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C U E N T O S  y   E P I S O D I O S

A Victoria Benado R.

Cuentos y EpisodiosSORTILEGIO DE DOS PALABRAS*

Esta tarde, en la terraza, maté una hormiga.

Aquí me paso largas horas, dormitando o metiéndome a recordar tiempos idos. Me sientan en este lugar para que no me venga la luz de frente. Mi ojos, a menudo, se me nublan con un lagrimeo, que me obliga a secarlos con un pañuelo y, por eso, creo yo, los tengo muy irritados.

La Eduviges me trajo un buen té de jazmín, muy fragante, cortado con un poco de leche; también un trozo de bollo inglés, de muy buen sabor. Lo malo fue que, como mis manos me tiemblan demasiado y el bollo se desmorona fácilmente, algunas migajas cayeron al suelo, y vino la hormiga. Mi nuera es una neurótica de la limpieza y sé que comenta mis torpezas al comer; por eso, quise que las migajas cayeran al jardín. Moví mi pierna derecha para hacerlo, y aplasté a la hormiga. En el suelo quedó una manchita obscura.

¡Es increíble lo poco que cuesta morir!

En cambio, vivir es un trabajo cansador; yo lo sé porque no es cosa buena llegar a viejo. Algunos viejos quieren disimularlo y dicen que se sienten jóvenes. Eso no es posible. La vejez es algo que envuelve al hombre como la niebla que se deja caer desde el cielo hasta cubrir la tierra, y ya los ojos no sirven para ver. En medio de la niebla todos saben que ahí no más, hay una casa, un camino o un cerro, pero no ven nada, aunque sepan que existe. Eso es la vejez: ser sin serlo.

A veces, no puedo evitar que las arrugas de mi cara se estiren en una sonrisa, porque me doy cuenta de que aquí, solo, me pongo a pensar en cualquier cosa y tengo la placentera sensación de estar pensando bien, de juntar ideas, de sacar conclusiones, aunque esté divagando; otras, me olvido de mi objetivo o, cuando estoy por dar con la solución, algo o alguien me distrae.

Eduviges me acomoda en la terraza y cada cierto tiempo se asoma a echar una mirada o viene a arreglarme las cobijas porque, aunque me estoy quieto, las mantas se deslizan por mis piernas y se caen al suelo. Así me pasa ahora, casi todo lo que manejo termina en el suelo. Es por culpa de mis manos que no me obedecen y tiemblan apenas las despego del cuerpo. ¡Y está lo del lagrimeo, que me fastidia mucho!

Además, desde hace algunos años, si pienso en algún recuerdo de mi vida, sin que yo pueda impedirlo, las lágrimas corren por mis mejillas. La Eduviges me ha sorprendido varias veces, y me dice:

- ¿Qué le pasa, abuelo? ¡Ya se me está comportando mal!

No me molesta que me hable en un tono protector porque ella no puede entender lo que le ocurre a un viejo que se pone a recordar; tampoco conoce nada de mi vida anterior, de lo que fui. Pero es buena y tiene paciencia.

Es una mujer joven y fuerte; eso es importante, porque yo no tengo casi nada de fuerzas y necesito que me ayuden. Me gusta cuando me rodea con su brazo por la es-palda, apoyando mi cuerpo para que pueda desplazarme sin peligro. En alguna oportunidad me ha cargado como un bulto y mi cabeza ha quedado en sus pechos, una almohada en la quemegustaría dormirme, pero el trayecto de la terraza a mi cama es apenas de unos metros.Me dice:

- Estése quietecito.Voy por mi tejido y esperaré hasta que venga el patrón chico.

El patrón chico es mi nieto Carmelo, un muchacho que anda por los quince años, despierto, simpático, pero débil en los estudios, lo que ha obligado a que le pongan un pasante en matemáticas.

Todos dicen que se parece mucho a mí. Yo no lo creo; por lo menos, no me acuerdo de haber sido como él en mi niñez. Le oigo hablar lo mismo que si escuchara el zumbido de un moscardón. Le gusta discutir y no guarda el debido respeto a su padre, mi hijo; aunque, Severo da a entender que eso le divierte.

No, no me parezco al muchacho. Jamás me gustó discutir, ni alzar la voz ni tratar de imponerme; por el contrario, yo he sido toda mi vida un amable componedor, un hombre de paz. Jamás he usado palabrotas y he tenido en estima mantenerme impasible, tranquilo.

Tampoco acepto que un muchacho tan joven se tome tantas libertades ni que le den tantas atribuciones, sin que sepa nada del rigor de la disciplina, de sus obligaciones. Es cierto que le gusta estar conmigo, que todos los días viene a sentarse a mi lado y me cuenta sus cosas del colegio.

- Abuelo, fíjese que esta mañana el <profe> se <mandó las porciones>.

