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NÔTRE DAME
El que crece y vive en su ambiente natal, es posible que se pase años
sin captar algunas circunstancias distintas con las que estamos acostumbrados
a identificarnos; por eso, cuando viajamos a otros países, de
repente, se descubren esos aspectos diferentes.
Yo estaba acostumbrado, por ejemplo, a mi estatura de 1.85, por lo que,
general-mente, debía bajar la vista para conversar con la mayoría
de mis interlocutores; sin embargo, nunca se me ocurrió pensar
que éste era un hecho que me diferenciaba de muchas personas.
En una oportunidad en que visité Yugoslavia, un atardecer, mientras
paseaba por la rada del puerto de Dubrödnik, en medio de centenares
de jóvenes parejas que disfrutaban del aire costanero, me sentí
desorien-tado; algo no funcionaba normalmente en mi cabeza. Y tardé
un muy largo rato en comprender el motivo: la estatura de la mayoría
de los paseantes se acercaba o sobrepasaba los 2 metros, es decir, para
mirar sus rostros yo debía mirar hacia arriba. Era una sensación
nueva para mí.
La siguiente experiencia, también opuesta a mi costumbre, me
ocurrió en París.
Mi hijo Jorge, me invitó a escuchar un concierto de órgano
en la catedral de Nôtre Dame. ¡Sería estupendo escuchar
la música de Bach en un lugar tan adecuado!
Era domingo. La vieja catedral del siglo XII apretujaba a cientos de
personas en todas sus naves y pasillos, pese a lo cual continuaba afluyendo
gente que avanzaba con gran dificultad por los pasillos laterales para
contemplar, solo de reojo, los muy famosos vitreauxs.
No me gusta asistir a coctéles, porque nunca hay un sitio para
sentarse y estar cómodo; en Nôtre Dame no se trataba de
beber copas sino de escuchar obras maestras de Bach y era más
indispensable que nunca la posición sentado.
Me arrimé a una pared y dejé que mi cuerpo se deslizara
hasta las frías losas del piso. No diré que era cómodo,
pero estaba sentado.Todavía faltaba una media hora hasta el momento
en que estaba anunciado el concierto.
En esos momentos, se me ocurrió pensar que mi postura era la
de los mendigos, que se sientan en el suelo, flectan las piernas y abrazan
sus rodillas, con la espalda curvada hacia adelante, el tórax
paralelo a los muslos y el cuello doblado hacia arriba con la cara suplicante
y una mano extendida. Es una posición que cansa mucho a quien
no está acostumbrado a ella; por eso, mantuve la vista baja y,
casi sin darme cuenta, me puse a observar los tipos de calzado que desfilaban
ante mis ojos, es decir, estaba mirando a la gente desde un diferente
ángulo. Y, entonces, pensé que todos los pares de piernas
arrastraban una historia humana, y esa idea me llevó a inventar
una para cada una de ellas.
Lo primero que vi fueron unos gruesos zapatos de color marrón,
de doble suela y punteras estampadas. Pensé: "Este es un
norteamericano, de fuerte carácter, casado, de unos 50 años,
jefe de sección y con bastantes más kilos de lo aconsejable".
No pude ver al dueño de los zapatos para comprobar si había
acertado en algo, porque un tropel de gente me impidió la visión.
Nôtre Dame
La siguiente predicción era más fácil.
Los zapatos, que casi se reventaban para sostener a una mujer joven
que, segu-ramente, era una comedora insaciable de helados con crema
y de todo lo que le pusieran por delante. Lucía unas piernas
de elefante e imaginé que tendría manchas rojas en la
entrepierna.
El siguiente turno fue para unos zapatos de mujer con tacos aguja ¡¿será
porque clavan como si fueran puñales?¿, piernas bien torneadas,
empeines altos y el exterior de las plantas marcados por juanetes. Aquí
era fácil equivocarse, porque una mujer con tacos aguja puede
ser una señora elegante o una mujer de la vida. Si el maquillaje
es suave, el peinado sen-cillo y va vestida con colores pálidos,
puede parecer una ninfa de la fuente; pero, si el traje es de seda amarilla
o roja, se sombrea los ojos de azul y los párpados con doble
línea negra, si lleva un peinado alto y ensortijado, puede convertirse
en una mujer de riesgo.
