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Defensa
propia
Empujó la puerta con fuerza para que el golpe hiciera retroceder
el pestillo y apretara el resorte antes de que se encajara en la cerradura;
entonces, dio dos vueltas a la llave. La entrada de reja estaba cerrada,
segura, pero, todavía, metió la mano entre los barrotes
para coger las puntas de una gruesa cadena y unirlas con un candado.
Me quedé mirando cómo este hombre hacía estas manipulaciones,
sin prisas, con aire despreocupado, sin darme cuenta de que era una
estupidez permanecer ahí, observándolo, mientras él
se aseguraba de no dejarme ninguna posibilidad de escapar.
Sin embargo, el ruido de la puerta y de la cadena se había metido
en mi cabeza y, aunque había trans-currido un largo minuto y
ahora todo estaba en silencio, aún me parecía estar oyéndolo.
La celda era estrecha, apenas de dos metros por tres, pero muy alta;
allá arriba un hueco más que una ventana dejaba entrar
el aire y la luz. Había un camastro provisto de un colchón
delgado cubierto con una cobija, un cobertor muy desteñido y
una almohada de género tosco, casi de yute bruto.
¡La almohada sería un inconveniente! Desde mi niñez,
me había acostumbrado a hundir mi cabeza a voluntad en almohadas
de plumas; me gustaba su suavidad y la ti-bieza que producen, ambas
cosas, propicias para descansar y dormir. ¿Podría hacerlo
en una almohada tan tosca, rellena de duro crin de caballo?
Instintivamente, me froté las manos.
El frío de la celda se había apoderado de mi cuerpo y
el ambiente helado me obligó a moverme: podía dar cuatro
pasos a ritmo normal o seis si acortaba el desplaza-miento de mis piernas;
pero talers movimientos no eran suficientes para entrar en calor. Me
tendí en el suelo para hacer una serie de flexio-nes. Mis articulaciones
crujieron con los primeros ejercios porque estaba agarrotado.
¡El cuerpo humano es algo formidable!
El es-fuerzo hizo que mi sangre circulara con más velocidad y
fuerza, por los mayores requerimien-tos de mis músculos y, el
frío, poco a poco, fue dejando su lugar a una tibieza que necesitaba
para tranquilizarme y poder pensar con claridad sobre lo que me estaba
ocurriendo.
A las dos horas o algo así, oí los pasos del guarda y
el tintineo de sus llaves.
- Es la hora de dormir - me dijo. En cinco minutos más apagaré
la luz.
No quise ni mirarlo. Sentí que me subía a la cabeza una
rabia sorda, pero contuve el deseo de insultarlo. "A este pobre
diablo - pensé -, lo tienen aquí para hacer cumplir las
reglas" - ¡No era cosa suya permitir que la luz siguiera
encendida!
Pese a todo, sus palabras pronunciadas en tono de orden, me alteraron
el pulso acelerando las palpitaciones en las venas que me cruzan las
sienes. Transcurrió un largo para que se aquietaran y me dejaran
tranquilo.
Defensa propia
Este era el momento de preparme para dormir.
Me senté en la cama, que cedió un poco en su nivel, pese
a que no soy un hombre grueso; me agaché para desatar los cordones
de mis zapatos: ¡me había olvidado de que me los quitaron,
lo mismo que mi corbata! Dicen que es para evitar que un detenido pueda
ahorcarse. No era mi caso. Sucia y todo, para mí, la vida era
lo más valioso. Además, siempre he creído que cada
cosa tiene su momento determinado, sin anticiparse ni retrasarse.
No me di cuenta en qué momento me dormí. Lo seguro es
que me revolví muchas veces en la cama y que la almohada de crín
resultó un tormento. Al dormirme no sabía que la hora
de despertarse estaba fijada en el reglamento y que el guarda vendría
para llevarme a los servicios; lo que sí sabía bien es
que en esos lugares no podría ni ducharme ni asearme.
