distinto para comprobar cómo iban sus tareas y solucionar los fallos, si los había. Lo que me proponía era ejercer presión sobre mi equipo ministerial para lograr un trabajo eficiente; pero esa idea se me perdió en medio de las abrumadoras actividades que te programan cada día, casi hora a hora, y no tomo en cuenta la enormidad de tiempo que se pierde en simples rutinas de protocolo. ¡Eso es lo que he estado pensando aquí, solo, durante todos estos días!

Decidí interrumpirlo porque no me sentía cómodo con sus confidencias, de modo que recurrí a una frase puente:

- Presidente, el refrán dice que "no hay primera sin segunda". Es cosa de esperar a otra elección.

- Hombre, te agradezco la idea; sé que me dices tal cosa con buena intención, pero no me vale. Volveré a mi condición de simple ciudadano. Naturalmente, ocuparé mi lugar de lucha en el partido; eso sí que te lo puedo asegurar, pero no soy tan fatuo como para pretender regresar a este lugar.

- ¿Por qué no, Presidente?

- Dime, ¿qué pensarías de un profesional de prestigio que se inscribiera de nuevo en la Universidad para iniciar su carrera por segunda vez? ¡No lo haría para mejorar sus promedios! ¿No te parece?

Volvió a suspirar y esbozó una sonrisa. Ahora se había apoderado de él un profundo cansancio.

- Bien, buen amigo, te agradezco tu visita. ¡Ojalá olvides todo lo que te he dicho!

Encendió otro cigarrillo y me miró directamente a los ojos por unos instantes, y agregó:

- He acumulado mucha presión y mucha angustia durante estos dos meses últimos. ¡Me he desahogado contigo! Y me siento mejor.

Se puso de pie y extendió sus brazos para darme un estrecho y fuerte abrazo. Me sentí profundamente conmovido: ¡me despedía de un Presidente! Una gran tristeza invadió mi espíritu.

Me encaminé hacia la salida y me sentí más pequeño al cruzar bajo el dintel de la gran puerta del despacho presidencial.

En la antesala ya no estaba en secretario privado. Los pasillos continuaban silenciosos y vacíos, sin el trajín que marca la actividad política.

En esos momentos, no pude dejar de pensar que el ajetreo estaría en las oficinas de los partidos de la combinación ganadora, posiblemente, con las disputas iniciales que marcan los nombramientos en todo cambio de gobierno. ¡Eso lo sabía porque había participado en varias campañas!

Caminé lentamente, rumiando esta idea y, de pronto, al salir de las penum-bras del vestíbulo al patio, me sorprendió el brillante sol del mediodía, lo que me obligó a pestañear con rapidez para defenderme de su cegadora luz.

Un viejo jardinero, en el semicírculo del prado, regaba el césped como si estuviera realizando la tarea más importante del país; junto con observar la concentración que ese hombre ponía en su trabajo, también advertí que sus bien cuidados rosales estaban hinchados de botones.

Era el anuncio de que, en pocos días más, como en todas las primaveras, las rosas llenarían de hermosos colores el gran patio del Palacio Presidencial.