- ¿Qué es eso de "profe" y de "mandarse las porciones"? No te entiendo nada, niño - le interrumpo, apelando a toda mi voz para que se dé cuenta de que soy su abuelo y me-rezco que se me hable en un lenguaje más cuidado. Además, es verdad que no entiendo muchas de las palabras que usa.

- ¡Ay, abuelito, no se haga ...! El "profe" es el profeta, el profesor, don Eudilio, y "se manda las porciones" quiere decir que le gusta darse importancia ante la clase,¿entendió?

Le hago una señal de asentimiento con la cabeza.

En esos momentos siento que los gases me están estrujando los intestinos y no me atrevo a hacerlos salir, por educación. Casi al instante, por fortuna, se me acumularon en una de las anchas curvas del intestino y ya no me agobian con su agudo dolor. No obstante, me llamó la atención el nombre del profesor.

- ¿Cómo dijiste que se llama tu profesor?

- Eudilio.

Los padres, al elegir los nombres de sus hijos, jamás piensan a qué activi-dad se dedicarán cuando sean mayores; me pareció chocante el nombre de Eudilio para un profesor de inglés. A mí, en memoria de mi abuelo materno, me habían bautizado con el nombre de Plácido, y resultó profético ya que yo me recordaba como un niño dócil, obediente. Mi nombre solo podía estar asociado a la pulcritud, al buen comportamiento, a la bondad. Además, mi timidez me había ayudado a desarrollar el sentido del ridículo y pocas cosas me sobrecogían tanto como el temor a quedar en descubierto en algo incorrecto, en un arranque o en una mentira.

- Bueno, abuelo, ya me voy - dice mi nieto, y se marcha. Pero todavía me pregunta : "¿Quieres que la Edu te traiga algo?"

- No, niño, nada. Gracias.

¡Esta es otra cosa tremenda de la vejez! A uno le parece, con razón o sin ella, que los demás solo viven preocupados de sus asuntos, que vienen a verte y te dicen unas pocas frases para cumplir con una obligación ineludible y molesta. Luego, se marchan.

Ahí queda el viejo, durante horas, en su soledad, sin nadie con quien hablar, esperando que pase el día para ir a la cama a mal dormir.

Sin embargo, en esos momentos de tranquilidad, puedo se-guir mis recuerdos y hasta me es posible reconstruir escenas de mi vida.

Algunas noches mis impresiones son tan fuertes que no sé si son sueños o es que me he quedado dormido pensando en algo, porque todo me parece tan nítido, tan real, que oigo hasta las voces.

- Plácido, ha sido una fiesta inolvidable. Siempre he dicho que tu mujer sabe organizar estas reuniones. ¡Y esta noche cantó maravillosamente!

Oigo la voz de mi mujer, Zulema, cantando una vieja melodía. La veo sentada al piano de media cola, sigo el movimiento de sus manos que mezclan ritmos y armonías; me agrada especialmente contemplar los vuelos alados de los adornos de muselina que rematan sus mangas a medio brazo.

Sí, esos eran momentos felices que me aliviaban el corazón y me hacían sentirme muy contento. ¿Y cómo pudo ocurrir que los ánimos se agriaran y que ella tomara la costumbre de levantarme la voz, de regañarme? Seguramente fue que vivimos muchos años juntos y que a ella se la acabó la tolerancia. Quizás todo empezó a la muerte de mis padres. Zulema se sintió desengañada porque yo no quise disputar la herencia con mis dos hermanas solteronas. ¡Las pobres no tenían nada, ni siquiera un marido! Las dejé elegir lo mejor y en buenas cuentas se llevaron todo lo valioso. Desde entonces, Zulema dejó ver su carácter imperativo y tomó la costumbre de presentar sus quejas a nuestro hijo.

- Severo, tienes que hablarle. ¡Tu padre se ha vuelto imposible!

Y le contaba a Severo una serie de historias en las que yo aparecía como un hombre terco, quisquilloso, de mal genio. Me costaba trabajo reconocerme en esas des-cripciones.

- Sí, madre, no se preocupe. ¡Le hablaré a don Plácido!

Desde pequeño, no sé por qué, mi hijo se acostumbró a lla-marme <don Plácido>. ¡Eso es algo que siempre me ha encantado! Por eso, a sus primeras palabras, le interrumpía:

- Hijo, ya sé, tienes razón. Lo que pasa es que estoy viejo y los viejos somos mañosos; me irrito sin querer y tu madre se molesta.

No sentía rubor de prestarme a estas pequeñas mentiras, pero las disputas parecían inevitables. ¡No éramos una pareja de viejos felices! Ella lo sabía. Todo va cambiando con los años. En alguna ocasión, me sentí cansado de ser don Plácido. Me vinieron deseos de tener una rabieta, no para tragármela, como hacía siempre, sino para aventarla por los aires, y que todos se enteraran.

