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DURA
LEX
El incorporarse
al ambiente universitario no le resultó fácil.
Durante varios días estuvo desorientada. El ambiente estudiantil,
en medio de centenares de alumnos, era más impersonal. Además,
debía habituarse a escuchar a los profe-sores a distancia, porque
dictaban las clases en la parte baja del aula, lo que solo le permitía
oír las voces con las tonalidades metálicas de los altavoces,
y ella estaba acostumbrada a mirar a los ojos a sus profesores para
captar los gestos de sus rostros y, así, medir la intención
de sus frases.
En la fiesta de recepción, lo vio por primera vez.
Se impresionó con su estatura y el aire de seriedad que transmitía.
Vino directamente a ella:
- ¿Estás sola?
- Sí.
- ¿Quieres compartir conmigo?
- Con mucho gusto.
Le sedujo su espíritu decidido, porque necesitaba relacionarse
con alguien que conociera la vida universitaria, y él era alumno
del tercer año. Le explicó que el comportamiento un poco
salvaje y el lenguaje demasiado libre de los alumnos, muchas veces,
no era otra cosa que una forma de defenderse.
Ella, desde el primer momento, supo que era un muchacho distinto: no
se sintió asediada como con otros alumnos. Se entendieron bien.
Le resol-vió varias dudas y le dio oportunos consejos; ganó
su confianza y la hizo sentirse cómoda. En pocos meses esta afinidad
creció.
La muchacha asimilaba con facilidad porque estaba atenta a todo, y su
mente era despierta; solo necesitaba acos-tumbrarse a la vida universitaria
para formar sus propios juicios.
El vivía en el sótano del edificio, pero tenía
entrada independiente; había que bajar media docena de peldaños,
resguardos por una reja doble, una especie de macetero mural en el que
crecía una madreselva.
Se trataba
de una sola habitación con un pequeño baño y una
cocinilla de butano; un catre antiguo, de hierro, un sillón desvencijado
y un par de sillas; en la pared del fondo, una tablas montadas sobre
blancos ladrillos colmena, formaban una biblioteca rústica para
amontonar muchos libros.
La primera vez que lo acompañó, el desorden era completo:
sobre la cama había camisas, calzoncillos y calcetines, que esperaban
ir a la lavadora, y desparramados por el suelo, varios tipos de zapatos
y zapatillas.
Al otro lado de la pared estaban las instalaciones de la calefacción
del edificio, lo que ayudaba al secado de las ropas. Todo el am-biente
era obscuro, porque la única luz natural venía de un venta-nuco
que daba a la calle y por el que solo se podía ver hasta las
pantorrillas de los viandantes.
Se empeñó en poner orden en ese caos.
Había
lugar para todo y la limpieza no demandaba mucho esfuerzo. Él,
tendido en la cama, la dejaba hacer, y se maravillaba de la facilidad
y rapidez con que ella trabajaba.
- Hay que hacerlo todos los días, como un hábito. De este
modo, te resultara más agradable pasar las horas aquí,
estudiando.
Él prestaba servicios en un consultorio gratuito de un barrio
popular, desde hacía dos años. Sus experiencias no eran
muy estimulantes.
- Nos machacan - decía - conceptos que no tienen asidero en la
sociedad actual, en la forma de vida de hoy. Te dicen: La ley es esencialmente
justa; la Justicia es igual para todos.
- Pero eso, es así. La justicia es igual para todos, ¿verdad?
- Yo ya no estoy seguro. Es lo que trato de explicarte. Mira, nuestra
profesión está envuelta en neblinas y nadie parece querer
que se despejen. Te has preguntado alguna vez: ¿Qué es
un fiscal de una empresa?
- No lo sé; dímelo tú.
- Es un abogado cuyo papel es torcer la nariz de la ley nueva; mientras
más triquiñüelas conoce y aplica, más fama
adquiere, y más dinero gana. Por eso, todas las grandes empresas
tienen equipos de abogados y un fiscal.
- Pero, las leyes se van adecuando a las necesidades de la sociedad.
- No lo niego, pero el fiscal procura que prime la antigua ley sobre
la nueva.
- ¡Me parece que te estás olvidando de que hay jueces!
- ¿Cómo olvidarlo? ¡Los he visto actuar! Dime, ¿qué
es un juez?
- El encargado de impartir justicia, ¿no?
