|
|
Don
Anselmo
La muerte
de don Anselmo, que carecía de parientes, enfrentó a Ifigenia
con varios problemas que ella no sabía cómo solucionar.
Se le ocurrió telefonear a don Esteban. Tuvo que ir a una cabina
telefónica. En casa se había suprimido este servicio hacía
años, porque don Anselmo no tenía amigos a quién
llamar y los que habían sido sus amigos, tiempo hacía
que no tenían interés en comunicarse con él.
Ifigenia recurrió a don Esteban, porque fue la última
persona de la tertulia que dejó de visitar la casa y le dio la
noticia, suplicándole que la ayudara porque la pobre mujer no
sabía qué hacer en tales circunstancias.
Don Esteban pensó que era necesario llamar a los antiguos miembros
de la tertulia y telefo-neó a don Anto-nio, a don Roberto y a
don Crisóstomo, citándolos a reunión en casa del
difunto.
Don Anselmo, nunca fue un hombre común. s
Desde que aprendió a gatear, le gustó jugar solo, en silencio;
era un niño que podía pasarse horas entretenido con sus
juguetes, sin necesidad de compañía.
Su abuelo estaba encantado de tener un nieto que no lo dis-trajera de
sus lecturas y fue él quien se había empeñado en
enseñarle a leer apenas terminaron las fiestas de celebración
de los primeros cuatro años del niño.
Lo inició con esos libros en que las ilustra-ciones son más
dominan-tes que las palabras, pero esas pocas pa-labras el nieto las
aprendió con increíble facilidad y a los pocos meses ya
podía leer libros de cuen-tos impresos con llamativas tapas de
cartón y letras grandes y sencillas, casi sin ilustraciones.
Entonces, su aislamiento se hizo más notorio.
También, a temprana edad, lo enviaron a un colegio para infantes
y tampoco mostró interés por participar en los juegos
de los otros niños; Anselmito, arrinconado en el patio, leía
y leía, sin importarle otra cosa.
No demoró mucho en aprender a escribir y, desde entonces, tomó
el hábito de escribir resúmenes de lo que leía.
Los fines de semana releía estos resúmenes de modo que,
en su cerebro, iba acumulando conocimientos en forma portentosa y, al
mismo tiempo, desarrollaba prodigiosamente su memoria, al extremo de
poder repetir, casi textualmente, todo lo que había leído.
Anselmito fue siempre el mejor alumno de su clase.
Pero, para él lo primero era leer. Jamás se dejó
seducir por sus com-pañeras de curso, pese a ser un joven muy
atractivo; nunca se le conoció el más mínimo renuncio
a sus lecturas para dedicarlos a alguna muchacha de su edad.
Su ingreso a la Universidad, en este aspecto, tampoco trajo cambio alguno.
Se inscribió en Pedagogía para seguir estrechamente ligado
a los libros y a la lectura. Se tituló profesor de Literatura
con las más altas calificaciones.
Sin embargo, una circunstancia fortuita, le impidió llegar a
ejercer su profe-sión. Ocurrió que, ese mismo año,
falleció su única tía, de la que heredó
una enorme fortu-na en dinero, acciones y edificios, incluso, la mansión
en que vivía.
Don Anselmo recién había cumplido los 24 años.
Este inaudito golpe de fortuna, no modificó su estilo de vida,
que era sobrio, casi ascético, aunque ahora podía darse
el gusto de visitar las librerías y comprar todos los libros
que le interesasen.
En estos trajines por las librerías trabó conocimiento
con don Esteban, también, profesor y gran aficionado a la lectura.
En su casa, don Esteban, mantenía una tertulia con otras personas
de gustos afines; don Anselmo se incorporó a la tertulia con
entusiasmo, participando en las discusiones y mostrándose inflexible
en sus opiniones.
Dado que don Esteban no tenía más entradas que su modesto
sueldo de profe-sor, él y los restantes tertulianos aceptaron
entusiasma-dos el ofrecimiento de don Anselmo de efectuar las reuniones
en la biblioteca de la gran mansión que había heredado.