La gente tiene falsas ideas sobre los viejos.

A uno lo miran con lástima si se siente cansado después de mucho caminar. Dicen: "Está viejo, el pobre; se cansa". Parece que no se dan cuenta de lo que cuesta caminar un buen trecho si las piernas te tiemblan. Sin embargo, cuando ellos están unos días en cama, al levantarse, también se cansan al andar, y nadie les compadece. A uno le molesta eso de estar siempre rodeado de compasión. Piensan que uno se va poniendo más sensible con la vejez y que sufre por las mismas cosas que causan dolor a los jóvenes; no sospechan que las lágrimas de un viejo salen solas, que no necesitan de una causa real. Yo creo que los viejos nos vamos apropiando del egoísmo para poder resistir mejor, que nos volvemos indiferentes y que nada nos importa demasiado.

Al morir la Zulema, la casa se llenó de amigos de mi hijo. Uno le preguntó:

- Severo, ¿cómo está don Plácido? ¡Pobre caballero, a la vejez, quedarse solo!

- Mira, lo ha tomado con calma. Don Plácido es un gran carácter, no se queja y lo soporta. ¡Claro que se sentirá perdido sin mi madre!

No quise intervenir; ellos estaban convencidos de que había de ser así. Pero, la verdad es que no me afectó de manera especial. Me sentía un poco incómodo; después de todo, Zulema fue mi único amor, la madre de mi hijo. ¡Pero hacía tanto tiempo que casi no hablábamos! Con la muerte de Zulema, lo importante para mí fue que Eduviges quedaba completamente para mi servicio.

Algunos días, sentado aquí en la terraza, me pongo a mirar el vuelo de los pájaros, pequeñas criaturas que viven sin destino, obedeciendo solo a sus instintos. Todas las primaveras se afanan en buscar material para hacer sus nidos, empollar y asumir la tarea de alimentar a sus crías, sin saber para qué hacen todas esas cosas. Lo mismo pasa con todo. En los inviernos, a través de los cristales, miro los árboles y veo sus ramas peladas que escurren el agua de las lluvias y se agitan con los vientos; en la primavera se cubren de yemas, a los pocos días florecen y les nacen hojas; para el verano dan frutas. Mi nuera dice:

- ¡El jardín está precioso y el melocotón es una maravilla!

Las mujeres son exageradas.

Yo observo el jardín y me parece igual, puede que tenga más color, pero eso no cambia mucho las cosas. Me invita a salir y tengo que ir, porque un viejo es como un objeto: todos le imponen su voluntad. Me dicen que el aire puro es bueno para mis pulmones, que las flores alegran la vista, que se está cómodo con el frescor del atardecer. Yo prefiero el aire tibio de mi habitación. El aire frío me va dejando una marca al respirarlo, mi sangre lenta se alborota y siento que el rostro se me enrojece. Ellos dicen: <Se arrebató con el aire>, y me tengo que pasar varios días en la cama. Mis huesos me duelen y me canso de estar en la misma posición; la Eduviges demora horas en venir y no tengo fuerzas para moverme solo.

Un viejo debería tener el derecho de morir en el momento que lo desee, pero no lo dejan. ¡Claro que ellos no tiene que soportar lo que yo aguanto!

A Napoléon, el perro de la casa, lo mataron de un tiro de pistola. Vino el veterinario y dijo que la enfermedad era solo su vejez, que lo único que se conseguía con mantenerlo vivo era hacerle sufrir más. A mi nuera le encanta contar el incidente:

- Tenía una mirada muy triste, casi humana, cuando miró a Severo. Murió al instante y dejó de sufrir.

Sin embargo, ninguno es capaz de hacer lo mismo conmigo. Dicen que sería un crimen dar muerte a un ser humano; es que no comprenden que no hay mucha diferencia entre un perro viejo y un hombre viejo.

Todas las mañanas, antes de ir a su trabajo, Severo me viene a saludar.

- Parece que durmió bien, don Plácido. Le noto más descansado.

- Sí, hijo, he dormido bien.

- Eso es magnífico, don Plácido. Bueno, hoy tengo mucho trabajo en la oficina y ya tengo que irme. Hasta la noche, don Plácido.

Y se va.

¡Don Plácido! ¡Cómo me gusta que me llame don Plácido!

Durante el día, sentado aquí en la terraza, al pensar en estas dos palabras, aunque pueda parecer una tontería de viejo, me siento complacido.

No sé por cuánto tiempo más me disfrutaré de esta pequeña alegría, pero no será para largo. Es que yo siento que, a medida que voy envejeciendo, todo termina por no interesarme.

 

 

*Este cuento fue premiado por El Círculo de Lectores y publicado en el libro AVejez de nuestro tiempo@