Además, siempre que duermo en una cama que no es la mía,
amanezco con el cuerpo dolorido y los músculos del cuello, duros,
porque he dormido apoyando mi cabeza en una almohada de lana. Al despertar,
si me he acostado borracho, me paso varios minutos juntando sensaciones
para reconocer el sitio en que estoy, buscando algún detalle
familiar. Pero, entonces, todo empieza a darme vueltas; a eso lo llaman
la corona de hierro, pero este tipo de dolor de cabeza es peor aún
si se han mezclado licores, lo que sucede a menudo: al avanzar noche
ya no se cata el alcohol, lo imperioso es beber sin preocuparse mucho
qué clase de trago.
Este despertar en la cárcel, no fue bueno.
No tenía corona, pero sí el cuello totalmente agarrotado.
Hice torsiones de brazos, recogiéndo-los sobre el pecho y empujándolos
hacia atrás para inflar el tórax.
La noche fue larga.
Desperté dos o tres veces por causa de la maldita almohada, aunque
dormí profundo porque estaba cansado. En una de esas despertadas,
por unos segundos, reviví todo: "Estaba en el cuarto de
Betty y en medio de una mancha roja - decúbito dorsal, como dicen
los polis -, yacía Roberto. Volví a ver el rostro de Betty,
machucado, deforme con los moretones cubiertos con la sangre seca, lo
que contrastaba con la blancura de su piel".
Medio despierto, otra vez sentí que renacía mi rabia,
pero el cansancio me hizo dormirme de nuevo.
Al despertar por la mañana me volví hacia el costado derecho;
es una vieja costumbre. En mi casa, asomado a la ventana de mi dormitorio,
se levanta un árbol muy frondoso; es lo primero que veo, aún,
con los ojos semicerrados. Los efectos de la luz en las hojas de sus
poderosas ramas me sumen en un mundo irreal. Es cosa de poquísimos
segundos, pero es mi primera sensación de vida. Ahora, al abrir
los ojos, sólo capté obscuridad y al mirar hacia lo alto,
la luz de la ventana me trajo a la realidad: ¡Estaba en la cárcel
acusado de doble asesinato!
La impresión que me causó este pensamiento fue tan tremenda
que ni siquiera oí la llegada del carcelero, y su voz me sobresaltó,
cuando me dijo:
- De pie, póngase junto a la pared. ¡Quédese ahí
y haga solo lo que yo le diga!
No dejó de mirarme mientras metía la llave en la cerradura,
dándole dos vueltas al revés; luego se ocupó del
candado. Por un momento, imaginé que el hombre era ciego porque
todo lo hacía a tientas para no quitarme los ojos de encima.
Abrió la puerta hacia afuera, lo que era una protección
adicional.
Defensa propia
- ¡Vamos! - dijo -, salga caminando lentamente y con las manos
a la espalda; siga por el pasillo. Al fondo están los servicios.
Hice lo que me dijo y a medida que me iba acercando al retrete se me
llenó la nariz del olor de orines viejos. No pude disimular el
asco que me produjo la taza rebosante de excrementos hinchados por el
agua sucia y hedionda.
Mi primera intención fue quedarme tal cual estaba.
Hice correr el agua y me mojé las manos. La sensación
del agua fría me estimuló para mojarme la cara y el cabello.
Tenía la garganta seca, porque ronco un poco mientras duermo.
Ahuecando las manos, bebí. ¡Me había olvidado de
lo buena que es el agua para refrescarse y calmar la sed! No quise usar
la toalla mugrienta y agité mis manos en el aire para secarlas.
Le dije al carcelero:
- Estoy listo.
- ¿No quiere nada más? No volverá aquí hasta
la tarde; son dos salidas diarias. ¡Haga ahora lo que tiene que
hacer!
Sólo me atreví a orinar. La taza, su contenido y mal olor,
me quitaron otras ganas. Caminé rápido de regreso a mi
celda que, ahora, me pareció más confortable; por lo menos,
estaba libre de olores nauseabundos.
Me tendí en la cama para olvidarme de la pequeñez del
recinto.
