LECTURAS Y DATOS INTERESANTES

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C U E N T O S  y   E P I S O D I O S

A Victoria Benado R.

CUENTOS Y EPISODIOS

Jorge Orellana Mora

INTRODUCCION
LA DESPEDIDA
EL PADRE NO DESEADO
DUPLEX
EL MAYORDOMO
SORTILEGIO DE DOS PALABRAS*
EL CAPO
LA MILAGRERA
PAREJAS DISPAREJAS
DANIEL Y LOS PERROS
LOS DOS HERMANOS
LAURA
EL PERIODISTA

EL OJOS VERDES

EL ABUELO
TODO UN CASO
DURA LEX
EL CONVENTILLO
EL COMETA PELTIER
LA RAZÓN DEL VINO
DON ANSELMO
NôTRE DAME
DEFENSA PROPIA
EL AMÉN
LA HONRADEZ DE CÉSAR
EL HOMBRECITO DEL TRAJE NEGRO
RATERILLOS
HOMO SAPIENS

Cuentos y Episodios Don Anselmo

La muerte de don Anselmo, que carecía de parientes, enfrentó a Ifigenia con varios problemas que ella no sabía cómo solucionar.
Se le ocurrió telefonear a don Esteban. Tuvo que ir a una cabina telefónica. En casa se había suprimido este servicio hacía años, porque don Anselmo no tenía amigos a quién llamar y los que habían sido sus amigos, tiempo hacía que no tenían interés en comunicarse con él.
Ifigenia recurrió a don Esteban, porque fue la última persona de la tertulia que dejó de visitar la casa y le dio la noticia, suplicándole que la ayudara porque la pobre mujer no sabía qué hacer en tales circunstancias.
Don Esteban pensó que era necesario llamar a los antiguos miembros de la tertulia y telefo-neó a don Anto-nio, a don Roberto y a don Crisóstomo, citándolos a reunión en casa del difunto.
Don Anselmo, nunca fue un hombre común. s
Desde que aprendió a gatear, le gustó jugar solo, en silencio; era un niño que podía pasarse horas entretenido con sus juguetes, sin necesidad de compañía.
Su abuelo estaba encantado de tener un nieto que no lo dis-trajera de sus lecturas y fue él quien se había empeñado en enseñarle a leer apenas terminaron las fiestas de celebración de los primeros cuatro años del niño.
Lo inició con esos libros en que las ilustra-ciones son más dominan-tes que las palabras, pero esas pocas pa-labras el nieto las aprendió con increíble facilidad y a los pocos meses ya podía leer libros de cuen-tos impresos con llamativas tapas de cartón y letras grandes y sencillas, casi sin ilustraciones.
Entonces, su aislamiento se hizo más notorio.
También, a temprana edad, lo enviaron a un colegio para infantes y tampoco mostró interés por participar en los juegos de los otros niños; Anselmito, arrinconado en el patio, leía y leía, sin importarle otra cosa.
No demoró mucho en aprender a escribir y, desde entonces, tomó el hábito de escribir resúmenes de lo que leía. Los fines de semana releía estos resúmenes de modo que, en su cerebro, iba acumulando conocimientos en forma portentosa y, al mismo tiempo, desarrollaba prodigiosamente su memoria, al extremo de poder repetir, casi textualmente, todo lo que había leído.
Anselmito fue siempre el mejor alumno de su clase.
Pero, para él lo primero era leer. Jamás se dejó seducir por sus com-pañeras de curso, pese a ser un joven muy atractivo; nunca se le conoció el más mínimo renuncio a sus lecturas para dedicarlos a alguna muchacha de su edad.
Su ingreso a la Universidad, en este aspecto, tampoco trajo cambio alguno. Se inscribió en Pedagogía para seguir estrechamente ligado a los libros y a la lectura. Se tituló profesor de Literatura con las más altas calificaciones.
Sin embargo, una circunstancia fortuita, le impidió llegar a ejercer su profe-sión. Ocurrió que, ese mismo año, falleció su única tía, de la que heredó una enorme fortu-na en dinero, acciones y edificios, incluso, la mansión en que vivía.
Don Anselmo recién había cumplido los 24 años.
