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C U E N T O S  y   E P I S O D I O S

A Victoria Benado R.

Cuentos y EpisodiosDURA LEX

El incorporarse al ambiente universitario no le resultó fácil.
Durante varios días estuvo desorientada. El ambiente estudiantil, en medio de centenares de alumnos, era más impersonal. Además, debía habituarse a escuchar a los profe-sores a distancia, porque dictaban las clases en la parte baja del aula, lo que solo le permitía oír las voces con las tonalidades metálicas de los altavoces, y ella estaba acostumbrada a mirar a los ojos a sus profesores para captar los gestos de sus rostros y, así, medir la intención de sus frases.
En la fiesta de recepción, lo vio por primera vez.
Se impresionó con su estatura y el aire de seriedad que transmitía. Vino directamente a ella:
- ¿Estás sola?
- Sí.
- ¿Quieres compartir conmigo?
- Con mucho gusto.
Le sedujo su espíritu decidido, porque necesitaba relacionarse con alguien que conociera la vida universitaria, y él era alumno del tercer año. Le explicó que el comportamiento un poco salvaje y el lenguaje demasiado libre de los alumnos, muchas veces, no era otra cosa que una forma de defenderse.
Ella, desde el primer momento, supo que era un muchacho distinto: no se sintió asediada como con otros alumnos. Se entendieron bien. Le resol-vió varias dudas y le dio oportunos consejos; ganó su confianza y la hizo sentirse cómoda. En pocos meses esta afinidad creció.
La muchacha asimilaba con facilidad porque estaba atenta a todo, y su mente era despierta; solo necesitaba acos-tumbrarse a la vida universitaria para formar sus propios juicios.
El vivía en el sótano del edificio, pero tenía entrada independiente; había que bajar media docena de peldaños, resguardos por una reja doble, una especie de macetero mural en el que crecía una madreselva.

Se trataba de una sola habitación con un pequeño baño y una cocinilla de butano; un catre antiguo, de hierro, un sillón desvencijado y un par de sillas; en la pared del fondo, una tablas montadas sobre blancos ladrillos colmena, formaban una biblioteca rústica para amontonar muchos libros.
La primera vez que lo acompañó, el desorden era completo: sobre la cama había camisas, calzoncillos y calcetines, que esperaban ir a la lavadora, y desparramados por el suelo, varios tipos de zapatos y zapatillas.
Al otro lado de la pared estaban las instalaciones de la calefacción del edificio, lo que ayudaba al secado de las ropas. Todo el am-biente era obscuro, porque la única luz natural venía de un venta-nuco que daba a la calle y por el que solo se podía ver hasta las pantorrillas de los viandantes.
Se empeñó en poner orden en ese caos.

Había lugar para todo y la limpieza no demandaba mucho esfuerzo. Él, tendido en la cama, la dejaba hacer, y se maravillaba de la facilidad y rapidez con que ella trabajaba.
- Hay que hacerlo todos los días, como un hábito. De este modo, te resultara más agradable pasar las horas aquí, estudiando.
Él prestaba servicios en un consultorio gratuito de un barrio popular, desde hacía dos años. Sus experiencias no eran muy estimulantes.
- Nos machacan - decía - conceptos que no tienen asidero en la sociedad actual, en la forma de vida de hoy. Te dicen: La ley es esencialmente justa; la Justicia es igual para todos.
- Pero eso, es así. La justicia es igual para todos, ¿verdad?
- Yo ya no estoy seguro. Es lo que trato de explicarte. Mira, nuestra profesión está envuelta en neblinas y nadie parece querer que se despejen. Te has preguntado alguna vez: ¿Qué es un fiscal de una empresa?
- No lo sé; dímelo tú.
- Es un abogado cuyo papel es torcer la nariz de la ley nueva; mientras más triquiñüelas conoce y aplica, más fama adquiere, y más dinero gana. Por eso, todas las grandes empresas tienen equipos de abogados y un fiscal.
- Pero, las leyes se van adecuando a las necesidades de la sociedad.
- No lo niego, pero el fiscal procura que prime la antigua ley sobre la nueva.
- ¡Me parece que te estás olvidando de que hay jueces!
- ¿Cómo olvidarlo? ¡Los he visto actuar! Dime, ¿qué es un juez?
- El encargado de impartir justicia, ¿no?

