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Todo
un caso
Estoy viviendo una
situación insólita, aunque
hace años ya me ocurrió algo parecido.
Fue en Miami, ciudad a la que viajé por cuenta de la empresa
en que trabajaba para perfeccionar mis conocimientos sobre el manejo
de cuentas publicitarias.
La misma noche de mi llegada se ofreció un cóctel en el
Hotel Americana para que conociera gente de nuestra actividad; el hotel
era un modelo impresionante para el fomento turístico, importante
fuente de riqueza de esa ciudad.
En medio de muchas copas y conversaciones diversas ¡porque los
publicitarios debemos saber de muchos temas y no solo asuntos de actualidad!,
casi agoté mis tarjetas de presentación y me llené
un bolsillo con las que me dieron. Eso sí, mantuve en todo momento
firme mi cabeza ante las arremetidas del alcohol, condición indispensable
para ser un buen publicista porque ayuda ¡y cómo! a cerrar
los buenos negocios.
Pasada la medianoche, mi jefe, bastante bebido, me pidió que
llevara a casa a Vivian, su mujer. Así lo hice.
Vivian, quiso conversar un rato y me ofreció una taza tibia de
ese horrible café que llaman boiling; lo bebí, le di la
buenas noches y me fui a mi habitación.
Mientras me desvestía iba tratando unir las caras y los nombres
de algunas de las personas que me habían presentado para grabarlas
en mi mente, pero interrumpí el repaso porque alguien abrió
la puerta de mi dormitorio. Mi asombro no tuvo límites: era Vivian,
envuelta en un camisón transparente que dejaba adivinar todas
sus formas.
- Willy - dijo - todavía te conozco poco. Será bueno que
nos conozcamos más.
Avanzó hacia mi cama, abrió las cubiertas y se metió
en ella, mientras me miraba sonriente y seductora. Comprendió
mis aprehensiones, y agregó:
- Frank, no vendrá hasta la madrugada y estará muy borracho.
- Pero, Vivian ...
- Frank, vendrá tan borracho que no será capaz de cumplir
conmigo, y yo quiero que tú lo reemplaces, ¿ do you mind,
sweety ?
Era una mujer que sabía muy bien qué hacía y lo
que sabía lo hacía muy bien. Ella me obligó a revisar
esa absurda idea de que solo las mujeres latinas son poseedoras de la
pasión sexual.
Al día siguiente, durante el desayuno, los tres parecíamos
contentos de la vida. Yo me hacía cruces al ver la solicitud
que desplegaba Vivian para remediar los efectos de la resaca de su marido.
Ocurrió dos veces más, durante los diez días que
estuve en Miami, porque Frank estaba obligado a asistir a muchos coctéles.
Nunca he olvidado esa experiencia.
Ahora, es distinto.
Tampoco esta vez la situación la he provocado yo; diría,
en cambio, que me han ido empujando sutilmente, paso a paso, arrinconándome.
También él es mi jefe, se llama Esteban y si bien no asiste
a tantos coctéles, sí que viaja mucho al exterior.
Dos días antes de partir de viaje por un mes, me llamó
a su despacho:
- Carlos, deseo pedirte algo muy importante para mí.
- Ud. me dirá don Esteban; estoy a sus órdenes.
- Te ruego que vengas a cenar esta noche en mi casa. Tengo que hablarte
en confianza y con libertad, como amigos, porque yo te estimo como a
un amigo, ¿qué me contestas?
- Me siento muy honrado, don Esteban.
Todo un caso
- Suprímeme el don, por favor; solo Esteban, a secas. Si todo
el mundo se tutea, ¿por qué no podemos hacerlo nosotros?
Así fue como empecé a tutear a mi jefe.
Esa noche conocí a Blanca, su esposa.
Era una belleza por donde se la mirara, pero dos cosas me llamaron la
atención: la suavidad que emanaba de cada movimiento de su cuerpo
y su piel, rosada, casi transparente. Esteban la trataba como suma delicadeza,
como a un objeto precioso.
Luego de comer, Blanca se retiró a sus habitaciones y nosotros
conversamos.
- Por favor - terminó diciéndome Esteban - invítala
al cine, a comer y a bailar. Todo eso, le gusta mucho; desde luego,
los gastos corren a mi cargo. Dame tu número de cuenta bancaria
y te haré una transferencia; si me quedo corto, me lo dices a
mi regreso.
¡Yo estaba abismado, pero no podía negarme!