Mientras estuve en los servicios, alguien había venido para dejar
encima del cajón-velador un jarro de café y un trozo de
pan, duro y seco. Pensé en no comer, pero tenía mucha
hambre porque llevaba demasiadas horas sin probar bocado. Metí
el pan en el jarro, a medio llenar de un café desvaído
y apenas endulzado; lo dejé chorrear, observando el tenue vapor
que se le-vantaba del líquido. Y me puse a mascar, sin tratar
de encontrar sabores. Comí medio pan y bebí unos sorbos
de café. Me quedó un mal gusto en la boca que me obligó
a esputar hacia el pasillo.
Cerré los ojos, no para dormir, porque no tenía sueño;
pero siempre que deseo analizar o recordar algo, me agrada tender-me
en la cama y montar una pierna sobre la otra. ¡Así todo
me resulta más fácil!
La cárcel en la que estaba detenido, se levanta a un costado
de la ciudad, muy próxima al río. Es un edifi-cio de ladrillos,
orientado de norte a sur; la luz solar apenas da claridad, un rato,
por las mañanas.
Hacía más de una hora que había almorzado, de modo
que podía calcular que el reloj marcaría entre las dos
o dos y media de la tarde; sin embargo, la celda ya estaba obscura.
Me había pasado casi toda la mañana dándole vueltas
a la historia que había urdido, afinando los detalles, para poder
contársela a mi abogado con naturalidad. Por momentos, me parecía
haber elucubrado algo demasiado simple como para que sonara como una
verdad; solo estaba seguro de que se tenía que emplear el argumento
de la defensa propia.
Me costaba trabajo pensar, ya que al revivir los hechos con todos sus
detalles, solo por recordarlos, me inva-día una rabia sorda y
las ideas se me alborotaban. Estaba convencido de que lo mejor era argumentar
en firme la defensa propia; ¿por qué, entonces, me sentía
inseguro?
En uno de los cambios de postura de mis piernas, me vino la inspiración:
me sentía inseguro por mi abogado. Este hombre nunca me había
inspirado confianza.
Defensa propia
Le gustaba darse importancia y, en cosas nimias, como el simple pago
de algún dinero a la Comisión Sanitaria para dejar sin
efecto una denuncia contra alguna de las asiladas, él, la vestía
de tantos detalles como si se trata de algo serio y grave.
Sin embargo, ahora estaba en manos de el Colorado; debía contar
con él para buscar a un criminalista que aceptara mi tesis de
la defensa propia. Se encendió la luz de la celda y escuché
el ruido de pasos y voces. Traté de relajarme y mostrarme tranquilo.
- Tiene visita - dijo el carcelero -, metiendo la llave en la cerradura
para abrir la puerta.
Era el Colorado.
- Señor, abogado, ya sabe que solo son quince minutos - agregó
en voz alta.
- Lo sé, gracias.
Casi sin mirarme, me saludó:
- Hola, Martín.
- ¿Por qué has demorado tanto en venir?
- Hombre, he venido apenas supe lo ocurrido, ¿no? ¡No me
digas que estás nervioso!
- ¿Por qué habría de estarlo?
- Bueno, han pasado cosas, ¿no? Ya oíste que tenemos poco
tiempo, lo mejor será que empieces a desembuchar, ¿no?
Esa muletilla del Colorado, siempre me exasperaba, pero en esta ocasión
tenía que oírsela, sin inmutarme. Tampoco quería
mirarlo a la cara, y comencé a pesearme.
- Tenía que arreglar unos asuntos en Curicó y volver al
día siguiente, que era viernes. A mitad de camino me falló
el coche, algo de los platinos. Fui a un garage y no tenían repuestos.
Decidí dejar el auto ahí y regresar en un taxi.
Cuando me asomé al salón, noté que las mujeres
se asustaron al verme llegar. Crucé el comedor y seguí
por el pasillo hasta la habitación de Betty. La oí gritar
algo así como ¡Déjame, animal!. Abrí la puerta
de una patada y vi a Roberto que estaba dándole a Betty una paliza
en regla.
