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LA
RAZÓN DEL VINO
Las tierras del abuelo,
situadas en los faldeos cordillera-nos, no eran generosas en sus rindes
y los desniveles obligaban a grandes esfuerzos en los trabajos de prepararla
para la siembra. Junto a las casas, las viñas abarcaban poco
más de tres hectáreas, lindantes con un bosquecillo de
fieros espinos, chatos y ralos, detrás del cual se extendían
unos terrenos de pasto duro y seco, del que se alimentaban ovejas y
cabras; más allá, unas lomas trigueras y una quebrada
por cuyo fondo corría un arroyo que regaba, en el bajo, unos
potreros de pasto verde para caballares y vacunos. ¡Tierra inhóspita
que cobraba caro el salario de ali-mentar y dejar vivir, pero nada más!
Todos los años pasaba mis vacaciones en estos lugares. Ese verano,
muerto el abuelo, debía hacer una visita de cortesía a
don Esteban Navarro, su vecino; me acompañaría Segundo,
hijo de nuestro mayordomo.
La primera vez que vine a estas tierras, le pedí a Segundo que
ensillara mi caballo. Me dijo:
- El jinete debe ensillar su animal, ¿es que no sabe ensillar?
- No con éste tipo de montura - contesté.
- ¿Y qué le enseñan en la escuela, entonces?
No había ningún dejo de ironía en su pregunta.
- Muchas cosas: matemáticas, geometría, biología,
inglés.
Guardó silencio. Seguramente, nunca había oído
esas palabras.
Y se dispuso a la tarea de ensillarme el caballo.
Primero colocó un saco pelero, luego el abatanado y la montura,
y encima un pellón de oveja cruzado por la cincha. Era muy hábil.
Metió el hombro por debajo del pescuezo del animal y dándole
unas palmadas en el antepecho, lo hizo retroceder.
- Este pingo es un diablo - comentó -, se hincha para que no
le apriete la cincha; por eso lo hago moverse, ¿se fijó?
- No, Segundo, no me di cuenta.
Montamos para iniciar nuestro camino. Llegamos hasta los lindes de las
tierras del abuelo para enfilar rumbo hacia las casas de los Navarro.
Poco antes de llegar, el muchacho me comentó:
- ¡Es bien raro el caballero éste!
Esteban Navarro era un hombre alto, de cuerpo grueso y pesado; me pareció
que su cabeza era demasiado pequeña para armonizar con su corpulencia.
Su rostro era desa-gradable, la boca casi una línea y los ojillos
escondidos tras una tupidas cejas, parecían estar al acecho de
algo.
Hablaba a gritos, tratando de imponer autoridad.
- ¡Así que Ud. es el nieto de don Manuel! - exclamó.
- Sí, don Esteban,- dije, alargándole la mano, y agregué-,
Mucho gusto.
- ¡A ver! - Traigan vino para festejar a la visita.
- Si no es molestia, don Esteban, preferiría chicha.
La razón del vino
- Dicen que la chicha refresca
el hígado - comentó. Yo prefiero el vino; es más
trago. ¡Que sea chicha! - ordenó.
Un hombre joven y silencioso trajo una jarra de chicha y otra de vino
tinto. Don Esteban se sirvió vino. Alzó la copa para mirarlo
al trasluz, lo pasó bajo sus narices olfateando el olor del orujo.
En el campo todo el mundo dice que en el ollejo de la uva el sol templa
el sabor de los mostos.
- ¡A la salud de los ausentes! - brindó.
Bebió un largo sorbo, abriendo las mandíbulas y ahuecando
la lengua para que el vino bañara toda la cavidad bucal. Lo saboreó
antes de dejarlo deslizarse por la garganta; al final, chasqueó
la lengua y se restregó los labios con el dorso de su mano izquierda.
Ese día, Navarro había regresado más temprano que
de costum-bre, y con hambre. De la alacena sacó media tortilla
de rescoldo, queso de chanco y vino. Se sentó a comer y a beber.
El vino le dejaba en la boca rastros de tanino, lo que aumenta-ba su
sed y lo obligaba a beber largos tragos. Tenía la jarra a mano
para rellenar el potrillo, un vaso ancho, de color verde, y en el silencio
reinante oí el sonido cantarino del líquido al caer. Algunas
gotas salpicaron la mesa y el hombre las escurrió, con sus dedos
gordos, como si quisiera incrustarlas en la madera.
Luego de beber, lanzó al aire un suspiro, que lo mismo podía
ser una queja, y se sumió en una total inmovilidad. Uno podía
suponer que su estatismo se debía a que algo muy doloroso le
calaba el alma y que su espíritu estaba aplastado por una profunda
angustia.
En el momento de nuestra llegada, llevaba varias horas bebiendo; por
eso, tal vez, no hizo esfuerzo alguno por entablar una conversación,
y solo dijo en una oportunidad:
- ¡Sírvase más, joven! No sea corto de genio.
Al despedirnos, me estrechó la mano con fuerza mirándome
a los ojos, larga-mente, sin decir nada.