La invité a ver Casablanca, porque ella tenía un cierto
aire de enigma, como la Ingrid; más tarde fuimos a un cabaret
y bailamos mucho. El aroma de su piel se me metía en las narices
como viento del desierto; además, al bailar, el roce con su cuerpo
me producía una excitación atormentadora.
Ya de vuelta en casa, me ofreció un buen café y me lo
sirvió en la sala y me dejó solo mientras yo lo bebía.
Reapareció vistien-do una bata de tul, transparente.
- Me he puesto más cómoda - me dijo - sentándose
muy junto a mí. Hablaba con mucha suavidad, deslizando las pala-bras
hasta convertirlas en gratísimos sonidos.
Y, agregó:
- Lo he pasado bien.
- Le agradezco que me lo diga, Blanca.
- Sí, pero debo conocerte mejor para saber si eres el compañero
ideal para mi soledad.
Y me cogió una mano.
El tacto me electrizó y mi deseo se hizo irre-sistible, pero
me contuve: era la mujer de mi jefe, que se había declarado mi
amigo. Blanca al notarlo, sin sol-tarme la mano, me arrastró
al dormitorio.
Ella era expeditiva. Me empujó sobre la cama.
Yo no salía de mi asombro.
Esta mujer tan dulce, tan frágil, poseía una gran energía.
Y me faltaba mucho por ver, porque cuando quise cubrirla, con un movimiento
felino, subió sobre mí para incrustarse ella misma e iniciar
un movimiento que nacía en sus caderas dándoles un ritmo
cada vez más rápido y más profundo en busca de
su orgasmo, que fue intensísimo y me pareció interminable.
Exhausta, se tendió a mi lado y volvió a ser una criatura
dulce y frágil. No pronunció palabra, pero se estrechó
contra mi cuerpo y se durmió, profundamente.
El aire frío de la calle me volvió a la reali-dad, porque
no estaba seguro si lo que había sucedido solo era un sueño.
No dejaba de admirarme la transformación de Blanca; no correspondía
en nada a la ilusión de Ingrid, más bien evocaba los arrebatos
pasionales de la Mae West.
Durante todo el día reflexioné sobre mi situación:
había traicionado a mi amigo y era seguro que perdería
mi puesto si él llegaba a sospechar lo que había sucedido.
Todo un caso
Estaba en medio de estas cavilaciones cuando Blanca me llamó
por teléfono para invitarme a un café, por la noche. Tres
veces a la semana tomé café con ella y, al cumplirse el
mes, yo me sentía muy agotado porque para estimular mi orgullo,
me juraba que nadie era como yo. ¡Tampoco había nadie como
ella!
Esteban regresó de Europa, comimos juntos, y él contó
las peripecias de su viaje. Terminada la comida, pasamos a la sala a
fumar; Blanca dijo estar cansada, y se retiró.
Yo no sabía cómo enhebrar una conversación adecuada.
Esteban me observaba y, por fin, fue él quien habló:
- Querido amigo, quiero darte las gracias por todo. Blanca me ha dicho
que se siente muy feliz contigo.
Pensé en una trampa y permanecí en silencio.
- Te repito que me alegra mucho que todo haya ido tan bien, aunque a
ti te resulte difícil de entender. Mira, yo siento adoración
por mi mujer, con quien casé hace cinco años, pero he
sufrido una desgra-cia irreparable, ¡me he vuelto impo-tente!
Y ningún tratamiento ha podido devolverme la virilidad. Blanca
es como una flor: sin riego perdería su lozanía. No quiero
relatarte mi lucha para vencer mis prejuicios mentales para hacer posible
su felicidad; si ella es feliz, yo también lo soy. ¡No
me importa nada más que su felicidad! ¿Está claro,
ahora, querido amigo?
- Y ella, ¿te quiere? - atiné a preguntar.
- ¡Tanto como yo a ella! Mira, el amor tiene miles de formas de
componerse; no sólo se trata de sexo, pese a su importancia.
Blanca me colma de muchas pequeñas dichas que ninguna otra mujer
podría darme. Yo solo he roto un prejuicio, pero así logro
que ella sea feliz; de otra manera su pasión la ahogaría,
la trastornaría, ¿me entiendes?
- No es nada fácil entender algo así.
- ¡Figúrate lo que me ha costado a mí! Así
llevo viviendo varios años. Otros, han querido extorsionarme,
pero estoy seguro que eso no ocurrirá contigo.
Creo que el pobre Esteban, aguanta y sufre lo suyo con una situación
tan difícil de sobrellevar. Yo, gozo y disfruto, pero también
aguanto, porque Blanca me estruja.
¡No sé cuánto tiempo más podré resistir!
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