Todos eran personas de sólida cultura que disfrutaban discutiendo
sobre todos los temas. Pero, la rigidez de las opiniones de don Anselmo
alteraban el tono de los debates de la tertulia a tal extremo que ésta,
a duras penas, se mantuvo unos tres años.
La intransigencia del dueño de casa, agotó la paciencia
de los contertu-lios que, uno a uno, desertaron.
La soledad nunca había asustado a don Anselmo, quien siguió
dedicando todo su tiempo a la lectura y a escribir sus resúmenes.
Don Esteban debió hacerse cargo de los trámites funerarios.
También la diligencia de Ifigenia dio con el abogado Julián
Miralles, que se sumó al escaso cortejo que acompañó
a don Anselmo, enterrado sin discursos ni coronas.
Dos días después, el abogado Miralles citó a los
amigos para escuchar las disposiciones del testamento. Estaban reunidos
en la biblioteca, esperando la llegada del abogado.
- Anselmo, ha sido el caso más singular que he conocido - empezó
diciendo don Esteban-. En verdad, nunca supe de alguien que hiciera
de la lectura la pasión y el objeti-vo único de su vida.
Quizá era muy quisquillo-so, pero no me cabe duda de que era
muy inteligente.
- ¡No era inteligente! - intervino don Crisóstomo -; tú
te dejas llevar por tu bondad. Bien mirado, Anselmo era un egoísta
y un inútil: creía que solo era importante lo que él
consideraba importante. Es claro que al manejar una enormidad de conocimientos,
podía conversar y discutir inteligentemente. ¡Pero tal
cosa no prueba que fuera inteligente!
- Lo que sí tenía era una suerte descomunal - dijo don
Antonio.
- Yo diría que tuvo una tía descomunal - ironizó
don Crisóstomo.
Rieron un poco por el retruécano.
- Tú, Antonio, lo criticabas porque nunca trabajó para
nadie. Eso de no trabajar no es criticable - trabajar por un estipendio,
quiero decir -, si se tienen los medios para vivir sin recurrir a los
sablazos o a otros ejercicios parecidos. Lo digo por mí, que
nunca he podido darme un gusto completo: siempre me ha fallado o me
ha faltado algo.
- ¡Así es la vida! - exclamó don Roberto. ¡Hay
quienes pasan sus días mirando a la casa del vecino! Aunque sé
que no es tu caso, Antonio.
- Esteban, ¿sabe alguien si Anselmo era virgo?
- Nunca supe si era Libra, Cáncer o Virgo; pero creo que Anselmo
era virgen.
- Curioso personaje. ¡Podía tenerlo todo y lo único
que hacía era leer y leer! ¡No he logrado comprender por
qué! Nunca aprendió a discutir: solo quería imponer
sus ideas y, sin duda, era un buen argumentador.
- A mí me encanta leer y aprender, pero como tú dices,
Roberto, los conocimientos se mejoran con una sana discusión,
pero no me gusta el que discute para tener siempre la razón.
La exhibición de conocimientos, es una forma de soberbia y, creo
yo, pasa a ser una forma de desprecio a terceros.
Don Anselmo
- Eso es muy cierto - dijo
Crisóstomo - mientras encendía un pequeño cigarro
de hojas.
- Por otra parte - prosiguió don Esteban -, yo no rechazo otros
atractivos de la vida, que los tiene, y muchos. Me gusta comer bien,
beber un buen vino ... y meterme en la cama con una buena hembra ¿no
están Uds. de acuerdo?
- En la variedad está el gusto - dice el refrán de la
sabiduría popular, y bien que lo sabes y lo practicas mi querido
Esteban.
- Miren Uds. Yo, por mi parte, tengo una teoría: Creo que las
religiones han inventado el pecado, como una manera de combatir los
vicios. Sin embargo, a mí me parece que los vicios son de las
mejores cosas del buen vivir, pero, al mismo tiempo, pienso que lo peor
de la vida es transformarse en un vicioso. Y, por favor, tomen en cuenta
de que no solo catalogo de vicios al alcohol, el tabaco, o el juego;
todo puede llegar a ser un vicio, incluso, el trabajo, el sexo, el comer,
el arte o la política ... Si alguien se dedica a una cosa en
exclusiva, si se hace dependiente de ella, como el drogadicto de la
droga, se convierte en un vicioso. Nuestro Ansel-mo era vicioso de la
lectura. ¿Y de qué le sirvió? ¡Ni siquiera
para vivir medio siglo!
