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C U E N T O S  y   E P I S O D I O S

A Victoria Benado R.

Cuentos y EpisodiosTodo un caso


Estoy viviendo una situación insólita, aunque hace años ya me ocurrió algo parecido.
Fue en Miami, ciudad a la que viajé por cuenta de la empresa en que trabajaba para perfeccionar mis conocimientos sobre el manejo de cuentas publicitarias.
La misma noche de mi llegada se ofreció un cóctel en el Hotel Americana para que conociera gente de nuestra actividad; el hotel era un modelo impresionante para el fomento turístico, importante fuente de riqueza de esa ciudad.
En medio de muchas copas y conversaciones diversas ¡porque los publicitarios debemos saber de muchos temas y no solo asuntos de actualidad!, casi agoté mis tarjetas de presentación y me llené un bolsillo con las que me dieron. Eso sí, mantuve en todo momento firme mi cabeza ante las arremetidas del alcohol, condición indispensable para ser un buen publicista porque ayuda ¡y cómo! a cerrar los buenos negocios.
Pasada la medianoche, mi jefe, bastante bebido, me pidió que llevara a casa a Vivian, su mujer. Así lo hice.
Vivian, quiso conversar un rato y me ofreció una taza tibia de ese horrible café que llaman boiling; lo bebí, le di la buenas noches y me fui a mi habitación.
Mientras me desvestía iba tratando unir las caras y los nombres de algunas de las personas que me habían presentado para grabarlas en mi mente, pero interrumpí el repaso porque alguien abrió la puerta de mi dormitorio. Mi asombro no tuvo límites: era Vivian, envuelta en un camisón transparente que dejaba adivinar todas sus formas.
- Willy - dijo - todavía te conozco poco. Será bueno que nos conozcamos más.
Avanzó hacia mi cama, abrió las cubiertas y se metió en ella, mientras me miraba sonriente y seductora. Comprendió mis aprehensiones, y agregó:
- Frank, no vendrá hasta la madrugada y estará muy borracho.
- Pero, Vivian ...
- Frank, vendrá tan borracho que no será capaz de cumplir conmigo, y yo quiero que tú lo reemplaces, ¿ do you mind, sweety ?
Era una mujer que sabía muy bien qué hacía y lo que sabía lo hacía muy bien. Ella me obligó a revisar esa absurda idea de que solo las mujeres latinas son poseedoras de la pasión sexual.
Al día siguiente, durante el desayuno, los tres parecíamos contentos de la vida. Yo me hacía cruces al ver la solicitud que desplegaba Vivian para remediar los efectos de la resaca de su marido. Ocurrió dos veces más, durante los diez días que estuve en Miami, porque Frank estaba obligado a asistir a muchos coctéles. Nunca he olvidado esa experiencia.
Ahora, es distinto.
Tampoco esta vez la situación la he provocado yo; diría, en cambio, que me han ido empujando sutilmente, paso a paso, arrinconándome. También él es mi jefe, se llama Esteban y si bien no asiste a tantos coctéles, sí que viaja mucho al exterior.
Dos días antes de partir de viaje por un mes, me llamó a su despacho:
- Carlos, deseo pedirte algo muy importante para mí.
- Ud. me dirá don Esteban; estoy a sus órdenes.
- Te ruego que vengas a cenar esta noche en mi casa. Tengo que hablarte en confianza y con libertad, como amigos, porque yo te estimo como a un amigo, ¿qué me contestas?
- Me siento muy honrado, don Esteban.