- Cuando agarra trago, no lo deja en varios días - me dijo Segundo.
Pasaron varios años, de esos años a los que llamamos monótonos,
porque parece que no ha sucedido nada. Sin embargo, durante ese lapso
yo había terminado mis estudios del colegio y ahora cursaba tercer
año de Derecho en la Universi-dad.
Pero, todo cambió bruscamente.
Mi padre murió en un accidente automovilístico. Yo era
el hijo mayor y estaba obligado a cuidar de mi madre y de mis hermanos
menores; además, debía terminar mi carrera.
En consejo de familia, se decidió que había que vender
las tierras del abuelo para contar con un dinero que financiara nuestras
vidas hasta que yo finalizara mi carrera; pero queríamos vender
a quien mantuvie-ra en su trabajo a Pedro, nuestro fiel administra-dor.
Esta condición que dificultaba la venta; pero, finalmente, encontré
un comprador.
Viajé al campo. Pedro, que no puso trabas, solo dijo:
- Ojalá sea un hombre bueno, como Ud. dice. ¡Aunque nunca
se sabe, verdaderamente, cómo son las personas !
- Pedro, le aseguro que es un buen sujeto.
- Si Ud. lo dice, yo le creo. Pero, mire lo que pasó con don
Esteban Navarro, ¡que parecía tan hombre!
La razón del vino
- ¿Navarro, el vecino
borracho? - pregunté, evocando aquella silueta de gigante, de
la que casi me había olvidado, ¿qué pasó
con Navarro?
- Güeno, que el Toño se acriminó con él.
- ¿Y cuándo sucedió eso, Pedro?
- Ya van para cinco años ...
- ¿ Y cómo fue?
- Es una historia larga y se cuenta según se mire - dijo en tono
despectivo.
Y agregó:
- El Segundo la sabe bien.
Segundo se había transformado en un mocetón, que se mantenía
soltero.
- El jutre era un mariposón - me dijo, derechamente.
- ¡No es posible! ¡Ese tremendo hombronazo!
- Bueno, era lunático y le daba a los dos lados. Debido a eso,
el Toño se lo cargó.
Me vino al recuerdo aquélla lejana tarde.
Reviví la escena en todos sus detalles. La forma en la que el
hombre bebía, su inmovilidad. Recordé haber pensado, entonces,
que me pareció que algo muy angustioso atenazaba su espíritu,
y le obligaba a beber.
- ¿Toño era el que me sirvió la chicha?
- Seguro, desde que volvió de las minas trabajaba para don Esteban.
- ¿Y Toño también era maricón?
- No, patrón, no - se apresuró a decir Segundo. ¡Dése
cuenta de que él era el entrante! ¡El jutre era el mariposón!
Entonces me enteré de que en el campo la homosexualidad solo
marca, desde-ñosamente, al que desempeña el rol de mujer;
por el contrario, el otro actor, acrecienta su reputación de
virilidad. Así lo entendía Segundo.
Me propuse averiguar detalles del crimen, de su desarrollo.
Fui al Juzgado y con el pretexto de ser Licenciado en Derecho, pedí
autorización para revisar los legajos y compararlos con las versiones
de los campesinos.
Esta es la historia registrada en el juzgado:
Esteban Navarro, cada cierto tiempo, bebía durante varios días,
como un deses-perado, hasta que ya no podía controlar el deseo
de ser poseído sexualmente.
En el interrogatorio, Toño había declarado:
- ... tomaba y tomaba hasta que se le pasaba la sopaipilla. A mí
me daba licor juerte, que me calentaba la sangre.
Un día me preguntó cómo se arreglaba la cosa en
la mina si no permitían la presencia de mujeres.
- ¡Aguantándose! - le contesté.
Y entonces me preguntó si lo hacíamos entre hombres.
Le dije que sí, pero sólo cuando apuraba la causa. Ahí
jué cuando me lo pidió; yo estaba con muchos tragos encima.
Al día siguiente me mandó al pueblo a entregar una carretada
de trigo.Desde entonces, cada vez que se emborrachaba y pasaba eso,
al día me mandaba al pueblo con algún encargue - terminó
declarando Toño.
La última vez, ya iba para cinco años, a mitad de camino,
Toño se dio cuenta de que había olvidado la papeleta de
tránsito y tuvo que regresar al fundo para recogerla.
La razón del vino
Al entrar en su rancho, sorprendió
a don Esteban haciéndole el amor a la Rosa, su mujer.
El asombro lo paralogizó unos instantess, no obstante, pero al
momento supo lo que tenía que hacer. Sin embargo, al coger la
echona algo cayó al suelo alertando a la Rosa, que lanzó
un alarido de terror.
Pero ya Toño clavaba una y otra vez la filosa herramienta en
la espalda de don Esteban hasta causarle la muerte. El cuerpo del hombre
protegió a Rosa, que estaba desnuda y no sufrió daño
alguno.
Así fue como Toño se enteró de que, evaporado el
efecto del alcohol, después de cada noche de mariposón,
don Esteban, queriendo sentirse macho, lo convertía a él
en cornudo.
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