Este inaudito golpe de fortuna, no modificó su estilo de vida, que era sobrio, casi ascético, aunque ahora podía darse el gusto de visitar las librerías y comprar todos los libros que le interesasen.
En estos trajines por las librerías trabó conocimiento con don Esteban, también, profesor y gran aficionado a la lectura. En su casa, don Esteban, mantenía una tertulia con otras personas de gustos afines; don Anselmo se incorporó a la tertulia con entusiasmo, participando en las discusiones y mostrándose inflexible en sus opiniones.
Dado que don Esteban no tenía más entradas que su modesto sueldo de profe-sor, él y los restantes tertulianos aceptaron entusiasma-dos el ofrecimiento de don Anselmo de efectuar las reuniones en la biblioteca de la gran mansión que había heredado.
Todos eran personas de sólida cultura que disfrutaban discutiendo sobre todos los temas. Pero, la rigidez de las opiniones de don Anselmo alteraban el tono de los debates de la tertulia a tal extremo que ésta, a duras penas, se mantuvo unos tres años.
La intransigencia del dueño de casa, agotó la paciencia de los contertu-lios que, uno a uno, desertaron.
La soledad nunca había asustado a don Anselmo, quien siguió dedicando todo su tiempo a la lectura y a escribir sus resúmenes.
Don Esteban debió hacerse cargo de los trámites funerarios. También la diligencia de Ifigenia dio con el abogado Julián Miralles, que se sumó al escaso cortejo que acompañó a don Anselmo, enterrado sin discursos ni coronas.
Dos días después, el abogado Miralles citó a los amigos para escuchar las disposiciones del testamento. Estaban reunidos en la biblioteca, esperando la llegada del abogado.
- Anselmo, ha sido el caso más singular que he conocido - empezó diciendo don Esteban-. En verdad, nunca supe de alguien que hiciera de la lectura la pasión y el objeti-vo único de su vida. Quizá era muy quisquillo-so, pero no me cabe duda de que era muy inteligente.
- ¡No era inteligente! - intervino don Crisóstomo -; tú te dejas llevar por tu bondad. Bien mirado, Anselmo era un egoísta y un inútil: creía que solo era importante lo que él consideraba importante. Es claro que al manejar una enormidad de conocimientos, podía conversar y discutir inteligentemente. ¡Pero tal cosa no prueba que fuera inteligente!
- Lo que sí tenía era una suerte descomunal - dijo don Antonio.
- Yo diría que tuvo una tía descomunal - ironizó don Crisóstomo.
Rieron un poco por el retruécano.
- Tú, Antonio, lo criticabas porque nunca trabajó para nadie. Eso de no trabajar no es criticable - trabajar por un estipendio, quiero decir -, si se tienen los medios para vivir sin recurrir a los sablazos o a otros ejercicios parecidos. Lo digo por mí, que nunca he podido darme un gusto completo: siempre me ha fallado o me ha faltado algo.
- ¡Así es la vida! - exclamó don Roberto. ¡Hay quienes pasan sus días mirando a la casa del vecino! Aunque sé que no es tu caso, Antonio.
- Esteban, ¿sabe alguien si Anselmo era virgo?
- Nunca supe si era Libra, Cáncer o Virgo; pero creo que Anselmo era virgen.
- Curioso personaje. ¡Podía tenerlo todo y lo único que hacía era leer y leer! ¡No he logrado comprender por qué! Nunca aprendió a discutir: solo quería imponer sus ideas y, sin duda, era un buen argumentador.
- A mí me encanta leer y aprender, pero como tú dices, Roberto, los conocimientos se mejoran con una sana discusión, pero no me gusta el que discute para tener siempre la razón. La exhibición de conocimientos, es una forma de soberbia y, creo yo, pasa a ser una forma de desprecio a terceros.