Luego examiné unas sandalias del 45, posiblemente, de un fraile
venido de lejos para atesorar nuevas visiones que contar a sus fieles
provincianos; llevaba las uñas muy bien cortadas y los pies limpios,
aunque ver su desnudez me produjo un fuerte escalofrío. A lo
mejor, la Iglesia impone esta regla para doblegar la voluntad del creyente
y hacer que se humille ante la fe, cosa que logran muchas religiones,
si se presenta como voluntad del Altísimo.
Lo que siguió fueron unas ruedas de un cochecillo eléctrico,
es decir, eran como los zapatos del lisiado que transportaba; el pequeño
vehículo son sus piernas y le permiten ir de un lugar a otro;
el carrito tiene teclas para hacerlo avanzar, retroceder o girar a la
derecha o izquierda. ¡Movilidad para un inmóvil! Yo nunca
había pensado en lo importante y necesario que es tener un par
de piernas o, al menos, una. Este joven era un triste ejemplo, pero
a su paso solo despertaba compasión, y no nos lleva a la reflexión.
En Nôtre Dame todos iban calzados y caminaban sobre sus zapatos,
pero en México he visto a mujeres que avanzaban arrodilladas,
sangran-tes sus carnes, sin un quejido, porque iban en busca de la virgen
morena de Guadalupe, santificadora de sus penas. ¡Y así
recorren kilómetros!
De modo que le fe no solo mueve montañas.
Hace algunos años, los creadores de modas despojaron a los obreros
de sus ropas de trabajo para convertirlas en indumentaria juvenil y
los jóvenes se complacen en exhibir las marcas, que es como decir
el gran dinero han pagado. Ahora, le ha tocado el turno a los de-portistas;
por eso, pasan unas zapatillas negras, montadas sobre gruesas suelas
de goma, abro-chadas con unos cordones que más parecen cordeles,
todo, para reflejar una apariencia muy tosca, pero es lo que lleva la
juventud. ¡Algunos jóvenes son capaces de matar para tenerlas!
Porque las marcas invierten millones para que unas zapatillas o una
vestimenta, con aspecto de desgastadas, hagan que los jóvenes
se sientan tan seguros como si fueran armados: mirada desafiante, paso
decidido y una insolencia acorde con el costo de las zapatillas, que
demarcan el terreno que pisan, como hacen los animales del bosque. ¡Es
la irresistible fuerza de la propagan-da!
Del viejo concepto de Poderoso caballero es Don Dinero hemos pasado
a Poderosa Dama es la Publicidad.
Pero, volvamos a Nôtre Dame.
Pasan unos zapatos de charol, brillantes como la cara de un pianista
negro, los tobillos huesudos y delgados, como los de un corredor de
velocidad. Aunque, también puede ser un hombre de la noche, de
esos que dominan un territorio más amplio que todo un cuartel
de policía de la ciudad.
Nôtre Dame
Seguro que es un buen bailarín, porque el calzado liviano debe
servirle para dar giros rápidos y elegantes, levantando los pies
para que el brillo del charol reluzca en los ojos que miran.
Estaba en medio de estas divagaciones cuando el órgano resonó
potente, llenando todo el ámbito, pero no se produjo el silencio
necesario y no había dejado de fluir el río de per-sonas
ni se calmó el desasosiego de tanta gente apretujada.
Así fue que no me pareció adecuado escuchar a Bach en
medio de tal tráfago humano, porque es bien sabido que no se
puede servir a dos señores a la vez. ¡Tal vez se pueda,
pero sale mal!
Afuera, en la plazoleta, alguien hacía resonar unos aires populares
pulsando una guitarra española, electrificada y conectada a un
altavoz. La caja de la guitarra, abierta y depo-sitada en las baldosas,
eracomo un cepillo eclesial, inmóvil y muda petición de
óbolos para el humilde payador.
Entonces, se me ocurrió pensar que, junto a las torres de la
catedral de Nôtre Dame, había una demostración de
que el irresistible avance de la técnica moderna también
ayudaba al progreso de la mendicidad callejera.
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