- ¡Esa es la teoría! Es un hombre que juzga de acuerdo a su saber y entender, pero ¿crees, acaso, que por ser juez, no tiene ideas políticas ni religiosas, ni tiene sentimientos o no lo enfurece el resentimiento si se siente postergado? ¿Un juez no tiene virtudes y defectos, como todos los hombres? ¿No le duelen nunca las muelas ni la cabeza, no tiene e-streñimientos o diarreas, no es posible que su mujer lo engañe o lo regañe, o ser padre de un hijo drogadicto? Si tiene parte o todo eso, ¿no pesará en su espíritu cuando dicta sentencia? Y, si es así, ¿cómo puede ser justo si aplica con justeza una ley injusta?
- Nunca pensé en todo eso que me estás diciendo.
- Fíjate. La gente pobre también son seres de carne y hueso. Entablan juicios debido a que los poderosos no respe-tan los derechos de los débiles. Los poderosos se saltan la ley en beneficio propio, bien protegidos y aconsejados por abogados muy bien pagados. Es difícil luchar contra lo establecido. Lo dicen las esta-dísticas: los pobres ganan muy pocos juicios.
- ¡No me lo habría imaginado!

- Yo tampoco, pero déjame contarte un par de anécdotas.
- Dime.
- Hace poco vino al Consultorio una mujer que está legalmente muerta. Estaba casada con un hombre de cierta edad; tenían riñas por celos porque él es un insaciable sexual y actuaba como si cada vez fuera su última oportunidad. Abandonó a su mujer por una muchacha más joven, pero su amante quería matrimonio, cosa que el hombre no podía ofrecerle, porque al seguir casado cometería bigamia
Sin embargo, alguien que conocía de leyes, le aconsejó que publicara anuncios en los diarios de provincias limitrofes pidiendo datos sobre su mujer y explicando que faltaba de su hogar desde hacía casi un año no tenía ninguna noticia de ella. Así pudo obtener la declaración legal de muerte presunta.

Pocos meses más tarde, su nueva mujer, joven y ambiciosa, le abandonó. El sujeto volvió a su antiguo hogar y tuvo otro hijo con su mujer. La madre al presentarse para cumplir con la exigencia legal de inscribirlo en el Registro, se encontró con la novedad de que ella estaba muerta, puesto que así constaba en los mano-seados libros.
- No te creo.
- Créeme. Le negaron el derecho a cobrar asigna-ción legal por su nuevo hijo, mientras no probara ante las leyes que estaba viva. ¿Qué te parece? ¡Una mujer muerta había dado a luz a un robusto varonci-to!
- ¡Increíble!
- Lo mismo me pareció a mí.
- ¿Y cómo se las arregló?
- Para que la pobre mujer probara que estaba viva, debía disponer de dinero y mucho tiempo para someterse a los papeleos, trámites y diligencias judiciales, porque en derecho un documento público, sólo puede ser anulado por otro documento público, otorgado por la autoridad competente.
- ¡Me cuesta creer lo que me cuentas!
- ¡Es totalmente verídico!
- ¿Y el otro caso...?
- Es casi peor. Se trata de un alcohólico. Hace trabajar a su mujer y la amenaza con suicidarse si no le entrega el salario semanal para emborracharse a gusto; dos veces lo han descolgado de una viga. ¡El matri-monio tiene ocho hijos!
Guardó un profundo silencio, rumiando todos esas experiencias. Ella entristecida, se recostó a su lado.

Encendió un cigarrillo y el cuarto se llenó de aroma del tabaco rubio; también la muchacha quiso fumar, pensando que el humo pudiera ser un hilo que uniera sus pensamientos.
Entonces, él le preguntó:
- ¿Sabes por qué han tenido tantos hijos?
- Porque él es un borracho.
- Sí, también por eso, pero lo principal es que es gente ignorante: nadie les ha dicho qué deben hacer para evitar tener tantos hijos que no pueden alimentar. Y, si son católicos, es peor ya que la Iglesia está en contra del aborto y de la planificación de la familia.
Ella, muy bajito, le murmuró:
- ¡Yo no soy ignorante; sé cómo evitarlo y quiero ser tuya! ¡He traído un preservativo!
Fue la primera vez que hicieron el amor y se sintieron contentos. El le confesó que la quería, que contaba con ella para su futuro. La muchacha se sintió muy feliz y lo abrazó con todas sus fuerzas.
Durmieron profundamente durante la tarde, los cuerpos desnudos, entrelazados.