- Me gusta esa diferencia que haces entre vicio y vicioso - dijo don
Crisóstomo. Estoy de acuerdo con tu teoría y es más,
te diré que ¡me gusta muchísisimo!
En ese momento, apareció Ifigenia con una bandeja con pocillos
de café, una jarrita de leche y un canasti-llo con galletas y
almendra-dos.
- He pensado que les gustaría un café para acortar la
espera - dijo -, depositando todo sobre el escritorio.
- Gracias, Ifigenia - dijo don Roberto. ¡Siempre he dicho que
a Ud. no se le va ni un detalle!
- Yo pienso lo mismo - dijo don Antonio. Y, por eso, quisiera preguntarle
algo.
- Ud. dirá, señor.
- Nuestro amigo ya reposa en paz, pero ninguno de nosotros sabe de qué
murió. ¿Nos lo puede decir Ud.?
- El médico dijo que fue una anemia aguda, pero yo tengo otra
idea ... que puede parecerles algo tonta.
- Cuéntenos, Ifigenia.
- Ya saben Uds. que llevo unos veinte años sirviendo en esta
casa. Don Anselmo, cuando me contrató, me dijo: "Señora,
todo lo que quiero en mi casa es sosiego y silencio; puede Ud. llevarla
a su gusto. Hágame una lista de gastos y cada mes le daré
un cheque: no tendrá que rendirme cuentas de cómo gasta
el dinero. Yo necesito muy pocas cosas para mí".
- Ifigenia, todos sabíamos que era un hombre raro; lo que nos
dice no nos aclara nada - dijo don Esteban.
- Siempre se alimentó muy mal; muchas veces la comida se le enfriaba
y, otras, comía muy poco, porque nunca despe-gaba los ojos del
libro que estaba leyendo, y se sabe que comer así no da provecho
al cuerpo.
- ¿Y de mujeres? - preguntó Roberto.
- ¡Nunca supe de ninguna! Ya les digo que lo único que
hacía era leer.
- ¿Y no salía a calle, a pasear?
- No, desde hace añoss. Cuando venían Uds. ya los libreros
le enviaban los catálogos, él escogía los libros
y yo se los iba a buscar.
- Pero, Ifigenia - ¡Todavía no nos ha dicho de qué
murió! - exclamó Ronerto.
Don Anselmo
- Desde hacía meses,
apenas le daba unos mordiscos al pan; pero nada de comida: ¡Yo
creo que murió de hambre!
Todos la miraron, incrédulos, pero no alcanzaron a hacer comentarios
porque en ese momento llegó el abogado Miralles, quien, muy circunspecto,
pero con prisas, dio lectura al testamento de don Anselmo Flores: Legaba
sus bienes para crear una Fundación dedicada a la Lectura.
La Fundación debería ser administrada por sus amigos de
la antigua tertulia y don Esteban sería el Presidente. Establecía
que se debían liquidar todos los bienes inmobiliarios; parte
del capital estaría destinado a financiar la transformación
del palacete para dotarlo de cómodas Salas de Lectura; el resto
se invertiría en bonos del Estado, cuyas utilidades servirían
para el financiamiento de todos los servicios. Ifigenia, a la que se
le reservaban algunas habitaciones, era nombrada administradora del
inmueble, de por vida.
Ifigenia había acertado en su pronóstico.
El cadáver de don Anselmo no pesaba ni 35 kilos cuando lo depositaron
en el ataúd. ¡Había castigado su organismo más
duramente que un asceta hindú! El parte médico certificó
una anemia aguda.
Al enterarse de su contenido, don Esteban, exclamó:
- ¡Un hombre tan rico murió del mal de los niños
del Tercer Mundo! Y permítanme que utilice este caso para reafirmar
mi teoría:
¡Anselmo, murió porque era un vicioso de la lectura!
|