- ¡Esa
es la teoría! Es un hombre que juzga de acuerdo a su saber y
entender, pero ¿crees, acaso, que por ser juez, no tiene ideas
políticas ni religiosas, ni tiene sentimientos o no lo enfurece
el resentimiento si se siente postergado? ¿Un juez no tiene virtudes
y defectos, como todos los hombres? ¿No le duelen nunca las muelas
ni la cabeza, no tiene e-streñimientos o diarreas, no es posible
que su mujer lo engañe o lo regañe, o ser padre de un
hijo drogadicto? Si tiene parte o todo eso, ¿no pesará
en su espíritu cuando dicta sentencia? Y, si es así, ¿cómo
puede ser justo si aplica con justeza una ley injusta?
- Nunca pensé en todo eso que me estás diciendo.
- Fíjate. La gente pobre también son seres de carne y
hueso. Entablan juicios debido a que los poderosos no respe-tan los
derechos de los débiles. Los poderosos se saltan la ley en beneficio
propio, bien protegidos y aconsejados por abogados muy bien pagados.
Es difícil luchar contra lo establecido. Lo dicen las esta-dísticas:
los pobres ganan muy pocos juicios.
- ¡No me lo habría imaginado!
- Yo tampoco,
pero déjame contarte un par de anécdotas.
- Dime.
- Hace poco vino al Consultorio una mujer que está legalmente
muerta. Estaba casada con un hombre de cierta edad; tenían riñas
por celos porque él es un insaciable sexual y actuaba como si
cada vez fuera su última oportunidad. Abandonó a su mujer
por una muchacha más joven, pero su amante quería matrimonio,
cosa que el hombre no podía ofrecerle, porque al seguir casado
cometería bigamia
Sin embargo, alguien que conocía de leyes, le aconsejó
que publicara anuncios en los diarios de provincias limitrofes pidiendo
datos sobre su mujer y explicando que faltaba de su hogar desde hacía
casi un año no tenía ninguna noticia de ella. Así
pudo obtener la declaración legal de muerte presunta.
Pocos meses
más tarde, su nueva mujer, joven y ambiciosa, le abandonó.
El sujeto volvió a su antiguo hogar y tuvo otro hijo con su mujer.
La madre al presentarse para cumplir con la exigencia legal de inscribirlo
en el Registro, se encontró con la novedad de que ella estaba
muerta, puesto que así constaba en los mano-seados libros.
- No te creo.
- Créeme. Le negaron el derecho a cobrar asigna-ción legal
por su nuevo hijo, mientras no probara ante las leyes que estaba viva.
¿Qué te parece? ¡Una mujer muerta había dado
a luz a un robusto varonci-to!
- ¡Increíble!
- Lo mismo me pareció a mí.
- ¿Y cómo se las arregló?
- Para que la pobre mujer probara que estaba viva, debía disponer
de dinero y mucho tiempo para someterse a los papeleos, trámites
y diligencias judiciales, porque en derecho un documento público,
sólo puede ser anulado por otro documento público, otorgado
por la autoridad competente.
- ¡Me cuesta creer lo que me cuentas!
- ¡Es totalmente verídico!
- ¿Y el otro caso...?
- Es casi peor. Se trata de un alcohólico. Hace trabajar a su
mujer y la amenaza con suicidarse si no le entrega el salario semanal
para emborracharse a gusto; dos veces lo han descolgado de una viga.
¡El matri-monio tiene ocho hijos!
Guardó un profundo silencio, rumiando todos esas experiencias.
Ella entristecida, se recostó a su lado.
Encendió
un cigarrillo y el cuarto se llenó de aroma del tabaco rubio;
también la muchacha quiso fumar, pensando que el humo pudiera
ser un hilo que uniera sus pensamientos.
Entonces, él le preguntó:
- ¿Sabes por qué han tenido tantos hijos?
- Porque él es un borracho.
- Sí, también por eso, pero lo principal es que es gente
ignorante: nadie les ha dicho qué deben hacer para evitar tener
tantos hijos que no pueden alimentar. Y, si son católicos, es
peor ya que la Iglesia está en contra del aborto y de la planificación
de la familia.
Ella, muy bajito, le murmuró:
- ¡Yo no soy ignorante; sé cómo evitarlo y quiero
ser tuya! ¡He traído un preservativo!
Fue la primera vez que hicieron el amor y se sintieron contentos. El
le confesó que la quería, que contaba con ella para su
futuro. La muchacha se sintió muy feliz y lo abrazó con
todas sus fuerzas.
Durmieron profundamente durante la tarde, los cuerpos desnudos, entrelazados.
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