Apenas me vió, tiró de la cuchilla y, rápido, se
quiso echar sobre mí. Le hice un quite, pero alcanzó a
hacerme este corte en la cabeza; la sangre me corrió por la frente.
Se revolvió veloz para darme otra cuchillada. En ése momento
fue cuando Betty se interpuso y la puñalada que Roberto me lanzó
a mí, le dio a ella en pleno corazón. Cayó sin
decir ¡ay!
Roberto, se paralizó al verla caer y yo aproveché el momento
para gol-pearlo con todas mis fuerzas: lo tumbé de un puñetazo.
Le quité la cuchilla y, enfurecido por lo que le había
hecho a Betty, le di de puñaladas hasta cansarme. ¡Eso
es todo!
- No es poco - comentó. ¿Tú estabas armado? ¿Pistola
o revólver, quiero decir?
- Ya sabes que nunca uso armas; siempre me han bastado mis puños.
- Sí, eso he oído.
- ¿Me crees, verdad?
- Tú quieres decir que hay que alegar defensa propia ¿o
me equivoco?
- Pienso que sí: él me atacó con su cuchilla. Mira,
aquí tengo la huella, ¿ves?
Y le mostré la costra de sangre que tenía en el cuero
cabelludo.
- Eso está claro, para mí, al menos. Lo que quieres es
alegar ¡Defensa propia! ¿no?
Defensa propia
Estuve a punto de estallar, pero el Colorado me estaba mirando fijamente.
No era momento para enfurecerme.
Y mi voz sonó entera cuando confirmé lo dicho:
- ¡Ha sido en defensa propia!
- Por lo menos, eso es lo que te conviene. Veremos qué dice el
criminalista, porque tengo buscar uno, ¿no? Y más todavía
...¡Veremos qué dirá el juez! ¿Nada más?
¿ No se te olvida nada?
No abrí la boca y sostuve su mirada.
- Bueno, entonces, me voy a buscar a un buen criminalista y supongo
que no habrá que fijarse en el dinero, ¿no?
- En casa tengo varios miles, en billetes; si hace falta más,
tengo lo necesario en el banco.
- Ya te diré si hace falta. Hasta mañana, Mar-tín.
- Hasta mañana, Colorado.
Era la primera vez que estaba preso. La sensación de estrechez
empezaba a agobiarme, pero comprendí que no podía permitirme
el lujo de dejarme abatir.
Tenía que pensar en otras posibles soluciones y fue cuando me
acordé del diputado; un diputado puede mucho, incluso, con la
justicia.
En los servicios de seguridad de su partido, yo había hecho méritos
poniendo orden en las manifestaciones, sin olvidar que le rompí
la nariz a un periodista por meterse con él. El diputado siempre
se había mostrado cordial y deferente conmigo. Los políticos
saben estar bien con la gente que les ayuda cuando lo necesitan y nuca
les faltan recursos para cualquier situación. No debía
olvidarme de mencionarle este detalle al Colorado.
Pero no hizo falta: consiguió a Robito, famoso como hábil
criminalista y como maricón del traste. Le pareció muy
bien la teoría que le expusimos. Además, las asiladas,
sabedoras de que, en adelante, yo cortaría el bacalao en la casa,
se prestaron para declarar solo y todo lo que les enseñó
Robito. Dijeron que Betty y yo éramos una pareja muy feliz y
bien avenida; dos de ellas declararon haber visto la agresión
de Roberto y que yo había quedado cegado por la sangre de mi
cabeza.
El juez, de buenas a primeras, no quiso aceptar la proposición
de Robito para concederme la libertad bajo fianza, y me pasé
seis meses en la celda. Pero, como todo estaba a mi favor, no le quedó
más remedio que decretar mi libertad incondicional por falta
de pruebas, pese a que eran dos las personas muertas en este suceso.
¡Creo que he dejado bien explicado, sin ser jurista, por qué
soy partidario de la defensa propia!
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