Todo un caso
- Suprímeme el don, por favor; solo Esteban, a secas. Si todo el mundo se tutea, ¿por qué no podemos hacerlo nosotros?
Así fue como empecé a tutear a mi jefe.
Esa noche conocí a Blanca, su esposa.
Era una belleza por donde se la mirara, pero dos cosas me llamaron la atención: la suavidad que emanaba de cada movimiento de su cuerpo y su piel, rosada, casi transparente. Esteban la trataba como suma delicadeza, como a un objeto precioso.
Luego de comer, Blanca se retiró a sus habitaciones y nosotros conversamos.
- Por favor - terminó diciéndome Esteban - invítala al cine, a comer y a bailar. Todo eso, le gusta mucho; desde luego, los gastos corren a mi cargo. Dame tu número de cuenta bancaria y te haré una transferencia; si me quedo corto, me lo dices a mi regreso.
¡Yo estaba abismado, pero no podía negarme!
La invité a ver Casablanca, porque ella tenía un cierto aire de enigma, como la Ingrid; más tarde fuimos a un cabaret y bailamos mucho. El aroma de su piel se me metía en las narices como viento del desierto; además, al bailar, el roce con su cuerpo me producía una excitación atormentadora.
Ya de vuelta en casa, me ofreció un buen café y me lo sirvió en la sala y me dejó solo mientras yo lo bebía.
Reapareció vistien-do una bata de tul, transparente.
- Me he puesto más cómoda - me dijo - sentándose muy junto a mí. Hablaba con mucha suavidad, deslizando las pala-bras hasta convertirlas en gratísimos sonidos.
Y, agregó:
- Lo he pasado bien.
- Le agradezco que me lo diga, Blanca.
- Sí, pero debo conocerte mejor para saber si eres el compañero ideal para mi soledad.
Y me cogió una mano.
El tacto me electrizó y mi deseo se hizo irre-sistible, pero me contuve: era la mujer de mi jefe, que se había declarado mi amigo. Blanca al notarlo, sin sol-tarme la mano, me arrastró al dormitorio.
Ella era expeditiva. Me empujó sobre la cama.
Yo no salía de mi asombro.
Esta mujer tan dulce, tan frágil, poseía una gran energía. Y me faltaba mucho por ver, porque cuando quise cubrirla, con un movimiento felino, subió sobre mí para incrustarse ella misma e iniciar un movimiento que nacía en sus caderas dándoles un ritmo cada vez más rápido y más profundo en busca de su orgasmo, que fue intensísimo y me pareció interminable.
Exhausta, se tendió a mi lado y volvió a ser una criatura dulce y frágil. No pronunció palabra, pero se estrechó contra mi cuerpo y se durmió, profundamente.
El aire frío de la calle me volvió a la reali-dad, porque no estaba seguro si lo que había sucedido solo era un sueño. No dejaba de admirarme la transformación de Blanca; no correspondía en nada a la ilusión de Ingrid, más bien evocaba los arrebatos pasionales de la Mae West.
Durante todo el día reflexioné sobre mi situación: había traicionado a mi amigo y era seguro que perdería mi puesto si él llegaba a sospechar lo que había sucedido.
Todo un caso
Estaba en medio de estas cavilaciones cuando Blanca me llamó por teléfono para invitarme a un café, por la noche. Tres veces a la semana tomé café con ella y, al cumplirse el mes, yo me sentía muy agotado porque para estimular mi orgullo, me juraba que nadie era como yo. ¡Tampoco había nadie como ella!
Esteban regresó de Europa, comimos juntos, y él contó las peripecias de su viaje. Terminada la comida, pasamos a la sala a fumar; Blanca dijo estar cansada, y se retiró.
Yo no sabía cómo enhebrar una conversación adecuada.
Esteban me observaba y, por fin, fue él quien habló:
- Querido amigo, quiero darte las gracias por todo. Blanca me ha dicho que se siente muy feliz contigo.
Pensé en una trampa y permanecí en silencio.
- Te repito que me alegra mucho que todo haya ido tan bien, aunque a ti te resulte difícil de entender. Mira, yo siento adoración por mi mujer, con quien casé hace cinco años, pero he sufrido una desgra-cia irreparable, ¡me he vuelto impo-tente! Y ningún tratamiento ha podido devolverme la virilidad. Blanca es como una flor: sin riego perdería su lozanía. No quiero relatarte mi lucha para vencer mis prejuicios mentales para hacer posible su felicidad; si ella es feliz, yo también lo soy. ¡No me importa nada más que su felicidad! ¿Está claro, ahora, querido amigo?
- Y ella, ¿te quiere? - atiné a preguntar.
- ¡Tanto como yo a ella! Mira, el amor tiene miles de formas de componerse; no sólo se trata de sexo, pese a su importancia. Blanca me colma de muchas pequeñas dichas que ninguna otra mujer podría darme. Yo solo he roto un prejuicio, pero así logro que ella sea feliz; de otra manera su pasión la ahogaría, la trastornaría, ¿me entiendes?
- No es nada fácil entender algo así.
- ¡Figúrate lo que me ha costado a mí! Así llevo viviendo varios años. Otros, han querido extorsionarme, pero estoy seguro que eso no ocurrirá contigo.
Creo que el pobre Esteban, aguanta y sufre lo suyo con una situación tan difícil de sobrellevar. Yo, gozo y disfruto, pero también aguanto, porque Blanca me estruja.
¡No sé cuánto tiempo más podré resistir!