Don Anselmo

- Eso es muy cierto - dijo Crisóstomo - mientras encendía un pequeño cigarro de hojas.
- Por otra parte - prosiguió don Esteban -, yo no rechazo otros atractivos de la vida, que los tiene, y muchos. Me gusta comer bien, beber un buen vino ... y meterme en la cama con una buena hembra ¿no están Uds. de acuerdo?
- En la variedad está el gusto - dice el refrán de la sabiduría popular, y bien que lo sabes y lo practicas mi querido Esteban.
- Miren Uds. Yo, por mi parte, tengo una teoría: Creo que las religiones han inventado el pecado, como una manera de combatir los vicios. Sin embargo, a mí me parece que los vicios son de las mejores cosas del buen vivir, pero, al mismo tiempo, pienso que lo peor de la vida es transformarse en un vicioso. Y, por favor, tomen en cuenta de que no solo catalogo de vicios al alcohol, el tabaco, o el juego; todo puede llegar a ser un vicio, incluso, el trabajo, el sexo, el comer, el arte o la política ... Si alguien se dedica a una cosa en exclusiva, si se hace dependiente de ella, como el drogadicto de la droga, se convierte en un vicioso. Nuestro Ansel-mo era vicioso de la lectura. ¿Y de qué le sirvió? ¡Ni siquiera para vivir medio siglo!
- Me gusta esa diferencia que haces entre vicio y vicioso - dijo don Crisóstomo. Estoy de acuerdo con tu teoría y es más, te diré que ¡me gusta muchísisimo!
En ese momento, apareció Ifigenia con una bandeja con pocillos de café, una jarrita de leche y un canasti-llo con galletas y almendra-dos.
- He pensado que les gustaría un café para acortar la espera - dijo -, depositando todo sobre el escritorio.
- Gracias, Ifigenia - dijo don Roberto. ¡Siempre he dicho que a Ud. no se le va ni un detalle!
- Yo pienso lo mismo - dijo don Antonio. Y, por eso, quisiera preguntarle algo.
- Ud. dirá, señor.
- Nuestro amigo ya reposa en paz, pero ninguno de nosotros sabe de qué murió. ¿Nos lo puede decir Ud.?
- El médico dijo que fue una anemia aguda, pero yo tengo otra idea ... que puede parecerles algo tonta.
- Cuéntenos, Ifigenia.
- Ya saben Uds. que llevo unos veinte años sirviendo en esta casa. Don Anselmo, cuando me contrató, me dijo: "Señora, todo lo que quiero en mi casa es sosiego y silencio; puede Ud. llevarla a su gusto. Hágame una lista de gastos y cada mes le daré un cheque: no tendrá que rendirme cuentas de cómo gasta el dinero. Yo necesito muy pocas cosas para mí".
- Ifigenia, todos sabíamos que era un hombre raro; lo que nos dice no nos aclara nada - dijo don Esteban.
- Siempre se alimentó muy mal; muchas veces la comida se le enfriaba y, otras, comía muy poco, porque nunca despe-gaba los ojos del libro que estaba leyendo, y se sabe que comer así no da provecho al cuerpo.
- ¿Y de mujeres? - preguntó Roberto.
- ¡Nunca supe de ninguna! Ya les digo que lo único que hacía era leer.
- ¿Y no salía a calle, a pasear?
- No, desde hace añoss. Cuando venían Uds. ya los libreros le enviaban los catálogos, él escogía los libros y yo se los iba a buscar.
- Pero, Ifigenia - ¡Todavía no nos ha dicho de qué murió! - exclamó Ronerto.
Don Anselmo

- Desde hacía meses, apenas le daba unos mordiscos al pan; pero nada de comida: ¡Yo creo que murió de hambre!
Todos la miraron, incrédulos, pero no alcanzaron a hacer comentarios porque en ese momento llegó el abogado Miralles, quien, muy circunspecto, pero con prisas, dio lectura al testamento de don Anselmo Flores: Legaba sus bienes para crear una Fundación dedicada a la Lectura.
La Fundación debería ser administrada por sus amigos de la antigua tertulia y don Esteban sería el Presidente. Establecía que se debían liquidar todos los bienes inmobiliarios; parte del capital estaría destinado a financiar la transformación del palacete para dotarlo de cómodas Salas de Lectura; el resto se invertiría en bonos del Estado, cuyas utilidades servirían para el financiamiento de todos los servicios. Ifigenia, a la que se le reservaban algunas habitaciones, era nombrada administradora del inmueble, de por vida.
Ifigenia había acertado en su pronóstico.
El cadáver de don Anselmo no pesaba ni 35 kilos cuando lo depositaron en el ataúd. ¡Había castigado su organismo más duramente que un asceta hindú! El parte médico certificó una anemia aguda.
Al enterarse de su contenido, don Esteban, exclamó:
- ¡Un hombre tan rico murió del mal de los niños del Tercer Mundo! Y permítanme que utilice este caso para reafirmar mi teoría:
¡Anselmo, murió porque era un vicioso de la lectura!